Bryce Dallas Howard se pone de pie de un salto, riéndose a carcajadas. "Cada vez que estoy en un set, estoy obsesionada con el peligro", dice mientras mueve los brazos de un lado a otro. "¡Quiero peligro! ¡Quiero gente empalada! ¡Quiero un alto conteo de cadáveres!" Un coro de asistentes y colegas, sentados con nosotros en una suite de hotel en Londres, estallan en carcajadas de reconocimiento. "¡Quiero cuerpos en la pared!", exclama Howard. "¡Quiero desmembramientos!" Me pregunta si me acuerdo de la escena del sable oscuro en The Mandalorian. Yo no me acuerdo (ella no me escucha, de todos modos). "Era súper importante para mí que se viera cómo cortaba un cuerpo al medio. Sin cortes. Sin sombras. Había que verlo. Porque en el relato el peligro es poderoso". Se acomoda la campera y vuelve a su asiento, dejando claro su punto. "Ay Dios, ya veo el título", dice. "'Bryce Dallas Howard es una enferma de mierda'. ¡Jajajaja!"
Yo jamás me podría salir con la mía diciendo algo así. Pero sería bastante más directo que “Bryce Dallas Howard, musa de M. Night Shyamalan devenida científica de Jurassic World y ahora directora de varios programas de Star Wars, es en realidad mucho más excéntrica y encantadora de lo que uno podría imaginar”. Eso es un poco largo. Pero, después de pasar un rato con ella, resulta bastante cierto.
Un poco como su papá Ron, el director detrás de un catálogo gigante y variado de clásicos modernos como Splash, Apolo 13 y Frost/Nixon, Howard siempre fue vista como alguien confiable: siempre profesional, nunca fuera de lugar, una verdadera obrera de Hollywood. Pero esa reputación también le queda un poco chica y no refleja bien su faceta actoral. Si uno revisa sus 20 años de carrera, recuerda el terror etéreo que aportó en The Village de Shyamalan, su locura cómica en el episodio “Nosedive” de Black Mirror, o la decepción bien inglesa que encarnó en la biopic de Elton John, Rocketman. ¿Es sorprendente enterarse de que también es fanática de mostrar carnicería en pantalla y que a los 12 años escribió un trabajo escolar sobre la tendencia humana hacia la violencia? ¡Sí! Pero en realidad es culpa nuestra por no haberlo descubierto antes.
Después de un día entero de prensa por su nueva comedia Deep Cover en Prime Video, Howard sigue con la energía a full. Alterna entre una excitación súper expresiva - gestos, risas, imitaciones-, y un discurso más serio y profesional. Y aunque en algún lado leí que la gente pelirroja envejece mejor que el resto, me sorprende lo joven que se ve: parece de 25. En realidad tiene 44, y me quedo helado cuando menciona, como al pasar, que su hijo -tiene dos hijos, Theo y Beatrice, con el actor Seth Gabel- acaba de terminar la secundaria.
Estamos hablando de violencia porque Deep Cover está, inesperadamente, lleno de eso. La historia gira en torno a tres comediantes de improvisación de Londres (Howard, Nick Mohammed de Ted Lasso y un Orlando Bloom que sorprende) reclutados por un detective de la policía interpretado por Sean Bean para infiltrarse en operaciones criminales de bajo perfil -aparentemente los policías reales no son muy buenos improvisando en el momento-. El trío acepta de mala gana, pero los operativos se van poniendo cada vez más sangrientos y enredados, hasta cruzarse con capos mafiosos encarnados por Ian McShane y Paddy Considine. Es completamente ridículo, pero muy gracioso y muy británico, con un humor incómodo al estilo The Office, y escenas cómicas elaboradas con cadáveres y sesos desparramados. Por si no había quedado claro: a Howard le fascina lo morboso.
“Cuando era chica, tenía muchos problemas para aprender y comunicarme”, recuerda. “Siempre estaba feliz y sonriente, pero no hablaba mucho. No quedaba claro qué nivel de inteligencia tenía o cuánto procesaba realmente”. Sus padres la llevaron a un psicólogo, que después los citó para hablar de los resultados. “‘¿Podemos hablar de los bebés muertos?’, les preguntó el terapeuta. ‘Porque Bryce habla mucho de bebés muertos’.” Howard se muere de risa.
Insiste en que no era tan grave como sonaba. Simplemente le fascinaba la ficción distópica, El cuento de la criada, 1984, Shirley Jackson -cualquier cosa medio macabra la atrapaba-. “Era una nena bastante retorcida. Caminaba por los estudios de Disney leyendo sobre eutanasia. Pero tampoco era oscura. Simplemente tenía una intensidad en mis emociones y en las historias que me interesaban”.
Inevitablemente, tuvo una infancia muy distinta a la de cualquiera. Gracias a su padre, creció en sets de filmación. Le pedían que no molestara a los actores, así que se la pasaba con el equipo de cámaras, los asistentes de dirección y los de sonido, absorbiendo todos los aspectos del cine. Recién en la secundaria se planteó la posibilidad de actuar.
Uno de los ejes para Kat, su personaje en Deep Cover, es cómo le dicen una y otra vez que renuncie a sus sueños. Algunas de las escenas más graciosas son cuando Howard soporta con cara de circunstancia a un desfile de mamis insoportables estilo Motherland. Ella dice que nunca le pasó eso cuando arrancaba, pero que sus padres siempre le dejaron claro que tenía que formarse, aprender el oficio y mantenerse con su trabajo. “Tuve mucha suerte porque nunca pensé que si no vivía de la actuación entonces era un fracaso”, cuenta. Pero también siempre supo que su situación era excepcional. “Soy actriz de tercera generación (sus abuelos, Rance y Jean Speegle Howard, también fueron actores). Por el nivel de privilegio que tuve, hay muchas cosas que sé de la industria y muchas otras que jamás voy a poder entender”.
