Hubo un tiempo donde ser el pecado, lo indeseable o lo irrecuperable era nuestro lugar en el mundo. Sabíamos desde niñes que nuestro deseo era la cloaca, y desde ahí aprendimos a sobrevivir. Ese lugar de la vergüenza, lo nefando y el riesgo nos daba una razón para existir. Siempre sentí que quienes nunca tuvieron problemas para ser aceptados por la sociedad, eran personas sin chispa, sin hambre de libertad. En cambio, quienes tuvimos que hacernos a los empujones con el andar vigilado, fuimos -y seguimos siendo- invencibles.

Cada mes de junio en el mundo, cuando conmemoramos y festejamos la revuelta en Stonewall Inn, algo de ese sentimiento nos vuelve a poner en eje. No somos todes iguales mientras exista un sistema que divide a las personas en enfermas o ilegales. No somos todes iguales, por suerte. Imaginen un mundo sin locas: sin colores, sin aromas, sin condimentos. Un mundo de zombis haciendo lo mismo todos los días. No se lo deseo a nadie.

El orgullo ha sido una construcción colectiva, y lo menciono ahora que todo el mundo no se cansa de repetir lo del héroe colectivo. Hubo un tiempo donde no había consenso en que las personas cuir debíamos existir, vivir como quisiéramos y encima sentirnos orgullosas. La nieve que mata en El Eternauta, en nuestras vidas fue permanente. Debíamos resguardarnos del afuera siempre, actuando vidas que no teníamos: impostando la voz, la manera de caminar, las ropas que vestíamos y todo lo que nos ubicara en el lugar indeseable. Por eso sobrevivir era sinónimo de vivir. Claro que no le deseo a nadie esa manera de haber transitado la mariconería. Claro que celebro el orgullo y esas nalgas meneando en las carrozas de todas las marchas del mundo. Pero hay algo del capitalismo rosa y de pulso gay friendly que no me identifican y menos hoy: ante un enemigo poderoso, que ya no nos invisibiliza, sino que nos expone y le da armas para gatillar al mejor postor.

Hace poco, un investigador me entrevistó para saber mi relación con los archivos. Yo le mencioné el archivo del informe de las psicopedagogas de mi jardín de infantes del año 1984, que le proponía a mis padres a que me enviaran a hacer actividades donde pudiera asumir mi masculinidad. Pero también recuerdo la contraparte: mis viejos me llevaron por todos los clubes que se imaginen para hacer deportes en grupo. Pero yo elegí la pileta de natación de un club bahiense. Y es hasta el día de hoy que puedo recordar al profesor que me enseñó a flotar por primera vez en el agua a mis seis años. Claro que recuerdo también su torso desnudo, su traje de baño color rojo y su pelo y barbas coloradas.

En nuestro presente la identidad nos precede. Primero debemos llenar el casillero y luego nos dirán si hay cupo. Pensarnos con todes, hoy parece más difícil. Y miren que yo también creí que, con formación, con capacitación y metodologías de la educación popular, se podía generar conciencia. He sido capacitador de la Ley Micaela en varias instituciones del Estado. También he dado talleres de sensibilización para varones integrantes de las fuerzas de seguridad. Yo estuve ahí pensando con prefectos y gendarmes el porqué de la masculinidad hegemónica y problematizando el uso de la fuerza. Algo que me sorprendió en esa experiencia, es que el homicidio de odio hacia Octavio Romero no fuera un tema del cual estuvieran al tanto como integrantes de la Prefectura Naval Argentina.

Pero el presente de derrota me hace pensar cuál debería ser hoy la estrategia para las viejas, para las no tan viejas y para las nuevas generaciones de mostris. El juego histórico de la invisibilización, nos daba una pantalla de no existencia, pero a la vez, un resguardo ante la arremetida de chongos violentos, que podían ser nuestros padres, hermanos o la policía. Hoy la hipervisibilización ¿para qué nos sirve? ¿Nos habilita un casillero más en la apps de citas para tener unos minutos de sexo? ¿Sólo se trataba de coger más?

En esa misma entrevista que comenté más arriba, le contaba al investigador, que mientras corría el año 2012 y me hallaba en pleno registro de los legajos policiales y la persecución a los amorales sexuales, creía que en algún momento ese trabajo iba a hacer muy importante para nuestra comunidad y para la historia. Pero ya han pasado más de diez años y realmente no ha importado de mucho. Había imaginado que esa investigación se convertiría en un precedente para futuras investigaciones y sobre todo daría el puntapié para que haya presupuestos económicos para realizar y profundizar esas líneas de investigación. Pero no ha habido nada de eso. El acervo documental ha sido visitado por muchos investigadores, pero ha quedado en papeles sin que eso se haya convertido directamente en un bien social para nuestra comunidad.

Un año antes de la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, en la ciudad de La Plata junto a unxs compañerxs, fundamos el Colectivo de Varones Antipatriarcales. Un colectivo que tuvo su correlato en varias ciudades y provincias de nuestro país. Que dio el puntapié a una nueva generación de “varones” que ponían en discusión su masculinidad. Varones de todos los palos: heteros, bi, gays, maricas y tímidamente varones trans. Lo comento porque esa experiencia fue llevada adelante -en principio- por maricas, quiénes no solo entendíamos que había que discutir sobre el eje de la orientación sexual, sino también del ser varón en medio de tanto machito.


Si algo relacionado al orgullo hemos perdido, es haber sucumbido a las leyes del mercado de la masculinidad. La loca, esa figura desobediente, escandalosa, punzante, es hoy la gran olvidada en nuestra mesa de la diversidad. Durante mucho tiempo fue nuestra redentora, la que existía sin permiso. Fue la guía en esta religión sin castigos que inventamos a fuerza de escarnio, plumas y política. Pero los varones gays, los varones homosexuales, hemos abandonado esa figura. Y eso sí ha sido una derrota de nuestra comunidad.

A principios de este año, en un taller de comunicación que dicto, se me pidió que no hablemos de homosexualidad, porque se podía entender que se estaba politizando la institución. Al principio me hice el desentendido, como queriendo quitarle el lado ideológico al contenido del programa, pero me dije: claro que es politizar hablar de todas las sexualidades. La censura previa que recibí -que por suerte no prosperó- era la imposibilidad de entrevistar para un streaming a una agrupación de adulteces LGBTIQ+. Imaginen lo político que es hablar hoy de vejeces maricas, tortonas o trans. Siempre pensamos en las nuevas generaciones y sus vidas posibles. Pero también tenemos que pensar en nosotres, las locas que fuimos y las locas que aún estamos vivas.

En un mundo cada vez más macho, me niego a pensar que el orgullo sea solo un acto performático dentro de un bar de la comunidad. Haber ganado las calles, haber cumplido más de 35 años de marchas del orgullo y que haya tantas marchas como ciudades y pueblos, son conquistas de nuestro tiempo. La pregunta sobre el orgullo es continua, es casi un mantra, es un estilo de vida.

¿Qué orgullo nos queda si olvidamos a las locas que nos salvaron? ¿Quién nos salvará ahora? La pregunta sobre la loca es una herida abierta. Las locas del Frente de Liberación Homosexual, las locas de todos los partidos políticos, las locas de todas las avenidas de levante. Una huella de la disidencia que sigue incomodando incluso dentro de los propios activismos: ¿Dónde están las locas en medio de tanto macho?