1 Aun así, hay un pasaje que me gusta: el del ginkgo. En un momento dado llevé la conversación con ella al tema de la jardinería, pues me habían dicho que es una de sus grandes aficiones, y se puso a hablar de sus árboles preferidos en París, y en particular del ginkgo de la place de l’Alma. Me prometí a mí mismo que la próxima vez me fijaría. Ella dice que han plantado muchos en Nueva York, especialmente en la Quinta Avenida, y que sería una buena idea hacer lo mismo en París. Son tan bonitos, y además tan robustos, son bonitos porque son robustos, es el único árbol que resistió en Hiroshima; y cuando dice eso comprendes que se identifica con el ginkgo, una mujer que lo ha soportado todo, que ha sobrevivido a todo, que recién salida de la adolescencia se convirtió en la mayor estrella del cine francés y prácticamente nunca ha dejado de serlo. Lo que se suponía que íbamos a repasar juntos era ese casi medio siglo de una carrera legendaria; la entrevista debía tener ocho páginas, y una treintena de fotos de rodaje elegidas por ella debían servir de hilo conductor. Esa era la idea; parecía razonable, pero por desgracia no dio resultado. Yo lo sospechaba un poco al volver a casa después del encuentro; intentaba tranquilizarme diciéndome que en dos horas de grabación seguro que habría cosas interesantes, pero ayer recibí la transcripción de esas dos horas, la leí y la releí, lápiz en mano, y me veo obligado a reconocer que no hay ninguna, aparte del ginkgo y de dos o tres cosas sueltas aquí y allá. Lo que se dice ninguna. No es culpa de ella, ciertamente; me gustaría pensar que tampoco es enteramente mía, pero esa transcripción merecería conservarse en el pabellón de Sévres1 como ejemplo de entrevista chapucera y confusa en la que el entrevistador está despistado y la entrevistada no se muestra interesada, y no puedo evitar preguntarme: ¿cómo llegamos a ese punto? Ahora que lo pienso, debería haber desconfiado. Pocos días antes yo había leído À l’ombre de moi-même, una recopilación de cuadernos que escribió de manera discontinua a lo largo de su carrera, sobre todo durante rodajes en el extranjero. Son cuadernos extraordinarios: sencillos, claros, agudos. También es notable el hecho de que cuando está rodando Tristana tiene la misma letra –estilo y caligrafía– que cuando rueda Bailar en la oscuridad, treinta años más tarde. Impresionan esta madurez precoz y la fidelidad de su trayectoria. En fin. Después de los cuadernos hay una entrevista reciente con el cineasta Pascal Bonitzer. Es amigo mío y le llamé: ¿qué tal estuvo Deneuve? Hubo un silencio al otro lado de la línea, seguido de un suspiro agobiado. “Fue espantoso. Espantoso, te digo... Ella estuvo muy bien, fui yo el que no dio la talla, todavía me siento culpable...”. He releído la entrevista: no me ha parecido sensacional, pero, bueno, tampoco era para hacerse el harakiri. Sin embargo, pensé: voy a tener que hacerlo mejor que Pascal. Leí un poco, vi y volví a ver películas. Pero no preparé las preguntas. Me dije que irían saliendo, confiemos en el flujo de la conversación. Porque de hecho yo pensaba en una conversación y no en una entrevista, y ello por una razón que le cuesta un poco reconocer a mi amor propio pero que debo explicar, pues de lo contrario toda esta historia sería incomprensible. Si Première me hubiera llamado para proponerme únicamente que entrevistara a Catherine Deneuve habría dicho: admiro a Catherine, su belleza, su talento, su carrera, pero hay otras personas por las que siento admiración; ya no soy periodista e incluso cuando lo era no me gustaba demasiado entrevistar a gente, es una relación que me incomoda, así que no. Pero Première me dijo otra cosa: hemos pensado más bien en un escritor que en un periodista, y Catherine Deneuve ha pedido que sea usted. Claro, ya no es lo mismo. Se convierte en: Catherine Deneuve desea conocerle, y contestas que sí, faltaría más, todo engreído. Me permito pensar: ha leído mis libros, ha visto mis películas, quizá me pida que escriba un papel para ella o me dé a entender que no se opondría a que yo me lo piense. Sueño despierto, lo voy contando a mi alrededor. Catherine Deneuve quiere conocerme: no es que yo tenga una mentalidad de fan, pero, bueno, esta semana se me ha subido la fatuidad a la cabeza. Vuelvo a leer el bonito capítulo que le consagró Frédéric Mitterrand en La Mauvaise Vie, copio estas palabras en mi libreta: «Cortés incluso cuando es usted hiriente, distante incluso cuando es cálida, atenta e inasequible, disponible y secreta, apasionada y contenida, intrépida y prudente, generosa y suspicaz, consciente del privilegio de su belleza y reacia a explotarla, culta sin ser intelectual, fiel hasta ser posesiva, sofisticada y sencilla, sibarita y disciplinada, libre y burguesa, insolente y púdica, fuerte y vulnerable, buscando la excelencia en todo y aborreciendo la pacotilla y los engaños, alegre y triste, presente y ausente...” Este listado de contrastes me servirá de viático; no voy a hacer preguntas complicadas como ¿qué tal con Buñuel?, ¿y con Truffaut?, no soy un simple periodista de cine al acecho de anécdotas de los rodajes, no, soy un escritor, como Patrick Modiano, de quien sabemos que es muy amiga, y Patrick va a tener que apartarse para hacerme un hueco, lo que voy a hacer no será una entrevista clásica sino un retrato cómplice y lleno de matices de la auténtica Catherine Deneuve. Una conversación, un intercambio, un encuentro. Eso es: un encuentro. 

