En Spleen, Charles Baudelaire escribe: “Yo soy como ese rey de aquel país lluvioso, / rico, pero impotente, joven, aunque achacoso”. Desde esos primeros versos, el poeta encarna a una figura que condensa la fatiga de vivir y el exceso de conciencia. El rey melancólico no gobierna: contempla, asiste a su propia decadencia. Encerrado en un mundo de placer y privilegio, ya no lo distraen ni los perros ni el bufón; ni las damas ni los sabios consiguen aliviar su espíritu. En lugar de sangre, por sus venas corre agua del olvido.
Ese spleen, también una forma de sensibilidad moderna, funciona como prisma para leer Yo soy como el rey de un país lluvioso, la nueva novela de Edgardo Scott. En ella, la melancolía, la imposibilidad del amor, la enfermedad del deseo y la violencia del lenguaje delinean el itinerario afectivo y moral del protagonista.
Scott es un escritor argentino contemporáneo cuya obra, difícil de encasillar, transita los márgenes entre la ficción y la no ficción. Su producción se inscribe en una tradición literaria nacional que diluye los límites entre el ensayo y la narrativa, entre el análisis y la creación. Autor de tres novelas -El exceso (2012), Luto (2017) y Yo soy como el rey de un país lluvioso (2025), que marca su regreso al género tras ocho años-, también ha publicado relatos y ensayos críticos que se sitúan en la frontera entre la invención narrativa y la reflexión literaria. En Caminantes, por ejemplo, fusiona crónica con ensayo. Radicado desde hace años en Francia, su escritura se entrelaza con las experiencias del exilio, la extranjería y la pérdida.
En su nueva novela, el protagonista, joven y deteriorado, es un asesino serial sobre el que caen archivos, ficciones y restos. La escritura no lo redime, pero sí deja testimonio. La obra de Baudelaire, más que un título y un epígrafe, atraviesa el tono, la estructura y el color del libro. Por eso Scott señala que el poeta francés “llegó al final”: no solo a través de esa cita, sino también en la necesidad de incluir en la trama los “poemas censurados”. “Si fuera un disco, Baudelaire habría sido el productor y quien hizo la mezcla y el masterizado”, explica el autor. Y agrega: “Esta novela se escribió en dos momentos. El primero fue hace más de diez años, y comprendía la continuidad de ese personaje que ya aparecía en mi primera nouvelle, No basta que mires, no basta que creas. Ahí escribí toda la trama del serial killer, incluyendo el viaje o exilio en Alemania. Pero noté que a la novela le faltaba algo para encontrar su forma definitiva, así que la guardé. Después pasaron diez años. Ya viviendo en Francia, apareció ese verso, y con él Baudelaire pero también la detective”.
Ahí fue donde la historia encontró su arquitectura definitiva. Estructurada en cinco partes no lineales, la novela combina narración, diario íntimo, archivo clínico y criminológico para construir el retrato inquietante de una subjetividad escindida: un hombre que padece, teoriza y archiva su deseo.
EL QUINTETO DE LA MUERTE
La primera parte, “Ventana de hotel en Wiesbaden (2012)”, funciona como un umbral simbólico: desde una habitación alemana, el narrador contempla su extranjería. Wiesbaden no es solo una ciudad, sino un estado anímico, un conjuro que oscila entre un pasado roto y un futuro incierto. La lengua extranjera se convierte en frontera y objeto de fascinación. Hay en esta voz una lucidez sin consuelo: el alemán como límite, el cuerpo como sensor de lo ajeno, y el deseo de pertenecer reducido a un gesto mínimo (como hablar con los trabajadores de un taller mecánico), que, sin embargo, condensa toda la carga simbólica del intento de inserción. Pero, a la vez, este breve capítulo marca el ritmo de la novela.
Scott concibe la escritura de una novela como una experiencia tanto formal como política. En el orden formal, porque le permite experimentar con la narración; en el plano político, por la capacidad intrínseca del género para representar lo social, algo que –según dice- no encuentra del mismo modo en otros registros. Ese componente resulta central en su escritura: la novela sigue siendo, para Scott, la posibilidad de construir un mundo imaginario que, al mismo tiempo, repone y subvierte la realidad, e inventa su propio lenguaje. Fiel a esa convicción, busca que cada una de sus novelas sea distinta a las anteriores.
En cuanto al uso de géneros, Scott observa una tendencia reciente a desestimarlos o a celebrar su hibridez como si se tratara de una novedad. Él, en cambio, se distancia de esa postura: valora el género por el pacto de lectura que establece y por la expectativa que genera en quien lee. El género no es una limitación, sino una herramienta que organiza la experiencia literaria: “Yo no leo igual cuando leo una novela, un cuento, un ensayo o un poema. Tengo expectativas y exigencias diferentes. Y eso mismo pasa cuando escribo según cada género. Eso no quiere decir la obediencia o aplicación de una fórmula, para nada, al contrario, sino tratar de inventar algo nuevo a partir de lo escrito en cada género”. En ese sentido, considera que la novela sigue siendo el más ambicioso en términos de experimentación, aunque lamenta que a veces parezca haber vuelto “al folletín del siglo XIX”.
