“Mi escritura está invadida por la imagen”, dice Julieta Cutta, escritora, fotógrafa, guionista y docente oriunda de Costa Azul, en el Partido de la Costa. Cutta deambula entre territorios como viaja entre disciplinas: La Plata, Mar del Plata, CABA y su ciudad natal, escenario de su primera novela, “La casa de las moscas” (Agua viva, publicada en 2024). En diálogo con Buenos Aires/12, reflexiona sobre la cualidad de ser “todoterreno” y moverse con soltura entre geografías, inquietudes, derivas, imágenes y deseos. Piensa el vínculo entre fotografía, imagen y palabra, y adelanta el tema que abordará en su próxima novela.

-Sos fotógrafa, guionista, docente de la materia Guión I en la UNLP y acabás de publicar tu primera novela. ¿En qué momento todas estas disciplinas empezaron a coexistir? ¿Siempre lo hicieron?

-En la primaria escribía poesía sin saber que era poesía. En el último año del colegio, una docente nos propuso participar en un concurso de la Asociación de Poetas Argentinos. Teníamos que enviar tres textos; uno de los míos fue seleccionado y viajé con mi familia al Salón Dorado de la Casa de la Cultura, en Buenos Aires, a recibir una mención. Tenía once años. Ese fue mi primer acercamiento a lo literario como experiencia pública. Después mis papás me anotaron en la Escuela Municipal de Bellas Artes, que quedaba a una hora de casa. Era un lugar muy vivo: había teatro, música, dibujo, pintura, escultura, grabado. Una formación muy rica y también exigente. Fue la primera vez que sentí que se evaluaba mi vínculo con el arte, que había parámetros externos para decir si algo estaba bien o mal. Yo venía de una relación más libre, más intuitiva, pero ese mundo estaba presente y me sostuvo. A los dieciocho empecé a hacer autorretratos con una cámara pocket que teníamos en casa. Pensé en estudiar fotografía, pero no encontré en ese momento una formación específica, así que me anoté en la carrera de Artes Audiovisuales en la Universidad de La Plata, en la orientación de Dirección de Fotografía. Ahí me encontré con el guión. Me fascinó el detalle al pensar la imagen, el lenguaje, la escritura. Si bien la cámara y el trabajo con el punto de vista siempre siguieron presentes, el guión me sedujo por completo. Desde ese momento volví a escribir con más constancia, con una relación más activa entre imagen, palabra y sonoridad. Terminé la licenciatura y también hice el profesorado, algo que no tenía tan previsto, pero que hoy forma parte esencial de lo que hago: acompañar procesos, compartir herramientas.

-¿Cómo fue el proceso de escritura de “La casa de las moscas”?

-Fue largo, porque siento que vengo escribiendo esa novela desde la infancia. Como si todos los textos anteriores hubieran sido versiones parciales, rodeos, ensayos de esta historia. Durante la pandemia me armé un cuaderno sin saber bien qué iba a pasar, pensé que iba a explorar poesía visual. Pero lo primero que surgió fue una escena. Una escena que yo había narrado muchas veces oralmente, pero que nunca había escrito así, de ese modo. Esa escritura marcó un tono, una atmósfera, una cadencia. Y a partir de ahí, el texto no se detuvo más. Durante un año escribí todos los días. Necesité compartir lo que estaba pasando, así que empecé a asistir al taller de Luz Pearson, donde todavía sigo. El taller fue un espacio de escucha muy valioso, no tanto para corregir sino para poner en palabras lo que se estaba desplegando. Cuando escribo, me leo en voz alta: lo sonoro me da pistas. En el taller pasaba algo parecido: lo que decía generaba ecos. Me interesa pensar la escritura como una forma de relación con las propias imágenes, pero también con las de los otros. Cuando terminé el texto, empecé a buscar fotografías que pudieran acompañarlo. Hice muchas pruebas con foto analógica, probé rollos, cámaras, texturas. Pero no aparecían las imágenes del libro. Fue después que entendí que necesitaba niebla. Me fui a la costa, el mismo espacio donde transcurre la novela, y en un atardecer invernal encontré lo que buscaba. Hice retratos en blanco y negro. Después trabajé con una amiga, Irina, en la selección de cinco imágenes. Eran bellas, pero muy oscuras, algo no terminaba de dialogar con el tono del texto. En ese proceso encontré un rosado específico, muy preciso, que aparece ahora como intervención sobre las fotos. Estuve meses buscando ese color con pruebas caseras, imprimiendo en distintos papeles. Finalmente, esas cinco imágenes intervenidas son las que acompañan hoy a “La casa de las moscas”.

