Es fama que Paul Verlaine llamó “malditos” a los poetas que, como él, obraron una transgresión no solo en relación a las normas convencionales de la literatura sino, y acaso sobre todo, a la moral de la época. Rimbaud y Baudelaire marcaban el tono de un concepto que rápidamente blindó con una pátina de prestigio a figuras como Poe o Lautréamont, que Rubén Darío extendió en una serie de artículos publicados en La Nación. Compilados en 1896 bajo el título Los Raros, el libro ofrecía semblanzas de autores considerados marginales a los que el nicaragüense no escatima el mote de genios. Habitantes de la bohemia parisina, aquellos raros malditos estaban marcados por el comercio de temas tabú como la homosexualidad, las drogas, el suicidio o la locura y cierto coqueteo con los esoterismos de la hora considerados más o menos diabólicos. La palabra de moda era spleen; no pocos de ellos, sumidos en la pobreza, padecieron una muerte joven, a menudo debida a la tuberculosis o el alcoholismo.
En el cementerio de La Recoleta hay un monumento conocido como el Cenotafio de los Tres Amigos que fue erigido en homenaje a Alberto Navarro Viola, secretario de Roca, Adolfito Mitre, hijo de don Bartolo, y Benigno Lugones, fallecidos entre 1857 y 1858, antes de los 30 años. El último fue un prolífico y hoy casi desconocido autor, parte de la primera generación de escritores profesionales que dieron forma a la crónica periodística. Su obra fue reunida en 2012 por Diego Galeano en la colección Los Raros de la Biblioteca Nacional creada por Horacio González.
Hijo de un coronel guerrero del Paraguay que murió loco y una sobrina de Manuel Dorrego, Benigno Lugones cursó unas materias de Medicina mientras trabajaba como oficial escribiente en la policía; rebelde e iconoclasta, acabó siendo echado de ambas instituciones. A los veinte años se presentó en la redacción de La Nación ofreciendo un artículo sobre Los beduinos urbanos. Quedó contratado. Estrenaba su pluma a la vez que inauguraba un género considerado tabú: el estudio del lenguaje -el lunfardo- y los métodos del delito ejercido por los sectores marginales que había aprendido en las dependencias policiales. El punga y el escruchante, que hacen trabajos michos o a la gurda, son descritos con minuciosidad en sus procedimientos con la intención de alertar al público. En el siguiente artículo, Los caballeros de la industria, ampliaba el tema detallando las trampas de los estafadores de toda laya. Su éxito fue inmediato. Martín García Merou, el historiador de la literatura argentina, que fue su amigo, dijo que Lugones “era la síntesis del periodista que gana su vida con la pluma en la mano, vendiendo ideas, párrafos e imágenes como se vende en el mercado zapallo, papas y cebolla”.
Sagaz, por momentos mordaz y hasta belicoso, esgrimía una prosa ágil con la que, bajo la forma del folletín y a menudo prodigándose en seudónimos, rápidamente conquistó un público propio. Dotado para los idiomas (según Èmile Daireaux hablaba el francés a la perfección y no le eran ajenos el inglés, el alemán y el italiano), se erigió en adalid de la defensa del naturalismo, fustigado por su “mal gusto, exhibicionismo de vicios, pornografía, etc”. En sus varias estadías en París había frecuentado a Zola, a Daudet y hasta fue recibido por Víctor Hugo en su casa.
El credo naturalista le ofrecía la posibilidad de observar las situaciones consideradas ajenas, por innobles, a todo tratamiento literario. Si la publicación de un cuento satírico sobre la policía le granjeó la expulsión de la fuerza, su texto Pródromos de una descripción de la pederastia pasiva, publicado en 1879 por el Círculo Médico Argentino, al igual que sus estudios lunfardos, lo postulaba para el escándalo y la prohibición, eludidos por el supuesto carácter científico del informe. Ese texto, en el que no ahorra detalles explícitos, lo ubica entre los primeros en abordar la temática del homoerotismo en el país. Aquella “práctica infame”, afirma, es protagonizada por “individuos en su mayor parte de cuna humilde, que hacen oficio de sirvientes en algunas casas; sacristanes extraordinarios en las grandes festividades eclesiásticas, legos o novicios de conventos, mandaderos, etc., recibiendo, como es natural, algún dinero por su trabajo y que se dedican por la noche a la pederastia, esperando a los clientes en casas especiales de ese negocio o saliendo a las plazas y calles a reclutar sus inmundos parroquianos”.
