En los albores del siglo pasado Georg Simmel produjo una serie de ensayos inusuales para pensar las tensiones de la modernidad a los que recogió bajo el nombre de "Sociología". En su reflexión, los objetos del mundo son soportes alegóricos de la trama social. El rol de la pintura, por ejemplo, puede ser leído en las molduras del marco de las telas: su excesiva estetización, al igual que la del asa de una jofaina, indica refinados equilibrios sociales.

Aplicando ese estilo de razonamiento postula que las sociedades democráticas encuentran un signo distintivo en el adorno. Por lo que tiene de llamado a la mirada del otro, al que busca agradar, el adorno tiende a la construcción y consolidación del lazo social. Es, por ende, igualitario, en tanto que en el secreto, Simmel descubre a su contrario, el autoritarismo. El poder absoluto, propio de organismos regimentados, como el ejército, requiere del secreto; es lo opuesto al adorno en tanto rompe la idea de igualdad e instituye jerarquías. El detentador del secreto pertenece a un orden oculto del mundo, a una casta. Los demás, no. Por ende, le deben subordinación.

Las tradiciones mistéricas que forjaron infinitas variedades de autoritarismos habitan el suelo argentino desde mucho antes de su conformación como nación unificada. El médico francés Henri Girgois, que fuera cirujano del Ejército durante la campaña de Roca contra las naciones preexistentes, se encargó de historiarlas en su libro L’occulte chez les aborigènes d’Amérique du sud, de 1897. Pero les imprimió un signo inesperado: los saberes esotéricos de las naciones indígenas son para él el secreto liberador de los pueblos, fuente de la identidad nacional.

En los años de la última dictadura los libros de la editorial Kier, que había editado Astrología Esotérica de López Rega, atestaban las bateas de las librerías. Entremezclados con los best-seller manufacturados por los grandes grupos editoriales, la música disco y el cine catástrofe, conformaban la cultura oficial del momento. Los tomos de Madame Blavatsky compartían vidriera con los de Hermes Trismegisto, Krumm Heller y Eliphas Levi, entre tantos otros. Su venta sostenía la alicaída industria del libro; autores masivos como Cortázar, Soriano o Bayer, o los libros del Centro Editor de América Latina, los Cuadernos de Pasado y Presente y las ediciones de La Rosa Blindada, por caso, habían sido fondeados en los sótanos hasta la primavera democrática, que demoraba en llegar. En ese momento este cronista, siendo apenas adolescente, se agenció en la librería Cosmos de Rita Giner en Bahía Blanca, ubicada en la rotonda de la Galería Plaza, el Tratado Elemental de Ciencia Oculta de Papus y La Iglesia Gnóstica de “Huiracocha”, seudónimo de un tal Krumm Heller, junto con un pequeño folleto impreso en La Plata titulado El Indio. Empachado con tanta ensalada esotérica, apenas los hojeé y fueron a parar al Purgatorio de mi biblioteca hasta que hace poco, 45 años después, los volvió a convocar la lectura de En busca de la alteridad perdida, de Alejandra Mailhe, extraordinario trabajo sobre el indigenismo latinoamericano, y de los estudios de Mariano Villalba sobre el esoterismo local.

Papus era el seudónimo de un médico ocultista francés que acabó fundando su propia orden no sin antes participar de una serie de entidades como la Sociedad Teosófica de Blavatski, la Fraternidad Hermética de la Luz, la Orden Hermética del Alba Dorada, la Orden Cabalística de la Rosacruz y la Golden Dawn. Estudioso del Tarot y la Cábala, discípulo del manosanta Anthelme Nizier Philippe, manosante él mismo, antecedió a Rasputín como asesor ocultista del zar Nicolás. Se dice incluso que el panfleto Los protocolos de los Sabios de Sión que dio fundamento al antisemitismo del siglo XX es de su autoría. Hacia 1891 fundó la Orden Masónica de Martinistas denominada la Orden de los Superiores Desconocidos. Entre tanta proliferación de nombres, su único misterio era proclamarse misterioso. Sin embargo, albergaba alternativas interesantes en su deriva histórica.

Su principal discípulo en América fue Henri Girgois, que en 1889 había intentado fundar en Buenos Aires la primera Sociedad Teosófica latinoamericana. Nacido en 1833, había sido iniciado en la logia La rosa del perfecto silencio a la par que ejercía su oficio de médico del ejército galo. Pero su participación en las barricadas de la Comuna de París lo obligó a marchar al exilio. Ayudado por la masonería llegó a Buenos Aires y hacia el final de la década se lo encuentra participando como médico de la columna de Marcelino Freire que fundó Guaminí durante la Campaña del Desierto. Por esos años, según Villalba, creó la logia Luz del Desierto del Gran Oriente Argentino del Rito Azul.