La segunda parte del libro, “Meditación de la bestia (2004-2010)”, constituye el núcleo patológico del libro: una Buenos Aires despojada de toda nostalgia es escenario para fragmentos de memorias clínicas, escenas sexuales y un archivo criminológico. Las mujeres no son personajes, sino registros del deseo; sus cuerpos son tan clasificados como silenciados: “Cami o la chica del solerito”, “Luciana”, “la menonita”, “la farmacéutica”, “la viuda”, “la chica esnob”; todas son manifestaciones del mismo impulso de dominación. Ese gesto, sostenido por una sintaxis elegante y con referencias cultas, construye una ética perversa: la del deseo convertido en expediente. El narrador ya no duda, no teme, no se defiende: cataloga.
Aunque la novela cambia de forma, época y registro, Scott construye una voz que persiste como un tono subterráneo. Él mismo la describe como un contrapunto entre la voz masculina y las distintas voces femeninas, en especial la del asesino y la de la detective, “que, si bien aparece menos, es muy plena y crucial”. A pesar de su estructura fragmentaria, la novela sostiene un ánimo constante, una atmósfera que el autor define como “gótica, urbana y contemporánea”. Esa musicalidad –afirma- es la poética misma del libro, y se anuncia ya desde el título. No porque sí, la novela se abre con dos epígrafes: uno tomado del poema de Baudelaire, y otro de una canción de la banda postpunk Bauhaus.
En “Barba Azul, la Bella y la Bestia (2011)”, tercera parte y eje simbólico, confluyen erotismo, crimen y fantasía. Julieta, figura deseada, se convierte en personaje. Esta sección está atravesada por la intertextualidad: Barba Azul, relatos folks, La Bella y la Bestia; referencias mitológicas y literarias. Los relatos funcionan como guías simbólicas que reordenan la experiencia, y el erotismo deja de ser juego para convertirse en una escena fundacional de la escritura. A partir de allí, Julieta deja de ser una persona para integrarse dentro del sistema de deseo y ficción.
La bestia es, probablemente, el núcleo simbólico de la novela. Su aparición está ligada a la irrupción de Baudelaire, pero también a un entramado cultural más amplio, que remite al surgimiento de la ciudad moderna en el siglo XIX, a la consolidación de los Estados-nación, al positivismo y a una ciencia que en términos nietzscheanos desplaza a la religión. En ese marco, la figura de lo monstruoso, de lo inhumano, de aquello que escapa a la conciencia y a la ley, adquiere centralidad. “La figura de lo que, a la vez, horroriza y se sustrae a la conciencia, al orden social y, por supuesto, a la ley. Lo criminal que no solo es criminal, sino también animal, porque lo humano se niega a aceptarlo, se vuelve clave”, explica el autor.
Esa pregunta por el límite entre lo humano y lo rechazado como tal, dice Scott, recorre no solo esta novela, sino buena parte de su obra. Es una interrogación constante sobre “el sentido siempre frágil y abierto de lo que llamamos humano”. Incluso en Contacto, el ensayo escrito durante la pandemia, Scott retoma ese dilema desde la no ficción, para seguir explorando lo que el orden simbólico expulsa.
La cuarta parte, “Diario del ayer (2003)”, explora la racionalización del deseo: diario lírico y brutal donde el erotismo se archiva y se nombra. Sucede -como indica el título- en el pasado. No hay aún crimen, pero sí control, cosificación y una lucidez inquietante. Las mujeres son vistas como presas futuras, la masturbación se registra como técnica, el deseo se enuncia en clave poética. En este tramo, el autor exhibe con claridad su apuesta formal más arriesgada: construir un sujeto que narra su perversión sin culpa, con belleza, con ritmo, con una lucidez que no da tregua.
Esta novela no narra simplemente una vida, sino que se adentra en los márgenes de lo vivible: lo fallido, lo informe, lo que queda afuera del centro narrativo tradicional. “Yo soy bastante arltiano -dice Scott-, y además vengo del suburbio. Me atrae mucho escribir la violencia y los márgenes, tal vez porque, como decía Correas parafraseando a Arlt, el secreto de la cultura yace en la violencia”. Esa atracción por los bordes y las zonas erráticas se sostiene en toda su obra, donde la violencia aparece como motor y forma de interrogación.
En sus novelas anteriores, El exceso y Luto, ya exploraba ese mismo territorio, pero con una doble enunciación: textos escritos desde el siglo XXI que remitían a los años noventa. En cambio, esta nueva novela representa de lleno nuestro presente. Hay en ella una búsqueda por rastrear lo que no se dice, lo que se omite sin querer, “porque alguien curiosamente se olvidó de ponerlo en la lista, pero debía estar”. Ese gesto -seguir el rastro de la omisión- es, para Scott, una brújula literaria.
