Filias, manías y fobias: sufijos -entre muchos otros más- que se utilizan para indicar, en el terreno de los libros y las bibliotecas, distintos hábitos, manejos y procederes. Necesidades, preferencias, costumbres, opciones e “inventos” que, a lo largo de la historia, develan y/o detonan, de lo que podía ser un sano hábito (la lectura), un accionar obsesivo-acumulativo-posesivo, y, en casos opuestos, rechazos y alejamientos, que llegan al episodio del ataque y la destrucción: la llamada biblioclastia. En suma: las relaciones de amor y de odio que se establecieron y se establecen: también hoy, con sus modernísimas versiones digitales, interactivas y multimedia, con este objeto que, como planteara Umberto Eco en más de una oportunidad, es tan funcional, práctico y eficiente como la rueda, el martillo o el tenedor, inmejorables-insuperables, y, por lo tanto, se puede concluir que “nada podrá acabar con los libros”.

Esta es la honda y vasta temática en la que se adentra con pericia, de manera aguda y con humor, el ensayista y traductor italiano Antonio Castronuovo, en su Diccionario del bibliómano, traducido por Diego Bigongiari y publicado por Edhasa. Recurriendo a la forma lúdica que permite adoptar el “diccionario literario” (tal como hicieran los argentinos Noé Jitrik, Darío Canton, “Brutoski”, César Aira, Pablo Katchadjian y Ariel Magnus, con sus abecedarios, listas y catálogos, pudiendo sumarse también a este modus operandi al francés Georges Perec), Castronuovo entrega, de la A a la Z, más de 200 entradas, recorriendo la historia y la cultura del libro, haciendo desfilar personajes notorios, célebres y anónimos, rescatando anécdotas y episodios de toda índole -trágicos, cómicos y tragicómicos-, datos y asociaciones -de autores y autoras, de volúmenes antiguos y modernos sobre bibliofilias y variantes-, entre lo heroico, lo pasional y -hay quienes dicen, también- lo patológico. De ahí que el libro tenga como epígrafe una cita de Louis Bollioud-Mermet, académico y músico del siglo XVIII, en Sobre la bibliomanía: “Una tal insaciabilidad es síntoma evidente de un espíritu enfermo”, tal es el breve y lapidario diagnóstico. Incluso, el mismo autor del Diccionario se propone como “ejemplo” o “caso” en más de una entrada. Los siguientes son algunos títulos de las definiciones que ofrece: Ebookmanía, Fiebre de abstinencia, Geometría de estantería, Lecho, Joroba, Moho, Mutiladores y amputadores, Oler papel, Temibles chispas. Solamente en la sección de la letra B se encuentran: Barbas, Bella y fiel, Biblioclastia, Biblioclastia culinaria, Biblioclastia poética, Bibliofabulator gloriosus, Bibliofobia, Bibliorrea, Bibliotafia (números 1 y 2), y Burla. Y entre los nombres célebres de la cultura -como Petrarca y Erasmo-, aparecen también autores y autoras de todo el siglo XX, como Dino Campana, Claudio Magris, Truman Capote, Aby Warburg, Colette, Robert Musil, Philip Larkin, Alberto Manguel, Roberto Calasso y Alberto Laiseca.