“La casa de las moscas" lo publicó la editorial Agua viva.

-¿Cómo interviniste las imágenes?

-Son fotografías analógicas, tomadas con un rollo blanco y negro. Las imprimí en un papel rosado, y eso hizo que el fondo, que normalmente sería blanco, se tiñera de rosa, y que los negros se volvieran más grisáceos. Ese cambio de base modificaba toda la paleta y le daba otra temperatura a la imagen. Empecé a hacer pruebas. Me compré distintas puntas de colores, con brillos, porque intuía que había algo del brillo que necesitaba aparecer, aunque en ese momento no sabía bien qué color. Fui probando hasta que encontré una lapicera dorada. Y ahí empecé a jugar, a intervenir las imágenes desde un lugar intuitivo: ¿Qué pasaba si tocaba ciertos puntos? ¿Qué zonas pedían ese gesto? Hice muchas pruebas hasta que aparecieron las imágenes finales. Hay algo en ese proceso que para mí tiene que ver con el tacto: intervenir es tocar, señalar, resaltar o solapar. Empecé a notar que en esas intervenciones doradas, sobre ese fondo rosado y esos grises suaves, se generaba una nueva capa de sentido. Como si algo se iluminara o quedara vibrando ahí. Una vez intervenidas, escaneé esas imágenes. Fue un proceso de prueba y error, muy físico, muy artesanal.

-Leí que para el armado del texto trabajaste con la escaleta, ¿cómo fue eso?

-Sí, trabajo con una herramienta que conocí en la facultad y que sigo utilizando y compartiendo en mis talleres. Tiene que ver con pensar cada escena del guión o del texto como una unidad que puede ser reducida a lo esencial y escrita en tarjetas. Después, esas tarjetas las despliego en el espacio: en la pared, en el piso. Me interesa devolverles el cuerpo. Cuando trabajamos directamente en un documento digital, hay una verticalidad que achata. En cambio, cuando trabajamos físicamente, lo que aparece es otra cosa: las escenas ocupan espacio, toman volumen. Puedo moverlas, agruparlas por colores, ver qué personaje aparece dónde, qué conflicto se activa, qué espacios se habitan. Eso me permite leer el texto desde otro lugar. Para este proyecto en particular, imprimí todo y fui haciendo pruebas. Algunas veces trabajé en pared, pero hubo un momento clave en el que decidí hacerlo en el piso. Esa disposición me permitió ver conexiones que antes no estaban. El texto empezó a vincularse solo, y a partir de ahí pude estructurarlo: entender qué se pedía, dónde iban las imágenes, cómo se relacionaban con los personajes. Por ejemplo, son cinco personajes los que componen la familia, entonces aparecieron cinco imágenes. Fue una manera de escuchar lo que el propio texto pedía: a veces una imagen, a veces un corte, a veces una transición. Esa lógica orgánica apareció recién cuando las escenas se desplegaron en el espacio. También uso otra herramienta que llamamos ‘libreta de guionista’. Es algo que propongo desde el inicio en las clases porque para mí es muy importante. La uso como diario de proceso, y no solo para anotar ideas sino para observar cómo escribo, qué marco, qué subrayo, dónde aprieto más la birome. El cuerpo escribe con una memoria propia, y eso también me orienta. Por eso me gusta salirme de la pantalla, me interesa el cuerpo físico de la escritura. Después, claro, todo pasa al Word o se organiza de otra forma, pero hay algo del pulso que se capta sólo en lo manual.

