"Miro la ruta con sus colores nauseosos, miro el cielo blanco de tan uniforme, cabeceo, babeo, tengo ganas de orinar pero el baño dominuto del colectivo está inmundo. Intento leer un libro pero está al revés, como si las letras después de girar sobre algún eje invisible quedaran de cabeza, y es extraño, porque ahí, en ese no poder leer, me pregunto qué me hace pensar que las letras tienen cabeza, que saben hacer la vertical", piensa la protagonista de Los Dingos, y en ese pensar hace y deshace el lenguaje, y sueña, y acciona en un lugar inhóspito, aquel a donde nadie quiere ir, ni mirar, ni desplegarse. 

Ella se mueve desde el principio desde Córdoba Capital a ese páramo, cuenta en primera persona que va a esa pequeña ciudad del sudeste de la provincia con más de treinta y cuatro mil habitantes con el objetivo de escribir las historias que suceden en el hospital José Antonio Ceballos, un hospital general que desde hace más de cuatro décadas tiene un área de salud mental. Mientras tanto un grillo se mete en su oído interfiriendo esas voces que escuchará durante todo el libro: las de las mujeres que allí residen olvidadas durante años y la de una galaxia de personajes que merodea en los alrededores de la institución, más sus trabajadores, con los fantasmas de los sucidios de Bell Ville y los dingos del título, que a veces tienen forma de perros vagabundos y en un pasaje concreto son aquellos animales que se pueden comer personas de un mordisco, tal como los engranajes burocráticos hacen con las personas pobres, discapacitadas, marginales. Todo en Los dingos es lateralidad y linterna, paisaje exterior y rumiación genuina. 

Este hospital es real. La autora lo visitó incontables veces para narrarlo, para entrar en su secreto con el artificio del lenguaje. Luego las historias se trenzan con una ficción, sí, la de esta narradora que tiene que bucear en un caldo complicado para ver las historias clínicas, enterarse que todas esas mujeres menstruaban al mismo tiempo, que a esa visita mensual de la sangre le llaman "pepa" y que los vínculos entre ellas se tornan más reales cuanto más fantasmática se vuelve ella misma y sus observaciones. Los cambios en los tratamientos también llegan la época de la dictadura, atravesando no solo las trayectorias de vida de ellas sino del país y sus gobiernos. 

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Los Dingos es un ¿quién soy? pero también tiene un filamento político demasiado poderoso. Monasterolo narra sin piedad, en los pliegues de todo, se acerca y se aleja del nudo problemático citando a esa madre, Lindy Chamberlain, cuando su hija Azaria desapareció de la carpa en la que dormía durante un fin de semana en un campamento en Australia. Ella y el padre de la niña fueron condenados y encarcelados, como esos cuerpos que transitan en la Colonia La Alborada (otro de los nombres que recibe el lugar) y a los que nadie parece ni quiere ver, excepto la narradora. Como las letras que en la camisa de un hombre arman un mantra que no se puede sacar de la cabeza.  

Lo político es personal acá, a la suma de historias clínicas sin ninguna sistematización, se suma la medicalización, el abandono, las relaciones sexuales consentidas y llenas de placer no culposo, sangre, sangre, sangre que no sale ni con el jabón más blanco del mundo. Historias que se cuentan desde los años 70 y que tienen hoy, casi ciencuenta años después, sus pasos tan contados.  

La autora, nacida en Río Tercero en 1978, es abogada, Doctora en Derecho y Ciencias Socielaes y magíster en Bioética. Ya había explorado en el tema menstrual en su segunda novela La fórmula de la mariposa (Borde perdido, 2023) pero su literatura devela también su interés en los recovecos de la mente, el pensamiento multiplicado y aquello que llamamos "normal" o "enfermo". En esta opotunidad, el cruce de su texto con el trabajo artesanal de Vaca Muerta Ediciones (llevada adelante de manera totalmente artesanal por Manuela Orosz y Demian Orosz) da un resultado por todos lados inquietante, desde la tapa al papel y esa foto final que da cuenta de un edificio sumergido en las ramas. 

"Así que escribís ficción, mirá, yo escribo poesía. Escribí unos poemas para el aniversario del hospital y los publicaron en el diario. Ahora estoy tratando de escribir algunos sobre la ciudad, para el día del pueblo. Sí, como te dijo la Mariela, yo hace mucho que trabajo en el hospital, debe hacer como treinta años, o más, pero antes trabajó mi vieja, me sé todo de este lugar. Siempre estuve en salud mental. Bueno, ahora le dicen así pero en mi época le decíamos hogar. Para mí es mejor. Yo no tengo nada en contra de todas esas leyes de salud mental pero la verdad es que para los chicos de acá esto es un hogar. ¿Adónde van a ir sino? Todo el mundo sabe que acá están mejor que en cualquier otra parte. ¿Bebés? Sí, bebés hubo varios y chiquitos también. En una época vino toda una partida de la Casa Cuna, no había adónde tenerlos, la mayoría con retraso pero no de tan mal nivel, lo que pasa es que acá empeoraron. Los bebés casi todos eran de las chicas del servicio de mujeres. En la época de los militares no dejaban usar anticonceptivos y se embarazaban a mansalva. A la mayoría después de un tiempo los daban en adopción, pero los más oscuritos y con caritas raras se quedaron". Esto lo dice en un momento Nito, un enfermero antiguo. Condensa la electricidad que va encadenando los textos, esa mezcla de desidia y certeza, de que nada hay que hacer con esas almas, más que atraparlas y esperar su muerte. Ese tiempo es el que explora Monasterolo, sin perder de vista que el tiempo de los otros es también el tiempo propio y que ninguna sociedad puede ser feliz con tanta población sufriente.