UN VIAJE DE IDA

En la entrada “Grado cero” se explica: “La bibliofilia reside en un primer momento en un nivel casi inadvertido. Un tal se interroga dónde encontrar la felicidad e intuye al fin, tras años de una vaga sensación, que la siente en cualquier lugar en que haya libros: se perfila el grado cero de la bibliofilia”. Aumenta la intensidad al cruzarse una delgada línea entre la bibliofilia y la bibliomanía, grado mayor o estadio superior de esta respecto a la primera. Pero en ambos casos se da, de manera inexcusable, la acumulación, y efectos o situaciones posteriores imprevisibles. “Pasará poco tiempo y, de libros, tendrá ya demasiados. Proviniendo del paraíso del grado cero, se propone leer todos aquellos que comienza a alinear en los estantes y que poco después introducirá en cajones todavía vacíos, amontonará sobre sillas o al lado de las sábanas. Espera hasta lo último gozárselos a todos: acumula deseos y se siente siempre joven”. Pero ¿tras el fallecimiento de quien acumuló, qué harán quienes hereden esa biblioteca? Es un tema que se trata en más de una entrada, al igual que el del “bibliómano virtuoso”, espécimen opuesto a quien acumula sólo para ostentar el poseer, sin leer ni estudiar: este es el “bibliómano ignorante” o “vano”. En cambio, el virtuoso “lee en modo compulsivo y goza todos los libros que se procura: los huele, los hojea, los limpia, los reviste, los ordena en espacios adecuados, los custodia con todas las atenciones. Pero sobre todo los lee vorazmente, porque la bibliomanía virtuosa se caracteriza sobre todo por este carácter: la lectura de todos los libros que, por compra u otras vías, entran en una colección privada”. Aunque esta via regia encuentra -en su antagónica “oposición dialéctica- su contradicción o imposibilidad: “el bibliómano virtuoso lleva en sí una distinta forma de locura: hay que estar loco para leer todos los libros comprados”.

 

Al parecer, el furor por leer, el hallarse “enfrascado” en la lectura, conlleva riesgo de vida. Tal como se cuenta en la entrada “Indiferencia”. Dice Castronuovo: “Si amas de veras a los libros y la lectura, nada logra separarte de ellos. Le sucedía al humanista Guillaume Budé, a quien nadie lograba hacerle levantar los ojos de la lectura, ni siquiera cuando un día llegó un sirviente agitado para anunciarle que la casa se estaba incendiando. Budé le respondió con calma que hablara con su mujer: era ella quien se ocupaba de los asuntos domésticos. Él no tenía tiempo para esas cosas”. Y en otra anécdota, algo más conocida, titulada aquí “Guillotina”, se cuenta cómo un condenado durante el Terror, viajó en carreta hasta el mortífero artefacto con un libro abierto, leyéndolo: “poco antes de subir al patíbulo, trazó un signo sobre la última página que había leído, como si pudiera continuar haciéndolo al día siguiente. Aquel condenado encarna el sentido paradigmático de la lectura: si se es auténtico lector, hambriento de páginas, se lee incluso durante el viaje extremo”.

En “Te digo qué leer” no aparece ninguna mención a booktubers o influencers, pero sí algunas obras que retomaron otro clásico tema: el de los libros “esenciales” o “fundamentales” en una vida lectora. Se recuerda a Herman Hesse, en Una biblioteca de la literatura universal (1957), y a Henry Miller en Los libros de mi vida (1952), además, destacando: “la apoteosis de los listados es Para una biblioteca ideal de Raymond Queneau, de 1956. Están listadas las obras preferidas de algunas decenas de escritores por orden alfabético. Y así aprenderemos qué cosa preferían Paul Claudel o Georges Dumézil. Lo lindo es la lista final de los cien títulos más citados”.

Otro tema relacionado, recurrente, es el del robo de libros: hay una entrada, “Robar escribiendo”, en donde se menciona a James Ellroy, a Roberto Bolaño y a Rodrigo Fresán. Y hay, por supuesto, también, sitio para la experiencia con el azar, y el hallazgo feliz y tan necesario como deseado en medio del desorden intencional de una biblioteca. En “Ideas nacidas del caos” se lee: “Síntoma típico del excéntrico que acumula libros y que también los lee es sentir fuertemente la fecundidad del desorden. Es la razón por la cual algunas colecciones son deseadamente caóticas. Si interesa la idea de que puede surgir de los libros, entonces su desorden es esencial: es el mejor modo para hallar analogías y relaciones entre cosas distantes y, por lo tanto, nuevas intuiciones”. Así que no todo es enfermedad y padecimientos, puede ser algo providencial: “Tener a los libros fuera de lugar es una de las mejores condiciones para crear nuevos conceptos: se está estudiando una idea cuando de pronto un libro cualquier aflora de la masa desordenada y nos brinda la parte de concepto que faltaba”.

