“La peor película de la historia”. Eso es lo que se dice de The Room, la historia de cuya producción, rodaje y recepción cuenta The Disaster Artist, el film dirigido y protagonizado por James Franco, que se estrena hoy en Argentina (ver aparte). Desde ya que para el espectador local The Room es una desconocida absoluta. Rodada por un grupo de cineastas y actores sin antecedentes ni continuidad posterior, cuando se estrenó, en 2003, arañó las dos semanas en cartel en un par de salas de Los Angeles, recaudando un total de 1800 dólares. Algo que en Argentina puede ser cosa de todos los días, pero en Estados Unidos es sinónimo de fracaso espantoso. Tenía con qué fracasar: algunos de los actores daban la impresión de haber tomado algo que les cayó mal, el guion pegaba más saltos que una cabra montañosa y ofrecía más baches que una calle del conurbano, la puesta en escena parecía la de una sitcom de los años 50, las escenas de sexo era todas iguales (y ninguna de ellas movería un pelo ni al más calenturiento de los valijeros) y así sucesivamente. Pero de pronto la sartén se dio vuelta y The Room se volvió famosa, amada y celebrada. Esta es la historia de cómo sucedió eso. 

The Room es el opus magnum (y unicum, prácticamente) de Tommy Wiseau, la inefable criatura al que encarna James Franco en The Disaster Artist. Para describir el aspecto de Wiseau en The Room se requeriría el concurso de un etnólogo. Pelo azabache (seguramente por obra de una buena mano de tintura), cayéndole largo y desprolijo sobre los hombros y los costados del rostro, de modo que cuando tiene que besar a la novia de ficción necesita correrse los mechones hacia un costado. Rostro cuadrado y surcado por dos pares profundos de hendiduras, a ambos lados de la boca, como una versión light de Jack Palance. Ojos extrañamente entrecerrados de forma permanente, dando a pensar que sufría de fotofobia o fumaba demasiadas cosas. Y un habla con dejo de un acento raro, que algún periodista maligno comparó exageradamente con el de Schwarzenegger y en The Disaster Artist da lugar a una de las escenas más divertidas, cuando en una audición como actor recita Shakespeare primero con un acento rarísimo y a continuación con uno más raro aún.

La ficción de The Disaster Artist empieza en 1998, cuando un exuberante Wiseau conoce a Greg Sestero (David Franco, en la película) en unas clases de teatro en Los Angeles, dictadas por lo que queda del rostro de Melanie Griffith. La relación entre ambos es la de ídolo-discípulo, ya que Sestero es un chico tímido y Wiseau un salvaje absolutamente pagado de sí mismo, cuyo concepto de la actuación consiste en revolear sillas asustando a las compañeras de elenco, treparse a la tramoya pegando gritos, como un gorila, y revolcarse por el piso aullando “¡Stella, Stella!”, como Brando en Un tranvía llamado deseo. Allí, en 1998, empieza la vida conocida de Wiseau. De ahí para atrás no se sabe nada. O se saben cosas sueltas y contradictorias, largadas a desgano por Wiseau. Que es de Nueva Orleans, que vivió en Francia “mucho tiempo atrás”, que tiene “una familia entera” en una zona de Louisiana, que nació en 1968 o 1969, que creció en Europa “tiempo atrás”, pero ahora es “un orgulloso ciudadano estadounidense”. 

Finalmente parece ser que el hombre sería originario de algún país del ex bloque soviético, posiblemente Polonia, donde habría nacido a comienzos de los 50 (no da para nada que en The Room tenga 35 años, como correspondería a la otra fecha de nacimiento), emigrando en algún momento a Francia, donde habría sido “erróneamente” arrestado por drogas, maltratado por la Securité y huyendo finalmente a los Estados Unidos, donde se radicó en la zona de la bahía de San Francisco. Allí hizo de todo (vendedor ambulante, lavaplatos, empleado en un hospital), hasta que la pegó con un negocio de venta de blue jeans y camperas de cuero “irregulares”, que le permitió alquilar y comprar una buena cantidad de grandes galpones para usar como salones de venta.

Siendo vendedor ambulante, Wiseau traficaba unos pajaritos cantarines que le ganaron el mote de “Birdman”. De la traducción de “pájaro” al francés (oiseau) deriva su apellido artístico, al que le colocó la doble v del apellido original, que por otra parte se desconoce. Lo otro que se desconoce es el origen de los seis millones de dólares que le costó The Room, que no los puede haber ganado vendiendo vaqueros y camperas. Más de uno cree que la película se solventó lavando plata de la mafia, pero muchos otros no dan crédito a la versión. Lo que no hay es alguien que tenga una explicación certera. 

