Luego de que escucháramos el dato de que casi la mitad del padrón de CABA no fue a votar comenzaron las conjeturas. Algunos, preocupados por entender, intentaron construir una explicación; otros, como los políticos, se inclinaron por mostrarse advertidos, “tenemos que escuchar el mensaje”, afirmaron.

Aunque las respuestas que se esbozaron fueron variadas (apatía cívica, enojo, falta de expectativas, etc.), en todos los casos parecen haber respondido a una pregunta por las ganas, por los deseos. Algo así como “¿Por qué la gente no quiso ir a votar?”

Sin embargo, y sin desmerecer esa línea argumental, al ausentismo ciudadano debemos sumarle otra ausencia, pero ya en el campo de las tesis, la de la variable obligación. En efecto, entre quienes no concurrieron y entre quienes arrojaron alguna explicación estuvo ausente una dimensión que, suponemos, debería ser fundamental: ir a votar es una obligación.

Lo que se puso de manifiesto, entonces, es un doble problema: por un lado, la ineficacia de una obligación y, por otro lado, que el incumplimiento no se realiza por rebeldía sino por desgano. Este es, pues, el complejo asunto que debemos dilucidar: cómo es que arribamos a un estado de situación en el que rige la oposición a un deber cual si no fuera un deber, un rechazo pero no por desobediencia sino por desinterés.

Si hacemos un repaso histórico, es posible que encontremos algunas razones determinantes en el ejercicio despótico del poder que durante décadas desplegó la derecha, sobre todo, durante las dictaduras militares. Esos abusos extremos de la fuerza, que con toda razón deben ser combatidos, quizá dejaron una marca negativa duradera sobre la idea de autoridad. Algo similar, podemos intuir, ocurrió con la severidad institucional de todo tipo, en las escuelas, el trabajo, el orden médico, etc.

Asimismo, cierto posmodernismo mediante tal vez nos condujo al cuestionamiento de todo mandato cultural, cual si la transgresión hubiera tomado por objeto ya no solo al despotismo y la opresión, sino a la existencia misma de los mandatos culturales. Así, pues, padres, maestros, líderes y toda expresión de pautas, orientaciones y obligaciones quedaron objetados per se.

Y entonces no podemos menos que recordar las lúcidas palabras de Pier Paolo Psolini en su célebre “Discurso de los cabellos” a mediados de la década del ‘70: “La condena radical e indiscriminada que pronunciaron contra sus padres --que son la historia en evolución y la cultura precedente-- levantando contra ellos una barrera insalvable, ha terminado por aislarlos, impidiéndoles una relación dialéctica con sus padres. Huérfanos sin ideología. Solamente mediante esta relación dialéctica habrían podido tener una conciencia histórica de sí verdadera y avanzar más allá, «superar» a sus padres. En cambio, el aislamiento en el cual se encerraron --como en un mundo aparte, en un ghetto reservado a la juventud iluminada-- los ha detenido en su inevitable realidad histórica: y ella ha implicado --fatalmente-- una regresión. En realidad han retrocedido más allá de la posición de sus padres, resucitando en sus almas terrores y conformismos y, en su aspecto físico, convencionalismos y miserias que parecían superadas para siempre”.

No podemos soslayar en esta breve reseña cierta degradación que sufrieron los derechos, afirmación que desde luego debe ser matizada. No obstante, a la par de su inestimable valor, de su aporte al sostén de muchos, también es cierto que en tantas ocasiones quedaron como letra inerte, como discursos vacíos sin correlación práctica. ¿No debemos, acaso, admitir que el derecho jubilatorio y los derechos laborales, entre otros, hace muchos años que no se traducen en protecciones reales, concretas?

Hasta aquí, entonces, podemos rastrear una historia que razonablemente puso en crisis modelos normativos y un conjunto de ideas referidas al orden y la autoridad, pero con una doble consecuencia: reducir los niveles de arbitrariedad (con resultados parciales) y, al mismo tiempo, haber desestimado toda vivencia de obligación.

No obstante, queda una dimensión por indagar, a saber: ¿por qué el desgano? Y, en ese mismo sentido, ¿por qué una práctica que, sin excluir los deseos, no logra inscribirse, también, en el marco de las obligaciones y exigencias?

Hoy gobierna el país un presidente, Milei, que dice abominar del Estado, que supone que la sociedad es, exclusivamente, un universo de individuos que hacen un “contrato entre partes”, que ostenta un anarquismo berreta y exacerba aquel individualismo fundado en un falso “yo puedo”.

Conviene, entonces, comprender el desenlace mencionado, un estado generalizado de desgano.

Hemos estudiado hace tiempo cómo a través de amenazas, manipulación emocional, mentiras y precarización, el neoliberalismo instala una ideología y una práctica que se proponen robar la voluntad de los sujetos; es decir, busca apropiarse de sus movimientos, sus sentimientos, sus pensamientos y su organismo.

Así, expusimos la hipótesis del triple vasallaje, según la cual el yo de cada quien responde a tres amos: el ello, el superyó y la realidad. Dicho en un lenguaje más simplificado, el yo se ve en la tarea de conciliar lo que desea, lo que debe y lo que puede, y cualquier alternativa que suponga el exceso de una de tales interpelaciones en desmedro de las otras será una fuente de conflictos.

Sin embargo, la lógica neoliberal captura la dinámica del vasallaje al punto que ni siquiera opera uno u otro de los amos de modo excluyente. En efecto, el amo neoliberal constituye una realidad despótica que se introduce en el superyó como un deber ser que, no obstante, es adoptado por el sujeto cual si fuera un deseo propio.

Así, el sujeto ya no podrá oponerse a un mandato pues éste queda encubierto. Si en lugar de pensar “me obligan a”, el sujeto desconoce el imperativo y piensa “yo quiero”, la única forma de oponerse al presunto deseo es el desgano. La apatía, pues, es la última resistencia que le queda al sujeto que creyó lo no creíble, claro que a costa de sí mismo. Sumemos otra consecuencia: el conflicto deja de ser intersubjetivo, deja de desplegarse en la escena social con ese otro que da una orden, y pasa a desarrollarse solo en el terreno intrapsíquico.

El neoliberalismo, pues, no explota tanto la culpa, sino sobre todo el sentimiento de inferioridad; hace sentir que uno es insuficiente, que no tuvo suficientes ganas, escapándose del registro el proceso que aconteció: el desgano que siente el sujeto no es sino el desenlace propio de haber cedido sus deseos y asumir un mandato ajeno como si fuera un anhelo propio. Además, al quedar invisibilizado el factor inductor, tales estrategias producen un tipo particular de entrampamiento que dificulta la expresión del sentimiento de injusticia.

En síntesis, cada modelo (grupal, institucional o social) configura su propio negativo, esto es, aquello que excluye, aunque al mismo tiempo también lo produce. Como ilustración sencilla señalemos que si impera el orden, el negativo es la desobediencia, mientras que para el modelo neoliberal, cuando reina la meritocracia, el negativo es el desgano.

He intentado echar alguna luz sobre un problema acuciante que, incluso, podemos traducir como un conflicto con el ideal que, después de todo, es un significante que recoge el nivel de las obligaciones. Dicho de otro modo, desafiar ciertos imperativos no solo no nos autoriza a desestimar todo imperativo sino que, a su vez, haber realizado esa operación nos condujo, tal como describimos, a un estado de desaliento generalizado.

Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.