Pero al parecer sus aficiones ocultistas no casaban del todo bien con el orden disciplinario del Ejército Argentino: fue dado de baja por padecer “trastorno mental”. Sus estudios de homeopatía -con los que emulaba a Papus- y el conocimiento de la farmacopea indígena lo llevaron a crear la primera farmacia de La Plata, la Botica y Droguería del Indio, de la cual aquel folleto de mi biblioteca era una publicidad. Mientras, dada su afición a la taxidermia, Girgois fue aceptado como colaborador ad honorem en el Museo de La Plata, donde afianzó su visión sobre la cuestión indígena que desplegará en su libro. Entretanto, en 1885 fundó la primera logia masónica de La Plata, “Luz y Verdad N° 79”, incorporada a la jurisdicción de la Gran Logia de Argentina, pero fue incendiada por grupos religiosos y por sus rivales de la logia “La Plata N° 80”. Al igual que en Francia, al igual que en el Ejército argentino, no encajaba ni siquiera en la masonería, que también lo expulsó. Era un raro.

Sin anclaje institucional, Girgois lanzó su periódico El Teósofo en el que difundía las claves ocultas argentinas con las que se oponía a sus nuevos rivales: las teorías espiritistas. En ese momento se une al martinismo de Papus, que había tomado distancia de las tradiciones teosóficas orientales, y, secundado por Krumm Heller, que lo acompaña al Cuzco en un viaje iniciático, comienza su prédica del esoterismo en clave americana. En 1901 editará la versión castellana de su libro, El oculto (sic) entre los aborígenes de América del Sud - Los quichuas raza ariana, ampliado con materiales sobre tradiciones mapuches y tehuelches.

En la introducción Girgois reclama “América para los americanos”, es decir, para los pueblos originarios y no para los norteamericanos, en clara oposición a la Doctrina Monroe que por entonces cobraba nuevos bríos. Todo el texto es un vasto repaso de la historia y sobre todo de la religión de los incas -a los que denomina quechuas-, los guaraníes y los mapuches, que considera las tres razas fundamentales de la Argentina. Retomando el libro de Vicente Fidel López, Las razas arias del Perú, Girgois argumenta que la lengua quechua es de origen indoeuropeo y proviene de razas sobrevivientes de la Atlántida.

Todo el movimiento del libro está dirigido a reivindicar a las naciones indígenas como portadoras de alta cultura, que en una sagaz operación equipara a los tópicos usuales del ocultismo francés. “Trataremos de demostrar que el mito solar, que por doquier se pueda encontrar, no es la base de la religión sino una representación esotérica de la creencia en un principio creador más elevado”-escribe. “La base de las religiones tanto antiguas como actuales de los pueblos de que tratamos es en realidad un dualismo espiritualista y metafísico: el Bien, el Mal; el Día, la Noche; el sol representando la Vida y la luna la Muerte”. Su exhaustiva recuperación de la historia indígena, en particular de los incas, a los que considera dominantes sobre las demás culturas americanas, lo lleva a legitimar su saber y sus prácticas, sobre todo de los chamanes. En particular en la medicina y la farmacopea, que, con su autoridad de médico y farmacéutico, valida por su eficacia.

Su relativismo lo conduce a sostener que “Las tres grandes razas indígenas tienen un lazo religioso común: son espiritualistas dualistas. Creen en un ser supremo que, por su propia voluntad, se dividió en una serie de seres espirituales buenos, casi tan potentes como él; sin embargo, estos seres pueden volverse malos”. En su teología esotérica, “según su grado de adelanto, los indígenas representan estas emanaciones de la Divinidad suprema por medio de imágenes más o menos perfectas como nosotros, los civilizados, lo hacemos empleando el talento de los artistas para representar nuestros santos y los símbolos de la religión que profesamos”.

Con osadía, Girgois pone en entredicho tanto el discurso religioso como el científico que campean en la época. “La Iglesia católica habría aprovechado la Conquista española para intentar erradicar la tradición oculta entre los quechuas, pero esta habría sobrevivido gracias a una casta de sacerdotes que habrían organizado las primeras escuelas espiritualistas y que habrían practicado la astrología, la mediumnidad e incluso una especie de tarot”. Los escritores católicos, “fanáticos exaltados”, dice, “han anatematizado con un lujo de piadosas injurias ese culto que no comprendían”. Por otra parte, sus contemporáneos, “cegados por las teorías científico-materialistas y siguiendo la costumbre de rebajar todo lo que no se pueda explicar por las reglas admitidas, no han visto más que una religión solar en los diferentes cultos religiosos profesados por los aborígenes”.

Contrariamente a lo que su época -y, podemos decir, también la nuestra- estipulaba, Girgois elude caer en la antinomia de Civilización y Barbarie e intenta demostrar que uno de los secretos de la Argentina soberana es la indianidad. Que, pese a todo, pervive en el pueblo debido a la religiosidad con que tramita sus modos de estar en el mundo. Él, que había participado en la campaña contra los indígenas, aduce que solo les trajo “esclavitud en nombre de la civilización”. Naturalmente, su libro pasó desapercibido.