Es conocida la fascinación de la cultura estadounidense por el llamado “cine-catástrofe”. ¿Cuál será el fetiche que una y otra vez los lleva a producir un cine que muestra el fin de la humanidad como se la conocía y la imagen de un planeta devastado? ¿Qué mensaje nos quiere enviar esa foto postal?
Apocalipsis eran los de antes
Quizás exista una transformación en el enfoque del apocalipsis en el cine estadounidense. Si en algún momento seguía la línea clásica de un evento a futuro que podría poner fin a la vida como se la conoce y que tenía la cualidad de una forma de castigo hacia la humanidad, provocado por la propia humanidad, pero que siempre encontraba una forma de poder evitarse; luego pareció derivar hacia la afirmación de que ello ya estaba sucediendo en tiempo presente como un Apocalipsis now (Coppola, 1979).
Pero desde hace algunas décadas, el apocalipsis se presenta de otro modo: ya ha sucedido, la humanidad fue diezmada y sobreviven sólo algunos, por casualidad o adaptación darwiniana, y en la mayoría de ellas, las razones de la catástrofe no importan demasiado, no forman parte significativa de la trama, rompiendo la lógica de la causalidad, que es la que permite comprender un padecimiento así como también, por ello mismo, poder resolverlo o posicionarse de otro modo. Es el cine postapocalíptico: no se trata ya de evitar el colapso, ni de entender qué nos sucedió y por qué, sino sólo de ver qué se hace en lo que queda del naufragio.
El derrumbe que ya sucedió
Žižek se preguntaba cómo podía ser que fuera más fácil representar el fin de la humanidad que el fin del capitalismo. Una respuesta posible es que Slavoj está pensando en la causalidad del sufrimiento que atraviesa la humanidad desde que el capitalismo sólo aceleró la forma de consumirnos en el consumo de cosas (donde todo entra en la categoría de cosa: el mundo mismo, la vida animal, vegetal, las personas, las culturas, todo es cosa a consumir y descartar). Pero podría haber otra forma de pensar en esta fascinación por el fin del mundo.
El psicoanalista británico Donald Winnicott alguna vez nos habló de el miedo al derrumbe (1963) como un fenómeno particular de la clínica: personas que compulsivamente siempre temían una futura catástrofe para sus vidas, un derrumbe psíquico que el análisis podía reconstruir como algo que en verdad había sucedido pero en tiempos originarios de la constitución de ese psiquismo, ante fallas en el sostén de sus primeros lazos.
Las personas que habían sufrido ese desamparo, equivalente a un fin del mundo psíquico, no podían recordar la catástrofe al haber sucedido tan tempranamente. No lo habían podido simbolizar, aunque el cuerpo sí guardaba registro de ello. Entonces aparecía el intento de representar a futuro algo que había sucedido en un pasado aún no pasado.
Para que algo pueda olvidarse e incluso eventualmente recordarse, primero debe simbolizarse. Se simboliza a partir de un otro confiable que nos ofrece contextos de reconocimiento, gestos, afectos y palabras que dan cuenta de que algo que aún no tiene representación, es real, sucede, nos sucede y tiene determinadas cualidades.
Pero si una tragedia nos sucede y no contamos con estos contextos de reconocimiento a través de referentes de confianza, entonces estaremos condenados a poner a futuro una tragedia que no sabemos que nos sucedió, con la esperanza de poder, ahora sí, defendernos de ello.
Desamparo y soledad
¿Qué catástrofe habríamos padecido entonces? ¿Comprar porquerías que no necesitamos? ¿Contaminar el mundo y llevar toda la vida a su límite global? ¿Las guerras?
Recientemente una obra me permitió unir algunas piezas más del rompe-cabezas de nuestra fragmentada cabeza occidental: Creo que ahora estamos solos (Morano, 2018). En este film Del es un bibliotecario que un martes a la tarde queda solo en un pueblo que muere sin motivo ni razón, como el resto del mundo. Sin más, queda solo. Se dedica a una rutina de pescar su cena, leer y enterrar a las personas que yacen en sus hogares. Del es el sepulturero de la humanidad.