2 Nos citamos en el Panthéon, el viejo cine del Barrio Latino que ha comprado Pascal Caucheteux, el productor, entre otros, de Arnaud Desplechin. Para ella, Desplechin y Caucheteux son una de sus familias, y cuando transformaron el primer piso en salón-bar fue ella quien se encargó de decorarlo. Recorrió tiendas de chamarileros, se agenció estas butacas, estos sofás, estas lámparas, estas estanterías llenas de libros que parecen leídos. El conjunto resulta cálido, confortable, es un ambiente agradable. Responderá, a una de las pocas preguntas sensatas que le hice (¿qué habría hecho usted si no se hubiera convertido en actriz?): “Creo que me habría casado y tenido hijos muy joven, que me habría divorciado bastante pronto y habría trabajado. Quizá en un estudio de arquitectos o en artes decorativas: siempre me han gustado”. Pero volvamos al principio. Llega. Pantalón y jersey azules, gafas, melena rubia y ese fraseo veloz, tan reconocible, del que Jean-Paul Rappeneau decía que era el ritmo ideal para la comedia: un máximo de sílabas en un mínimo de segundos, sin saltarse una sola. Empeñado hasta la obsesión en ser sencillo y natural, bromeo sobre nuestra entrevista: impone hallarse frente a Catherine Deneuve, de hecho me he pasado la mañana pensando cómo vestirme, algo que me favorezca, pero no mis mejores galas... “Yo también”, dice ella. “Primero pensé ponerme falda y al final, como íbamos a estar sentados en estos sofás un poco bajos, me he puesto un pantalón...” Envalentonado por tanta naturalidad y sencillez, le cuento que he llamado a Bonitzer y, creyendo que le divertiría, que hasta quizá la enternecería, le digo que el pobre Pascal tiene remordimientos. Ni le divierte ni la enternece. “¿Tiene remordimientos? Ya puede tenerlos. No estuvo bien, no trabajó suficiente”. Bueno. Capto la advertencia, lo cual, a mi vez, no me disuade de entrar en barrena. Empiezo a decir cosas como: “Se nota que para usted el rigor es importante...” Puntos suspensivos. ¿Qué va a contestar, la pobre? “Es cierto, el rigor es muy importante”. Después del rigor le tocará el turno a la lucidez, a la honestidad, a la coherencia, a una franqueza no exenta de brusquedad, virtudes todas que le atribuyo con un tono benigno, etéreo, como imbuido de una vida interior inefable, de suerte que, comparado conmigo, Jacques Chancel en su versión más melosa es Noël Godin, el entartador. Y cuando se agota la lista de su superioridad moral empezamos a mirar las fotos que ella ha elegido: “Ah sí”, digo, “esta película la vi hace mucho pero tengo un buen recuerdo de ella, me parece que era muy bonita”. “Yo también lo creo”, responde. “Muy conmovedora”. Estoy tan ocupado en no hacer una entrevista de acuerdo con las pautas habituales, en mantener una conversación sencilla y natural entre dos seres humanos, que no hago una sola verdadera pregunta y en consecuencia no obtengo ninguna auténtica respuesta. Hay que decir en mi descargo que cada vez me siento más incómodo. ¿Qué hago yo allí? Es ella la que pidió que viniese yo, ningún otro, y ahora me deja tirar del carro sin aludir en absoluto a este hecho. Tal y como escribían con amargura los hermanos Goncourt de una persona conocida de ellos: “No hay nada en ella que haya leído nuestros libros”. Ni visto mis películas ni nada. Recuerdo, de cuando era periodista, una entrevista con Sigourney Weaver, en que se las arregló para preguntarme si tenía hermanos y hermanas. Yo no era tan ingenuo como para creer que de verdad le interesaba saberlo, sabía que se trataba de una maña preparada y que debía hacérsela, con o sin variaciones, a todos los periodistas que desfilaban por su suite, pero me había parecido que el esfuerzo en hacer que una entrevista pareciera un intercambio humano normal nacía de una buena intención. No esperaba, desde luego, que Catherine Deneuve invirtiera los papeles y me interrogase sobre mi vida, mi obra, mis colores preferidos, pero al menos un guiño, una palabra para recordar, de paso, que me había elegido, sin duda me habrían infundido confianza y el deseo de escribir el mejor artículo posible sobre ella. Aunque solo fuera por su propio interés, no le costaba nada, supongo que era consciente, pero no lo hizo. Yo debería haber tenido la presencia de ánimo de preguntarle por qué, eso sí que de hecho habría sido sencillo y natural, pero tampoco lo hice, y aún me lo pregunto. 

