Gran parte del oficio de reportero gráfico se aprende en la calle, y el resto se transmite con generosidad de experimentados a bisoños. Una de las máximas que se transmiten podría decir: “Cuando la policía sabe que actúa mal, golpea al testigo”. No quiere fotos del error, y maltrata a quien la pretende.

Del oficio de policía se puede decir algo parecido, pero diferente: gran parte del oficio se aprende en la calle, y el resto se transmite en voz baja. Una de esos saberes murmurados dice que el hilo de la impunidad se corta por lo más delgado, y que el personal de calle siempre es la parte delgada. Por lo tanto, cuando recibe órdenes que sospecha desproporcionadas o ilegítimas, es probable que se sienta obligado a cumplirlas, pero las obedecerá en tanto no deje testigos. Y los fotógrafos son una clase de testigos particularmente peligrosa.

Todos sabemos el valor de una imagen. En nuestra historia social reciente, las fotos del alzamiento popular del 2001 y de los asesinatos de Kosteki y Santillán resultan ilustrativas. Las imágenes del 19 y 20 de diciembre permitieron conocer con una inmediatez inédita la ferocidad de la represión, al punto que muchas de ellas devinieron icónicas y aún son requeridas por tribunales que cansinamente juzgan los hechos. Las del puente Avellaneda desbarataron la versión oficial, fueron pruebas documentales en el juicio de los responsables, y forzaron la huída de un gobierno. Esto en los buenos tiempos en que un gobierno se creía en la obligación de rendir cuentas por la muerte de dos ciudadanos a manos de sus fuerzas de seguridad.

La condición de testigos molestos le costó a los reporteros gráficos asociados a ARGRA más de sesenta heridos y contusos en esas jornadas de diciembre de 2001. En esos días y con el auxilio del CELS, la entidad interpuso un recurso de amparo ante el juzgado federal n° 1 para que sus asociados pudieran cubrir los sucesos sin ser víctimas de las fuerzas policiales. Fue un punto de inflexión, ya que se abrió un razonable canal de diálogo y a partir de allí no hubo registros de mayores agresiones o conflictos.

Hasta septiembre de 2017, cuando la marcha por la aparición con vida de Santiago Maldonado devino en una cacería de manifestantes y transeúntes. Allí hizo eclosión una inusitada ola de violencia hacia la prensa. Golpes, malos tratos, violencia verbal a las colegas y hasta detenciones de fotógrafos profesionales que cubrían los incidentes.

La descontrolada represión a la protesta social, que fue creciendo en violencia este último año y medio, tuvo su correlato en la violencia hacia la prensa, en particular fotógrafos y camarógrafos. Y no solo contra la prensa formal, sino y en mayor medida con todo aquel que tomara fotografías o filmara los procedimientos policiales. Una característica de las nuevas tecnologías es la omnipresencia de artefactos capaces de registrar los sucesos y subirlos de inmediato a las redes sociales, donde se reproducen y viralizan. Entendimos que bastaba esta potencialidad de visibilización de los hechos para explicar el encono policial, pero no es explicación suficiente.

El jueves 14 de diciembre ARGRA contabilizó media docena de heridos entre sus asociados, uno de ellos fusilado con doce perdigones de goma en el tórax. El lunes 18, ya sumaron una docena los heridos, nueve de ellos con balas de goma y el resto con objetos cortantes de dudosa o controvertida procedencia. Sin embargo, han sido decenas los ciudadanos que sufrieron heridas, golpes, detenciones o malos tratos por el solo hecho de registrar la represión. La repetición de agresiones deliberadas a quienes registran la violencia estatal no se explica por la fórmula del agente que intenta ocultar sus excesos.

Es que a los fotógrafos, espontáneos o profesionales, ya no se los considera testigos del problema, sino parte del mismo. Porque el problema no es la desbocada represión estatal, o la impunidad de sus agentes, sino cómo hacer que ésta quede invisible para la población. No importa que se ataque injustificadamente manifestaciones pacíficas, lo relevante es ganar el sentido de esa represión. Y esto se consigue si el grueso de la población accede solo a la versión oficial de los hechos, donde la responsabilidad siempre será de los que a la postre resultan apaleados.

Y esta versión de los hechos, esta inversión del sentido, solo se logra si no hay imágenes o registros que prueben lo contrario. Acá es cuando los fotógrafos se transforman en parte del problema y foco privilegiado de la represión. Esto, y no la violencia eventual, explican la saña desatada contra ellos.

Todos sabemos que Dorian Gray debía su éxito y aprobación a que mostraba en público una imagen hermosa, mientras su verdadero rostro permanecía desconocido, en un retrato que reflejaba sus pecados. Su imagen falsa era todo para él, y su perdición vino cuando sus admiradores accedieron al fin a su repugnante y verdadero ser, reflejado en esa imagen oculta. Es probable que los fotógrafos sean, al fin de cuentas, los que muestran un rostro verdadero que debe permanecer oculto. 

 Miguel Gaya: Abogado de Argra. Escritor.