Finalmente, la quinta parte, “Misoginia o misandria (2015)”, introduce un cambio radical: la voz narrativa pertenece a Claudia Brücken, doctora en criminología, expareja y ahora denunciante del protagonista. Este epílogo judicial y ético transforma toda la novela previa en un expediente. Lo que parecía un relato íntimo, melancólico, incluso romántico, se revela como archivo criminal. Claudia desmonta el hechizo de la voz: expone su estructura, su cálculo, su sadismo.
Esta parte de la novela es la más frontal, y no esquiva zonas polémicas. En un terreno donde el lenguaje está especialmente vigilado, Edgardo Scott adopta un posicionamiento decidido. Para él, la literatura “es también un contrapoder”, un espacio donde pueden decirse y representarse cosas que en la realidad están sancionadas o reprimidas.
El proceso de escritura de Yo soy como el rey de un país lluvioso coincidió, señala, con un tiempo en que los femicidios, la misoginia y diversas formas de violencia masculina hacia las mujeres se volvieron temas centrales del debate público. En ese contexto, llegó a recibir el consejo de no publicar la novela, pero decidió hacerlo: “Sería un error –sostiene- porque si algún valor puede tener es también actualizar una imaginación”. Para Scott, la figura del asesino serial de mujeres, lejos de glorificarse, debe leerse como un síntoma: surgida a fines del siglo XIX con Jack el Destripador, recorre todo el siglo XX como un emblema de la cultura de masas y del cine, pero también como reflejo de una declinación del poder masculino frente a su creciente pérdida de hegemonía. “Una vez lo hablábamos con Osvaldo Baigorria, sería como un género contrarrevolucionario”, dice el autor.
LA DOBLE PERSPECTIVA
Yo soy como el rey de un país lluvioso oscila entre un Buenos Aires febril, denso y vibrante, y una Europa blanca, controlada y hospitalaria, pero a la vez ajena. En este sentido, el tránsito entre ambos espacios resulta fundamental en la construcción del relato. Scott explica que tanto en El exceso como en esta novela hay personajes que se van a vivir a otros países, y que ambas habían sido escritas antes de que él mismo se fuera a vivir al exterior. Para él, “muchas veces la literatura tiene un valor oracular, porque ya están escritos los deseos o destinos que quizá todavía no sucedieron en la realidad”.
Según el autor, su forma de escribir no cambió sustancialmente al emigrar, ya que como él mismo señala se fue “grande”, con varios libros ya publicados, lo que hizo que hubiera más una continuidad que una ruptura. Sin embargo, reconoce que cuando la vida y las coordenadas cambian, incluso aferrándose a la literatura, a la tradición y al idioma, vivir en otra lengua y en otra cultura “no diría que se impone, pero abre una tensión permanente con todo lo anterior”.
Esa doble perspectiva -la de quien vive entre dos lenguas, dos culturas, dos campos literarios- le permite establecer comparaciones y detectar gestos repetidos. “Como si siempre tuviera a mano al menos dos campos, dos registros que más o menos conozco y puedo comparar.” Aunque admite que hay numerosas diferencias entre ambos contextos, considera que hoy son más importantes “los gestos que se repiten en uno y otro lado”. Conocedor del funcionamiento de la industria y del campo literario tanto en Argentina como en Francia, Scott observa ciertas coincidencias, en especial en la forma en que la literatura se subordina a agendas ideológicas que, en el fondo, son también comerciales. En sus palabras, existe “una literatura subordinada a la agenda ideológica que es, en realidad, la agenda comercial”.
Yo soy como el rey de un país lluvioso no trata la violencia desde fuera, sino que la encarna desde el lenguaje. Su potencia no reside en el escándalo, sino en una voz que, con lirismo y precisión, revela la destrucción del otro. La novela desafía al lector a una lectura incómoda y atenta, invitándolo a confrontar las zonas oscuras de la subjetividad y el deseo, dejando pistas certeras sobre la fragilidad y el poder en las relaciones humanas.
En ese gesto radical, Scott también pone en escena una extranjería que no se limita a lo geográfico. Aunque no postula una literatura del desarraigo, su escritura parece dialogar -consciente o no- con una sensibilidad compartida por varios autores argentinos que viven y escriben desde Europa. Sin formar parte de una agrupación definida ni buscar anclajes en etiquetas, su voz se inscribe en una conversación intermitente y desplazada, que piensa desde la distancia, sin nostalgia ni pertenencia fija. Como otros escritores que habitan esa intemperie -y que él mismo enumera: Diego Muzzio, Eduardo Berti, Annick Louis, Luisa Futoransky, Adrián Bravi-, Scott se suma a una constelación dispersa que, más que compartir un imaginario común, apuesta a escribir desde afuera, sin renunciar a una lengua que sigue interrogando lo nuestro.