En algún momento aparece una joven, Grace, para plantearle el gran problema de la humanidad occidental: ¿cómo nos relacionamos con el otro? En su danza de encuentros y desencuentros, Del le dirá algo a Grace que es la clave del apocalipsis: “Me sentía solo cuando era yo y seiscientas mil personas en este maldito pueblo. Y me sentía bastante solo entonces”.
La etimología de la palabra apocalipsis remite al latín tardío apocalypsis, el cual proviene del griego ἀποκάλυψις apokálypsis, que significa des-cubrir, poner al descubierto (en la vertiente latina trascendió el énfasis en la “revelación”).
Lo que nos devela Del es que la gran catástrofe fue la soledad que aconteció en cuanto a vivir rodeado de soledades. La desaparición de la humanidad ya había acontecido, y la extinción de aquel martes a la tarde sólo confirmaba una desolación que ya se había sufrido previamente.
El síndrome de París
Aún sin simbolización, el cuerpo inscribe cosas que trascienden lo que podemos comprender. Un fenómeno afín a la desolación de la humanidad, una humanidad que ya podría haber muerto, se relaciona al llamado síndrome de París. En 1986 el psiquiatra japonés Hiroaki Ota diagnosticó esta condición en Francia.
Consiste en taquicardia, mareos, náuseas, despersonalización y hasta alucinaciones que se producían en turistas que llegaban a París. De entre ellos, se encontró que se ven afectados particularmente los japoneses. ¿Por qué? Las explicaciones aluden a una profundísima decepción que se produce en ellos, por la distancia que se abre entre la construcción previa de una idealización de la cultura francesa y la ciudad de las luces, y el contraste de la experiencia concreta de encontrar que no se trata de una población demasiado hospitalaria, con calles no tan limpias ni tan seguras como las japonesas.
Lo que no se explica más profundamente, en estás descripciones, es la decepción -que sólo se cura yéndose de París-. Y es que Japón devino en uno de las centros mundiales del capitalismo, un país que se ha visto en la necesidad de constituir el Ministerio de la Soledad y con uno de los índices de suicidio más altos del mundo. La soledad del progreso occidental en oriente.
La muerte busca paraísos. Quizás por eso la necesidad de idealizar como salida posible un lugar en el mundo donde las personas son felices, enamoradas de la vida, libres y con una mirada romántica que es vista por muchos siempre como una mirada amable ante la vida. En este sentido, Del no se decepciona porque no quería investir ilusiones donde huir.
Apocalipsis de la soledad
Entonces el apocalipsis no es sólo por los efectos de destrucción en el mundo, en los pueblos, por la banalidad de la cultura (la del mal y la del bien, también).
El apocalipsis es la soledad que se produjo cuando nos desconectamos del semejante, de los vecinos, de los pueblos aledáneos, de la tierra y de la naturaleza, produciendo una soledad que otros pueblos no conocen como tal, cuando el cielo, los ríos, el mar, y todos sus habitantes son entidades espirituales que hacen que nadie esté solo. Pero cuando todo es cosa de consumo, es la soledad más arrasadora.
Quizás hemos andado mucho tiempo sabiéndolo en nuestro cuerpo pero sin poder representar que esto que nos ha pasado es una muerte del alma. Un apocalipsis de la humanidad y el mundo, que no podemos más que intentar representarlo, simbolizarlo, poniéndolo compulsivamente a futuro.
Como en el cine postapocalíptico, tenemos que ver qué hacer con lo que de hecho nos queda: el lazo con el otro. Pero a diferencia de este cine, las causalidad del colapso es importante, porque es lo que nos permite entender, historizarnos, y buscar las soluciones posibles. Ignorar la historia es estar condenado a la repetición apocalíptica a futuro. Nadie deja de temer al derrumbe a menos que sepa que le sucedió y qué le sucedió.
Y a diferencia de este cine, es necesario recordarnos que buena parte del mundo que ha padecido las necropolíticas del país del norte, ha podido, sin embargo, ver la vida de otros modos.
Quizás por eso muchos se sienten en casa en Argentina, donde lo que importa es la calidad de los vínculos, la afectividad, más allá de idealizaciones parisinas o de catástrofes del lazo.
El mundo no se ha agotado, lo que se agotó es nuestra forma de estar en el mundo.
*Psicólogo (UNR), Profesor en Psicología (UNR), Magister en Salud Mental (UNR). Psicoanalista. Escritor. Investigador.