3 Los días siguientes me lamí las heridas de mi pequeño ego contando a todo el mundo mi disgusto. Se convirtió en una especie de sketch cómico donde yo aparecía como un patoso cordial y ella como una mujer educadamente odiosa, como la viuda despótica a la que encarna con maestría en Palacio real, de Valérie Lemercier. Cada uno lo interpreta a su manera. El precedente de Pascal confirma la tesis: ella se las ingenia para incomodar a la gente y para convencerla, por añadidura, de que es ella, la gente, la que se ha portado mal. Es un proceder de estrella, una mierda de conducta. Pero esto es lo que piensan los que no la conocen. Los que la conocen dan, unánimemente, otra versión. Acabo de hablar con la actriz Hélène Fillières, que interpretó a su hija en la película de Tonie Marshall Lo más cercano al cielo. Deneuve es su ídolo, se moría de emoción y de angustia pensando que la tendría enfrente y se encontró a una mujer sencilla, directa, sumamente franca e irascible, rock and roll, dice Hélène, una mujer que se pasea con rulos por el plató con tanto más desparpajo porque sabe que es un objeto de deseo universal y no le da mayor importancia, una mujer cuyo guion establecía que en un momento dado ella, Hélène, la besara en la boca, y besar a Catherine Deneuve en la boca fue algo increíblemente sexy y a la vez increíblemente divertido: porque con ella una se divierte mucho, bebes vino tinto, hablas de hombres, y la leyenda existe pero nunca pesa. Escucho a Hélène Fillières, escuché a Nicole Garcia y a Anne-Dominique Toussaint, mi productora, que le profesa una gratitud eterna por haber aceptado, en el último minuto, improvisando, sustituir a una actriz que no estaba en condiciones de actuar: se puso a trabajar sin aspavientos, como quien se remanga para hundir los dedos en un motor grasiento, y salvó la película sin reprochárselo nunca a nadie. Estos testimonios no cuadran con mi experiencia embarazosa y vagamente humillante, y tengo para mí que de tanto querer ser sencillo y natural me situé de entrada en una mala posición: desdeñé la de simple periodista, sin atreverme tampoco a ocupar otra, tan obnubilado por esta cuestión que también la paralicé a ella. Me encanta la frase de Marguerite Duras cuando entrevistaba a la cantante Leontyne Price, y se la cité: “Frente a ella, pienso en ella”. Me parece una frase fulgurante de simplicidad y evidencia. Es la esencia del zen, y de lo que me gustaría alcanzar, si es posible, en esta vida: teniendo delante a alguien, pensar exclusivamente en la persona. El problema es que ante alguien como Catherine Deneuve casi todo el mundo, y me he percatado de que no soy una excepción, piensa primero en sí mismo y en la impresión que va a causarle a ella. Y en cuanto piensas así, la cosa no funciona: estás expectante, alienado, molesto, y Deneuve, aunque quisiera, no podría remediarlo. Deja que te ahogues, es tu problema. Vuelvo a pensar en un momento de la entrevista. Caucheteux, el productor y dueño del lugar, se reunió con nosotros según pasaba, asentó una nalga sobre el brazo de un sofá. Es un hombre bastante desabrido, con una chaqueta informe y un vaquero holgado que le cuelga, uno de esos hombres que lee L’Équipe sin levantar la cabeza para saludar. Ella había encendido un cigarrillo que no era el primero y yo, escindido entre la admiración sin reservas y la hostilidad incipiente, me preguntaba si fumar en un lugar público en el que evidentemente está prohibido era un rasgo de simpática rebeldía o solamente quería decir: soy Catherine Deneuve y me gustaría ver quién se atreve a pedirme que apague el cigarrillo. Cacheteux hizo un movimiento burlón con la barbilla y dijo: “¡Eh!” Ella hizo como que no entendía y él precisó, con firmeza: “El pitillo”. Ella se disculpó: “Ya no hay casi nadie”, se rió, dio otra calada y aplastó la colilla. Por un instante era la mujer sencilla y amable, ni irritante ni afectada, que me habían descrito y a la que yo no veía. Por un instante dejé de verme a mí mismo, embrollado y tratando en vano de encontrar mi sitio, y la vi, y al final –pero muy al final, necesité tiempo– coincido con Frédéric Mitterrand, al que había llamado la víspera de la cita y que con su voz particular, que ustedes conocen, me había dicho: “Ya verás, ella no decepciona”. 

Publicado originalmente en la revista Première, en marzo de 2008.