Tenía apenas 22 años cuando Shyamalan, solo por verla en una obra de Broadway haciendo Como gusten, le ofreció el protagónico en La aldea. Él decía que lo había impactado su inocencia, su “pureza americana”, seguramente sin saber lo de la eutanasia. Interpretaba a una adolescente ciega que vivía en una comunidad medio rara del siglo XIX acosada por criaturas en el bosque. La película, que llegó al final de la racha dorada de Shyamalan, la catapultó a la fama de golpe. Dice que fue un momento muy estresante y que durante la gira de prensa llegó a esconderse bajo las sábanas del hotel por la sobreestimulación. “Recuerdo que decía ‘¡No soporto la luz!’”. Se ríe con vergüenza. “Ridículo”.
Volvió a la realidad la semana del estreno, que coincidió con el primer gran trabajo de su marido: mientras ella protagonizaba La aldea, Gabel empezaba un rol recurrente como sociópata incestuoso en Nip/Tuck. Howard recuerda haberse arreglado toda para ir al supermercado con él. “Yo de tacos, súper producida, re consciente de cómo caminaba. Seth en pijama. Y se nos acerca un tipo, re emocionado. Yo lista para que me reconozca y el tipo le dice a Seth: ‘¡Dios mío, estuviste en Nip/Tuck esta semana, no?’”. Le pasó dos veces más ese mismo día en el mismo súper. Nadie le dijo nada a ella. Sacude la cabeza tapándose la cara. “Fue un momento absurdo, tipo, ¿qué estaba pensando?”.
Lo más loco, dice, es que nunca buscó la fama. Pero asumía que su vida iba a cambiar drásticamente y al final no cambió. “La realidad es que casi nunca me reconocen hasta el día de hoy”, cuenta. “Tengo una vida completamente normal, en parte porque soy media ermitaña y casi no salgo de casa, pero también porque tuve mucha suerte. Nunca me siguieron los fotógrafos, mis hijos nunca fueron perseguidos, nunca fui lo suficientemente interesante. No vendo revistas”.
En su filmografía hay un período después de The Village más oscuro y experimental que lo que terminó haciendo después: está fantástica en Manderlay de Lars von Trier, y deliciosamente vengativa en The Loss of a Teardrop Diamond. Pero después arrancaron las franquicias: fue Gwen Stacy en Spider-Man 3, participó en Terminator y en Twilight. Todo se volvió más PG. “Me encantan las historias para sentirse bien”, dice. “Pero ahora quiero hacer un poco de todo, cosas intensas pero que también levanten el ánimo. Me doy cuenta de que se puede hacer ambas cosas al mismo tiempo. No quiero hacer películas sobre gente miserable viviendo en Ciudad Miserable, USA. Puedo verlas, claro, pero no hacerlas”.
Dice que sus elecciones también reflejan su incomodidad con ser la protagonista central. “Al haber crecido como hija de alguien famoso, estoy acostumbrada a estar cerca del quilombo sin ser el centro. Como que todos se emocionan por alguien… y ese alguien es Ron Howard”, suelta una carcajada explosiva. “Ese alguien no es la colorada de Bryce, ¿entendés? Así que me siento cómoda dando un paso al costado y dejando que otros brillen”.
También le permite no tomarse tan personal los proyectos que fracasan. El año pasado protagonizó Argylle, un carísimo film de acción para Apple TV+ que fue un desastre de taquilla. Lo mismo pasó con La dama en el agua, la siguiente de Shyamalan después de La aldea. “Siempre te das cuenta mientras lo estás filmando”, dice. “Nunca me sorprendí cuando algo no funcionó. Pero yo soy actriz, estoy ahí para servir la visión del director. Si la película no sale como imaginabas, casi no podés decepcionarte porque no es tuya. Vos no la estás construyendo”. Su papá, agrega, siempre cargó emocionalmente los fracasos de sus películas. “Le cuesta entender cómo yo no hago lo mismo”.
Recuerda el dolor que sintió cuando Un horizonte muy lejano (1992), su drama con Tom Cruise y Nicole Kidman, fue un fracaso. Y cómo buscó consejo en Clint Eastwood, que tuvo altibajos fuertes en su carrera. “Le dijo: ‘Ronnie, una carrera es como una temporada de televisión. Tenés 24 episodios: algunos van a ser malos, otros aceptables y olvidables, y quizá cinco van a ser realmente buenos y van a perdurar’”.
Es una filosofía que Howard todavía mantiene, aunque admite que se va a complicar cuando dirija largometrajes. Ahí sí va a ser todo responsabilidad suya. En estos años actuó menos porque está más detrás de cámara: dirigió episodios de The Mandalorian, El libro de Boba Fett y el documental Dads para Apple TV+. Pero todavía se siente medio nueva.
“Cuando finalmente dirija un largo, voy a querer trabajar con un director de fotografía bien experimentado, porque yo no debería ser la más experimentada en el set”, dice. “No corresponde”. Por eso valora tanto su trabajo en Star Wars. “Me respetan un montón, me dan mucha libertad, pero también hay límites porque es una franquicia enorme. Y por ahora, todavía necesito esos límites”.
Y la sangre, claro. No nos olvidemos de la sangre.
De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.



