“El futuro es nuestro sueño más antiguo”, escribió Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco. Hay libros que se inscriben en un determinado género literario, en este caso el “ensayo”, pero que lo mejoran, mejoran al género mismo. Es por eso que esos objetos hechos de hojas y tinta pero que tienen alma (no tenemos pruebas pero tampoco dudas), se nos pegan y deambulan por nuestras casas, instalados eternos de la mesa de luz, gastados y algo rotos en nuestras carteras o mochilas de tanto andar con nosotros, indispensables como los zapatos, brújulas íntimas de nuestros pasos.
El futuro sigue siendo nuestro más antiguo sueño, pero también nuestro sueño más nuevo o siempre renovado, radiante contra las sombras del hoy. Empedernido, porque no tiene otra opción que serlo. Las catástrofes y sus devastaciones nos asedian, se han convertido en el pulso diario de los días. Aprendimos que las catástrofes más temibles no son obras de la naturaleza sino de la propia condición humana, que se nos vuelve irrespirable por su creciente inhumanidad. También aprendimos que los libros son obra de aquella misma condición. No creo que su antídoto, un antídoto por completo eficaz, sabemos que las catástrofes no responden en modo alguno a “ignorancias”, pero sí son los libros un dispositivo anti-catástrofes, un modo de combatirlas tanto como de abrir hendijas por donde respirar entre tanto escombro. Hay libros que hacen de nuestra condición humana un género menos inhumano, mejoran –esta vez ellos- al género humano mismo. La escritura en sí misma es un dispositivo anti-catástrofe siempre a mano, un artefacto de inteligencia artesanal capaz de sobrevivir al diseño de artificialidades y engendrar futura escritura, futuro pensar. Hay libros, que con su sola existencia son el testimonio de que la catástrofe se combate, también, con libros.
El primer libro del que quiero hablarles, porque escribo para conversar, para seguir conversaciones, es Derecho de nacimiento. Crónicas de Israel y Palestina, de Camila Barón, quien escribe acerca de su experiencia durante el viaje organizado por BRIA (Birthright Israel Argentina) a Israel: Allí escribe: “…la operación quedó clara: tildar de antisemita a todos los que cuestionen, no ya las bases de ese Estado sino cualquiera de sus políticas. A cualquiera que se avergüence de los crímenes cometidos en nombre del judaísmo”. Barón cita a Judith Butler: “La ética es precisamente una lucha para evitar que el temor y la angustia se conviertan en gesto asesino”. Luego lo dice con sus propias palabras: “nos toca resistirnos a correr los umbrales de la inhumanidad de lo humano”. Camila advierte que todo supremacismo es un holocausto y una desgracia en potencia. Añade: “Nos queda entonces la humana tarea de inventar el antónimo de supremacismo y que ese sea el derecho de nacimiento de las generaciones por venir”.
El segundo: Clínica psicoanalítica ante las catástrofes sociales. La experiencia argentina. No es un libro de psicoanálisis sino una pieza de Resistencia que se inscribe en el Campo de la Salud Mental, ese campo que es y sigue siendo autor colectivo de tantas de nuestras luchas. O sí, es un libro de psicoanálisis, pero si entendemos al psicoanálisis como un campo de aportes a la cultura concernidos por un quehacer frente a los padecimientos humanos; y no un saber encriptado, sacralizado y para algunos elegidos y sus “escuelitas”.
¿Cuándo empieza y cuándo termina una catástrofe? ¿Será que las catástrofes ocurren desligadas de las anteriores y las que vendrán? Las catástrofes se enlazan entre sí, con sus sucesivas oleadas de efectos, con traumas y padecimientos que en ocasiones saltan de una generación a otra, que duermen larvados hasta que estallan frente a algún hecho nimio o algún nuevo cataclismo.
La historia humana, lo aprendemos viviendo, es un infinito libro, alguna vez junco, en el que se reescriben sus hojas cada vez y cada vez. Interminablemente, las catástrofes de hoy son impensables si no revisamos y si no releemos las anteriores. Al mismo tiempo, en el mejor de los casos, nos comprometen a querer reescribir las hojas ya escritas y a escribir otras nuevas, inexistentes, inimaginables aún.
Un mundo cuyo proyecto dominante se consolida cada vez más en torno a una ambición de exterminio, y regulación de vidas y lazos según la premisa de que se salva quien puede o quien “se lo merece”, es en sí misma una absoluta catástrofe y una derrota de las utopías y luchas emancipatorias que atravesaron el último siglo. Tal vez la mayor catástrofe sea normalizar la subsistencia como principio y fin de la vida, naturalizar la condena al desamparo.
¿Qué narrativa le dará forma a estas experiencias distópicas y atroces, a estas perplejidades y espantos? No sé si estaremos en ese “entre” que Martin Kohan definió en su texto: “Entretanto”, no lo creo, pero sí acuerdo en que lo que ahora –ahora mismo- se está escribiendo en la superficie de las ciudades y de la historia humana, más ligado al derrumbe, la devastación y el bombardeo que a la reconstrucción o refundación, podremos “leerlo” en algún futuro no próximo sino lejano.
Tampoco creo, de ningún modo, que sea algo parecido al “entretanto” adolescente el responsable de estos niveles de destrucción que dinamitan desde el corazón mismo de algunos Estados, como el nuestro, nada más ni nada menos que la vida, ni que lo agite ninguna “locura”. Es fascismo. La palabra “guerra” en Gaza enmascara nuevamente un genocidio mientras un territorio entero se vuelve un campo de concentración y tortura a cielo abierto.
Sabemos cómo se ha ido gestando. Sabemos que las palabras pueden llegar a ser extraños artefactos de radiación lenta y persistente, un hormiguero que una vez abierto en la tierra no cesa de ramificarse, hacia nuevos y complejos túneles laberínticos por los que el horror va ampliando su paso, va horadando el camino. Pero son también ellas, las palabras, las que posibilitan y sostienen dignas Resistencias, las que pugnan y pujan por defender nuestro humano y común sueño más antiguo.