La cuestión es que en un momento dado, a comienzos de este siglo, este buen señor escribe un novelón de unas 600 páginas, según él influido por Tennessee Williams y que trataba sobre “la conducta humana”. Primero piensa en convertirlo en obra de teatro y luego en película. Teniendo la plata, cualquiera puede filmar en Los Angeles. Actores y técnicos sobran, especialmente si son berretas. The Room transcurre en apenas tres decorados: un living, una habitación, una terraza. Seis millones son mucha plata para un solo bolsillo, pero nada para el costo normal de una película de cine. Wiseau escribe, produce, dirige y actúa. El sueño del pibe polaco está por concretarse.

Mala noticia: The Room no es tan mala como dicen. Es mala, sí, pero eso de “la peor película de la historia”… ¡vamos, gente, no hay que ser irrespetuoso! ¿Es que nadie vio la obra de Ed Wood? Pero por favor, es como comparar a Rafael con Federico Klemm, a Sandro con Ricardo Arjona, a César Aira con Federico Andahazi. En Argentina se filman al año al menos una docena “mejores” que ésta. Pero OK, que es mala es mala, y tiene sus momentos divertidos.

Lo más divertido, extravagante y asombroso de The Room es sin duda el propio Wiseau, que con ese aspecto de indio comanche, o de vampiro de Entrevista con el vampiro, o de lobizón de Crepúsculo, se presenta a última hora del día en su casita perfectamente burguesa frente a su noviecita perfectamente burguesa, de saco y corbata, cansado de una jornada de trabajo, comentando que en el empleo no le van a dar el ascenso que esperaba. ¿Qué empleo? Nunca se sabe de qué trabaja Johnny, y la futura suegra parece no haberse enterado de la novedad, ya que insiste en aconsejarle a la hija que no lo deje, por la seguridad económica que él representa para ella. Incluso los mismos personajes parecen no enterarse de lo que les pasó en la escena anterior, como le sucede notoriamente a Lisa (Juliette Danielle, encantador nombre artístico redobladamente francés para esta rubia californiana), que en la primera escena está muerta de amor por Johnny y en la segunda le suelta a su madre, con gesto de desprecio, que está harta de él, no lo ama y lo piensa largar. 

Pero no lo va a largar sin antes curtirse a su mejor amigo, Mark (Greg Sestero, el personaje que encarna David Franco en The Disaster Artist), que vive en el mismo edificio. Eso es lo más lindo de The Room, junto con la presencia incómoda de Wiseau: todos viven en el mismo edificio. Johnny y Lisa, Mark, Denny, que es como un hijo adoptivo de Johnny (y que se mete entre los dos cuando van a la cama, chapeau para esa) y una pareja de amigos que no se sabe bien por qué van a apretar a casa de Johnny y Lisa. Todos van a casa de Johnny y Lisa. Todos entran por la misma puerta y la cámara los toma siempre desde la misma posición, generando un gag se diría que involuntario. Sin embargo, ojo, que en un momento la mamá de Lisa, un personaje deliberadamente gracioso (un secundario muy típico de sitcom) señala justamente el gag, haciendo notar que no deja de entrar gente en esa casa. O sea que hay humor autoconciente en The Room. No todo es ridículo no asumido. Lo que no es asumido, sino desaforado, es la misoginia: el de Lisa es el personaje femenino más gratuitamente turro, cruel y monstruoso que se haya visto en cine desde los tiempos de Joan Crawford. 

Uno de los que llegó a ver The   Room en sala fue un guionista llamado Michael Rousselet, que flasheó con la película, les avisó a sus amigos, la vio cuatro veces en tres días y “metió” cien personas el último día. Poco más tarde empezaron a lloverle a Wiseau mails de gente que se había quedado sin verla, pidiéndole que la reestrenara. Lo hizo: una función semanal de trasnoche. Lleno total, y empezaron los rituales del culto: espectadores fieles, repetidos, que comenzaron a aprenderse los diálogos de memoria, diciéndolos junto con los actores o en ocasiones anticipándose a la acción. “¡Cuchara!”, por ejemplo, en un momento en el que ese utensilio está por aparecer en escena. Lluvia de cucharitas de plástico en todas las funciones. Espectadores corriendo hacia la derecha de la sala, antes de que Johnny mire hacia ese lado: la clase de cosas que en los ochenta ocurría con The Rocky Horror Show, por ejemplo, pero ahora desde la tomadura de pelo, desde la idea de que “cuanto más mala, mejor es”.  

Ya hubo tours europeos de The Room, con la presencia estelar de Wiseau como maestro de ceremonias. Juegos de computadora que reproducen la película. Libros que cuentan la historia de The Room y su creador, como The Disaster Artist, de Greg Sestero, en el que se basa la película homónima. Participaciones especiales de Wiseau en shows de televisión. Una versión teatral escrita por el propio Wiseau. Puede anticiparse que con el éxito de The Disaster Artist y su segura participación en los próximos Oscars, dos cultos no dejarán de crecer: la roomología y la wiseaumanía. Así es América.