La última vez que la vieron fue a las seis y cuarto de la tarde. 

Tenía el pelo suelto, una remera rosa con un corazón bordado en el pecho y los auriculares puestos. 

Cruzó la calle como tantas veces. 

Saludó con la mano a una vecina. 

Una amiga dice que la vio subir al colectivo. 

Otra jura que la escuchó decir que iba a encontrarse con alguien, pero no supo con quién. 

No volvió más.

A veces la memoria es una trampa cruel. 

¿Fue esa sonrisa una despedida? 

¿Ese mensaje sin responder, una pista? 

¿Esa mochila que quedó en su cuarto, una señal?

Salí a buscarla con lo puesto. 

Ni siquiera sé si era de día o de noche. 

El miedo no tiene horario. 

Solo un temblor en la boca del estómago que no se va. 

Me puse un buzo grande, las zapatillas de siempre y salí a la calle con una foto poco nítida, una imagen que bajé de un portal de internet al celular y le mandé a una vecina que tiene una impresora de las viejas, decía “SE BUSCA”. 

La tinta corrida, su cara un poco borrosa.

El cartel también parecía tener miedo.

Caminé cuadras que no sabía que existían. 

Pegué su rostro en postes oxidados, en vidrieras rotas, frente a boliches cerrados con candado. 

Hablé con kiosqueros, con vecinas que bajaban la voz, con pibes que miraban al piso.

Cada cartel pegado era como gritar su nombre contra una pared muda.

Y mientras caminaba, venían las preguntas. Las que ya sabemos.

Las que se repiten como rezo perverso en los medios, en las comisarías, en las sobremesas del espanto:

¿Tenía novio? 

¿Era celoso? 

¿Se vestía provocativa? 

¿Había denunciado? 

¿Tenía problemas en la casa? 

¿Se metió con alguien que no debía? 

¿Era lesbiana y alguien quiso corregirle el gusto?

Y pienso:

¿y qué importa? 

Pero después entiendo. 

No es curiosidad. 

Es protocolo del espanto. 

Es que sabemos que muchas veces el monstruo no viene de afuera. Que muchas veces tiene su número guardado en el celular.

Nosotras entendemos lo que quieren decir. 

Están buscando culpabilizarla. 

Como si una pudiera merecer que la borren.

Como si el cuerpo de una mujer fuera un mapa donde cualquiera pudiera marcar su odio con fuego.

Yo no conocía a Abril. Pero sé que amaba la música.

Que odiaba los lunes.

Que se pintaba las uñas con marcador cuando no tenía esmalte.

Que se aprendia de memoria los diálogos de su serie favorita.

Que escribía letras tristes en un cuaderno de tapa violeta. 

Que quería irse a vivir sola. 

Que a veces lloraba bajito en el baño de la escuela. 

Que tenía miedo. 

Y que a veces se reía a los gritos.

Y eso basta para imaginarla. Y que me duela.

Pienso en su mamá. En cómo se busca a una hija sin dormir.

En cómo se repasan las fotos, los horarios, los mensajes. 

En cómo se abraza un buzo con olor a ella como si fuera piel.

Y mientras tanto, el Estado niega… 

Las partidas se recortan. 

Los refugios cierran. 

La ESI parece haberse convertido en mala palabra. 

La justicia no llega. 

Los violentos caminan sueltos con la complicidad activa de jueces, policías, fiscales, vecinos que callan, directivos que miran para otro lado.

Y nosotras hacemos redes. 

Nos organizamos como quien arma una barricada con hilos de amor y gritos.

La calle es peligrosa, sí. 

Pero también es nuestra. 

Las convertimos en altar, en sala de espera, en centro de operaciones. 

Las llenamos de flores marchitas, de fotos plastificadas, de nombres pintados en el asfalto con aerosol violeta.

Y preguntamos: 

¿Dónde está Abril? 

¿Dónde están las que faltan? 

¿Dónde está la Justicia? 

¿Dónde está el Estado?

No queremos más minutos de silencio. 

Queremos nombres. 

Queremos rostros. 

Queremos vivas. 

Queremos que nunca más una madre abrace un cartel en lugar de a su hija.

Queremos que la ternura deje de ser trinchera y vuelva a ser hogar. 

Queremos que la risa de Abril vuelva a escucharse bajando la escalera.

Y si no entienden por qué marchamos, por qué gritamos, por qué escribimos con fuego, por qué señalamos, escrachamos, quemamos: es porque nos siguen matando .

Y mientras no las encuentren, vamos a seguir buscándolas como se busca a una hermana, como se reza por una hija, como se ama a una desconocida que podría haber sido cualquiera de nosotras.

Y porque si a Abril la borraron, nosotras la escribimos de nuevo.


Para las que faltan y para nosotras, que no dejamos de buscarlas ni de escribirlas. Porque cada nombre gritado es una forma de abrazo. Y porque la ternura es también una forma de resistencia.