Lugones abunda en historias sobre seducción entre varones y travestismo mientras trata de argüir ciertas hipótesis sobre el carácter “innato” de las “maricas” y su posible origen “racial”. “Yo suponía que la pederastia era un patrimonio casi exclusivo de los hombres de color y me explicaba el hecho por el abultamiento de las regiones encefálicas posteriores”. “Hay un individuo mulato, reconocido como el más hábil pederasta, que ha recibido el título de condesa de Benaviles expedido por lo que podríamos llamar el Gran Oriente de los pederastas de Río de Janeiro”. Pero, se corrige, “hoy puedo asegurar que la raza blanca da más pederastas que los negros y mulatos y que la forma de la cabeza no da indicio etiológico de la pederastia”. Ese “inmundo vicio”, afirma, “no es un delito” pero sí un “síntoma de alienación mental, porque los pederastas reconocen el mal que cometen, se avergüenzan de él, pero siguen en la vía del vicio arrastrados por una fuerza irresistible”. Concluye su estudio, con no poco de inocultable testimonio personal, con una pregunta retórica disfrazada de indicación científica: “¿El pederasta goza en sus coitos?” Tras la descripción muy detallada del acto sexual en los que no excluye aspectos escatológicos, da una repuesta positiva que sugeriría “un programa de estudios histológicos y fisiológicos sobre los nervios de la región anal”.
En su labor periodística, que abarcó menos de una década, Lugones ejerció la crónica de la modernización vertiginosa que veía avanzar sobre el mundo. Su tema serán las ciudades vistas “a vuelo de pájaro”. Montevideo, Río de Janeiro, Londres, París, serán motivo de indagación en sus aspectos económicos, arquitectónicos, urbanísticos, y por supuesto no se privará de dar pinceladas de la vida cultural.
El verano de 1883 emprendió un viaje por el interior de la provincia de Buenos Aires siguiendo el trazado reciente del Ferrocarril del Sur. Contrariamente a los elogios usuales en la época su relato no resulta condescendiente. “He aquí un viaje sencillo y fácil, caro e incómodo, monótono y aburrido”. Así comienza sus crónicas que envía desde Azul, Olavarría y Bahía Blanca. “Martirio intolerable”, apunta, el hecho de haber mejorado el servicio ferroviario “no merece el menor elogio por la manera como se trata a los pasajeros”. Los pésimos asientos, las demoras y el polvo que invade los vagones, entre otras críticas razonables, los adjudica al monopolio inglés. De hecho, todo el viaje estará atravesado por la crítica mezclada con algo de admiración a la presencia británica en la provincia. Agente civilizador, se le antoja también un escollo. Y es que para el accionista londinense, razona, somos apenas “salvajes de países lejanos”. Ello acarrea la desidia propia del monopolio y el subsecuente abandono administrativo. Adelantándose a un debate que signará el siglo siguiente, Lugones apela al Estado para que le de asistencia y protección a la compañía británica en el mantenimiento de las vías y demás servicios, o, arriesga, deberá suceder “la adquisición del ferrocarril por los propios estancieros interesados en su explotación”. En un momento, al narrar los proyectos de construcción de la doble vía a San Vicente, usa una metáfora elocuente: los dos ramales deberán ser abiertos “en forma de tijera, como las dos grandes piernas de un colosal inglés”.
Azul -punta de riel- le resulta una ciudad encantadora; “podrá haber con los siglos una similitud de importancia, fastuosidades y elegancia entre París y Azul”, exagera. “Nocturnamente -y soy una autoridad en la materia en mi calidad de noctámbulo de todas latitudes, el Azul es un Buenos Aires en miniatura”. Ese “pueblo grande sin yuyos ni perros”, sin embargo, adolece de “un lujo inútil”: una casa municipal “con aspecto de palacio Luis XIV en medio de la pampa”.
A Olavarría marcha en carro ruso, deslizándose por las “faldas perezosamente oblicuas” de Sierras Bayas hasta Sierra Chica, donde describe la cárcel en construcción. “Se ha elegido con preferencia a todo otro sistema de trabajos forzados el de picar piedra, por efecto moral que esta pena puede y debe producir necesariamente en los criminales”. En el relato va ponderando la explotación del granito y el mármol, pero lamenta la “escasa belleza” del paisaje: “si estas sierras han tenido un creador, ha sido un creador de pobrísima paleta”. La narración del sitio de Olavarría por Catriel en 1875, apenas 8 años antes, dice, “dejó una impresión tan fuerte y duradera que los vecinos hablan de indios en modo indicativo y en tiempo presente”.
Finalmente llega a Bahía Blanca. “Las casas del pueblo, que es pequeño, son bajas, feas y sin revoque”, apenas 3000 almas le dan el aspecto de una “aldea pobre”. Sin embargo, la considera una potencial California, y por su puerto, la Liverpool argentina, mientras le augura un destino en parte desmentido por la historia. “Este puerto es el más grande del mundo y va a ser el mercado de media provincia”. Aún no inaugurado el muelle ni producida la llegada del ferrocarril, su viñeta se erige sobre la idea de la ciudad imaginaria; Bahía Blanca es pura posibilidad. Hasta el momento la ciudad ha vivido “bebiendo su chacolí y mirando sus cangrejales con indolencia tropical”; “es un pueblo que ha dormido una siesta de medio siglo hasta que los ingleses han venido bruscamente a despertarlo”: está en marcha “la segunda fundación”. No estaba muy errado. Dos años más tarde, Benigno Lugones fallecía, tísico, en Francia. Tenía 27 años.