Billy Budd. 8 puntos
Ópera de Benjamin Britten
Dirección musical: Erik Nielsen
Dirección de escena: Marcelo Lombardero
Reparto: Toby Spence (Capitán Vere); Sean Michael Plumb (Billy Budd), Hernán Iturralde (John Claggart), Felipe Carelli (Red Burn), Fernando Radó (Flint), Francisco Salgado Bustamante (Teniente Ratcliffe), Pablo Urban (Red Whiskers), Sebastián Angulegui (Donald), Leonardo Estévez (Dansker). Orquesta y Coro Estable, Coro de Niños del Teatro Colón.
Escenografía: Diego Siliano
Vestuario: Luciana Gutman
En el Teatro Colón. Funciones restantes: 5, 6 8, 10 y 12 de julio.
Con una puesta espléndidamente lograda en lo escénico y bien resuelta en lo musical –desde los cantantes hasta el coro y la orquesta– finalmente Billy Budd, la ópera de Benjamin Britten, se estrenó en el Teatro Colón. El martes pasado comenzó la serie de ocho funciones que con dos elencos de cantantes se prolongará hasta el sábado 12 de julio.
Esta crónica se refiere a la función del miércoles, con el segundo cast, en la que Stephen Costello, el tenor anunciado en el rol del capitán Vere, no pudo debutar por un problema de catarro. En su lugar volvió a actuar el sólido Toby Spence, que lo había hecho en el primer elenco el día anterior. Análoga situación se dio con David Leigh, que no estuvo en condiciones físicas para abordar el rol de John Claggart; en su lugar se mantuvo un muy bien plantado Hernán Iturralde. Se espera que tanto Costello como Leigh sean parte de la función del sábado 5. Sí debutó, como estaba anunciado, el barítono Sean Michael Plumb, que descolló en el rol de Billy Budd.
Tanto para Melville –de cuya novela póstuma Edward Morgan Forster y Eric Crozier extrajeron el libreto para esta ópera– cuanto para Britten, el mar es un género en sí. En esa metáfora de lo infinito, forma de la naturaleza inabarcable en la que una nave puede ser la nimia presencia de la ingeniería humana y sus circunstancias, transcurre también la historia de Billy Budd, joven, bello, optimista y tartamudo. Todo sucede en el verano de 1797 sobre El Indomable, un barco británico que en época de guerras napoleónicas y temor por los ecos de la Revolución Francesa es la representación del mundo en pugna.
El conflicto central de Billy Budd tiene que ver en su superficie con el peso de la ley y la razón de la justicia, aunque en ese mundo de hombres solos las implicancias homosexuales son inevitables y el tradicional triángulo amoroso de la ópera decimonónica, con intrigas y tensiones, se expresa más o menos veladamente. Después de todo, en su modernidad Britten es un compositor estrechamente ligado a la tradición del melodrama.
Impotente venéreo e incapaz afectivo, Claggart, maestro de armas de El Indomable – es decir, responsable de la disciplina a bordo–, odia por naturaleza. El odio es su forma de ser, de uniformar. De poseer. “Mi destino es aniquilarte... Mi odio y envidia son más fuertes que el amor… Oh belleza del alma, del cuerpo... bondad! ¡Cómo desearía no haberlos visto nunca!”, canta temeroso en su largo monólogo, pensando en Billy Budd. La belleza del protagonista desciende de una forma de virginidad. Billy Budd representa lo nuevo en un mundo agobiado y decadente. Es la candidez lo que lo hace distinto y por eso fatalmente deseado. Su luminosidad, acaso el sol del provenir, atrapa. Por eso es peligrosa.
Vere, el capitán, hombre leído y curtido, sería el fiel de la balanza en el conflicto. Sabe que “motín” es la palabra prohibida y en su elipsis hormonal aprecia la belleza de Billy Budd, a quien, acaso por eso, cree incapaz de conspirar. Sin embargo, en el punto álgido del conflicto, asume ser el soberano de esa “monarquía flotante”. Él también desea, pero como el reverso de Claggart. En nombre de la ley controla ese peligro. La trama es, al final, lo que el torrencial libreto tarda en decir pero desde el principio se sabe: Billy Budd está destinado a sucumbir y su talón de Aquiles es el tartamudeo. No hay ni bien ni mal. Sobre la amenaza de lo distinto triunfa el orden, representado por el finado Claggart y el refinado Vere. Lo que no pudo el odio, lo hizo la ley.
La puesta de Marcelo Lombardero mantiene el tiempo histórico y con claridad refleja el barco como cuerpo político, el mundo en el que el viejo orden está amenazado. En la inmensidad del escenario convertido en la cubierta, la mirada del director de escena articula con plasticidad los espacios y ubica con precisión los numerosos personajes. Potencia la capacidad de Britten para pasar de una escena a otra con fluidez cinematográfica. También con el uso mesurado y efectivo de la iluminación y las proyecciones, que dan a la escenografía una continua sensación de movimiento, que es la del barco y también la de ese mundo. Con agudeza teatral hace de las escenas masivas con el coro momentos plástica y sonoramente imponentes, en un fino contraste con la intimidad de las escenas en las que el drama avanza. Maravillosa, en el sentido barroco del término, resulta la escena de la batalla, el gran momento de una puesta impecable.
En el incesante fluir melódico, sin arias en el sentido tradicional, mucho del afecto de los personajes y el temple de las situaciones pasa por la orquesta. Los interludios, los concertati y la infinidad de detalles instrumentales de una partitura de gran belleza y eficiencia escénica, fueron manejados con mano maestra por Erik Nielsen, que con gran sentido lírico sacó lo mejor de la Orquesta Estable. En un elenco de cantantes en el que todos cumplieron con creces, se destacó Sean Michael Plumb, como Billy Budd, impecable en “Look! Through the Port Comes the Moon-shine Astray!”, al final, cuando al drama no le queda sino apelar a la fe en el sacrificio, resignarse a la injusticia y que todo siga igual.