LO QUE MATA, CURA

Si bien hay, por una parte, casos desgraciados, como los que generalmente surgen al prestar un ejemplar: la entrada “Préstamo en cadena” ya se explica desde el título, y comienza prácticamente con la conclusión: “Una vez prestado un libro, no sabremos jamás en cuáles manos irá a parar”, hasta casos extremos, como se recuerda en “Prenderse fuego”, sobre Auto de fe, de Elias Canetti, y la muerte del protagonista de la novela -junto a su biblioteca-, hay también historias con final feliz, como la que aparece en “Fiebre de abstinencia”, recordando lo que contara Jean Baptitste Félix Descuret en ‘Mania delle collezioni’, en La medicina delle passioni, un libro de 1871. Un “escribano bibliómano”, Antoine-Marie-Henri Boulard, aceptó los ruegos encarecidos de su esposa, de que detuviera la compra de libros. Con funestas consecuencias: “Mantuvo la palabra, pero después de un mes perdió poco a poco el apetito y le dio una fiebre de nervios que se hizo crónica, al punto de que el infeliz nunca más pudo dejar la cama”. “Para intentar curarlo”, prosigue Castronuovo, “la mujer y el médico intentaron una estratagema: pidieron a escondidas a un vendedor de libros viejos que colocara su puesto justo bajo la ventana del enfermo y que gritara: ‘¡Buenos libros! ¡Aquí se venden buenos libros!’”. Al preguntar y conocer qué sucedía afuera, el infeliz enfermó suspiró, manifestando el deseo de al menos poder bajar a verlos -y de paso aprovechar y “tomar aire”-, contando de inmediato con la aprobación de la mujer, que lo acompañaría. “Rápidamente el enfermo se vistió y, a despecho de su estado de debilidad, bajó las escaleras con agilidad. Llegado frente al puesto del revendedor, dejó el brazo de su mujer y le rogó que volviera a casa; con los ojos húmedos de felicidad recorría rápido la hilera de libros. ¿Cómo hacer para elegir? ¿Cuáles comprar? Ante la incomodidad, los compró todos. Alegre, volvió a casa y la fiebre como por encanto cesó. Pasó una noche tranquila y tras pocos días estaba del todo curado”.

ANTONIO CASTRONUOVO
 

Castronuovo recuerda también el inteligente y perspicaz humor de Mark Twain en la entrada “Utensilios”: “Utilizar un libro como un objeto útil por el volumen y no por el contenido es probablemente la única relación sana -sin ninguna implicación patológica- con los libros. En tal sentido, Mark Twain nutrió ideas salubres: según él, un libro encuadernado en piel es excelente para afilar una navaja, un libro en dieciseisavo y de pocas páginas sirve de maravillas para estabilizar la pata corta de una mesita que se mueve, un vocabulario es un óptimo proyectil para lanzar a los gatos y, finalmente, un atlas tiene grandes páginas adecuadas para sustituir un vidrio roto”. Y aún más: “En el caso de una mesita, en general sirve una plaquette, un librito de poesías: solo en los casos en los cuales la pata de la mesa está muy corta entonces sirve un libro de dimensiones normales”.

La bibliofilia y bibliomanía, entonces, como pasión absoluta, y absoluta prioridad vital. Muchas veces se ha dicho y manifestado. “Primero los libros y después el resto: este es el imperativo del bibliófilo, a costa de pasar hambre”, se lee en una entrada, que también recuerda a “un erudito humanista del Setecientos”, que pasó dos días dentro de una biblioteca, encerrado, acariciando libros, sin comer ni beber. Y también: “la renuncia expresada por Erasmo en una carta suya, cuando confesó cándidamente: ‘Cuando me encuentro con un poco de dinero compro libros y después si me sobra, compro para comer y para vestir’”. Además, hay apariciones aberrantes, como la del dictador de Chile Pinochet, ya que “en él se acumularon las dos figuras contrapuestas del biblioclasta y del bibliófilo” (cuestión que se encuentra detallada -aunque Castronuovo en este caso no lo consigne- en un libro del periodista chileno Juan Cristóbal Peña: La secreta vida literaria de Augusto Pinochet). Y un caso más, extremo, superlativo. En “Harén de papel” se recuerda a “Valery Larbaud -no por caso autor de un texto titulado Un vicio impune, la lectura- que un día lanzó: ‘Tengo bien otras cosas y más divertidas que hacer que formar una familia y criar niños: ¡amo mucho más leer!’”. Y también, claro, en el Diccionario del bibliómano se recuerda la idea de la biblioteca como “Paraíso”, manifestada -entre tantos más- por Alfred Jarry, Boris Vian y Jorge Luis Borges.