-¿Qué temas o procedimientos te interesa explorar en tu práctica artística?

No sé si pienso desde el procedimiento como algo previo, más bien diría que aparece con la imagen. Es la imagen la que me toma, la que me abarca. Y cuando algo me abarca, no puedo no prestarle atención. Me pasó, por ejemplo, con las escenas de “La casa de las moscas": me tomaron entera hasta que pude observarlas, y entonces se desplegaron. Trabajo así, desde lo que me toma. Hay temas que aparecen y se reiteran. Creo que eso que dicen de que una siempre escribe sobre lo mismo es cierto. En mi caso, lo que ronda son los vínculos, especialmente los vínculos familiares, las violencias que atraviesan esos lazos, y muy particularmente, las violencias ejercidas sobre los cuerpos en la infancia. La infancia es un tiempo propicio para la violencia porque no hay defensa posible si no hay un cuerpo adulto que respalde y cuide. Es como el primer núcleo que estructura todo lo que viene después. No puedo dejar de volver ahí.

-Estás haciendo una diplomatura en procesos editoriales. ¿Cómo se despertó tu interés por ese universo? ¿Te gustaría eventualmente dirigir tu propio proyecto editorial?

-Mi interés surgió hace años, cuando hice mi tesis de la universidad: armé un guión poético y me auto publiqué, vinculando palabra e imagen. Ahí apareció por primera vez esta idea de pensar la escritura como cuerpo, y empecé a imaginar cruces posibles entre disciplinas. Más tarde, me acerqué a la diplomatura de la UNSAM con ese impulso: la pregunta por los cruces con lo plástico, con la materia, con la escritura expandida. ¿Cómo pienso el libro como cuerpo? ¿Qué es un gesto editorial? ¿Por qué elijo esa forma y no otra para mostrar mi trabajo al mundo? Todas esas preguntas estaban latentes en mi práctica de escritura, y encontré un espacio donde ponerlas a prueba, estirarlas, forzarlas. La diplomatura me trajo nuevas preguntas, pero también empezó a ordenar el deseo. La pregunta por un proyecto editorial propio empezó a volverse más concreta. Siento que hay una posibilidad real.

-¿Estás trabajando en algo nuevo actualmente?

-Sí. Después de publicar “La casa de las moscas”, hubo un tiempo en el que me costó mucho despegarme de ese tono, de esa voz. Fue un proceso largo, porque las escrituras que venían estaban todavía muy ligadas a ese mundo. Pero en un momento apareció otra cosa, otro tono, otra inquietud que me avasalló, y empecé a escribir desde ahí. Lo que estoy escribiendo ahora tiene que ver con el vínculo entre casa, cuerpo y espacio. Me interesa pensar cómo habitamos, cómo un espacio puede ser contenedor, sostén, pero también encierro o reflejo. En este caso, la protagonista es una mujer adulta que convive con un ‘él’ que es marinero, se embarca, está y no está. Al principio, ella lo nombra desde el deseo, desde el anhelo, como si él no existiera del todo y su presencia fuera más bien fantasmal. Pero a medida que avanza el texto, ese ‘él’ empieza a volverse más concreto y trae con él otras cosas: la violencia, el olor a máquina, a grasa, a pescado, las manos cortadas por el frío, una infancia quebrada. Y eso se vuelve un lidiar constante dentro de ese espacio que es la casa. La novela nueva tiene hoy una extensión de unas setenta páginas. Y hay otra parte del proceso que está vinculada a lo material: estoy recolectando basura, cosas que encuentro tiradas en la playa, y escaneándola. Me interesa mucho ese gesto, el de rescatar lo que fue descartado, lo que deja la corriente, lo que nadie observa. Darle vida a eso que parece muerto, fuera de contexto. Hay algo de lo fantasmal ahí también, de ese residuo al que se le puede otorgar otra mirada. Y siento que eso dialoga profundamente con lo que estoy escribiendo.