>Fragmentos de Diccionario del bibliómano de Antonio Castronuovo

El PESO DE LA CULTURA

Quien está enfermo de libros junta muchos más de los que podrá jamás leer, haciendo de su propia biblioteca un organismo desmesurado. Y nunca se advierte cuánto pesa la cultura sino cuando se cambia de casa y hay que llevarse consigo a los amados libros.

No dudo en confesar que cambié de casa siete veces (hasta ahora) y cada vez aquellos libros eran más. La primera vez, en la remota juventud, el departamento estaba en el primer piso y aquello que con diligente cuidado mudé fueron veinte libros del llanto y de la formación: los Ortis, los Werther, los Quijotes, las Bovary, las Kareninas, los Idiotas y compañeros semejantes. Luego fue el turno de una habitación en planta baja y los libros ya eran doscientos. Lo sé porque entonces los contaba y me decía a mí mismo con orgullo: tengo cincuenta, cien, doscientos libros. Después fue la vez de un segundo piso y una gran fatiga fue subir los mil libros. Mayor que aquella necesaria para llevar los muebles, oportunamente desmontados. Los libros en cambio no se desmontan. Y no puedes llevártelos uno a la vez. Tienes que hacer cajas, que llenas hasta el borde y pesan malditamente. Para quebrarte la espalda.

Todas las otras veces me alojé del segundo piso hacia arriba, solo que en cada mudanza los libros eran siempre más: dos mil, tres mil, cinco mil… demasiados, pero incluso ocupando mucho espacio ninguno de ellos merece ser tirado. No hubo vez en la que haya decidido renunciar a un libro, a una plaquette, a un folleto. Nunca durante una mudanza: habría sido como ensañarse con una criatura en dificultades.

Están todos aquí y ya no más en ordenado grupo: en cambio, amontonados, en hileras superpuestas, en pilas, en montones. Para testimoniar que el peso de la cultura es de veras notables.

Fragmento de Diccionario del bibliómano de Antonio Castronuovo

SINVERGÜENZAS

Quien recibe un libro en préstamo manifiesta un iridiscente cosmos de comportamientos, casi todos perversos. Los sinvergüenzas, los peores canallas son aquellos que devuelven el libro prestado lleno de subrayados y signos de lectura, en los casos más infames no trazados con lápiz -que se podría borrar, aunque malamente- sino con pluma indeleble: pura perfidia, poderosa crueldad. Están también los literatos que no dudan en escribir sobre los cándidos márgenes de tu libro sus impresiones de lectura.

Matteo Cuomo, amador de libros, aconseja dar siempre una rápida ojeada al volumen restituido: dado que tenía varios con signos de lectura, nada más fácil que quien los escribió hubiera sido quien lo tomó en préstamo. Su ejemplar de Los miserables, por ejemplo, estaba lleno de exclamaciones de júbilo: “¡Sublime!”, “¡Divino!” y luego “¡Insuperable!” e “¡Incomparable!”. En su ejemplar del Conde de Montecristo encontró, en la última página, este juicio: “El final no me gusta un pepino”. En una novela moderna de la cual calla el título halló el comentario escrito bien grande: “¡Eres un puerco!”; hacia la mitad del Biancospino de Anton Giulio Barrili, publicado a fines del Ochocientos, aparecía el chillido “¡Me cansaste!”. No se cuentan las anotaciones de fecha: “Comenzado el 15 de junio, terminado el 21 de septiembre del mismo año” si no, incluso con la indicación de los santos patronos de los días en que se comenzó y acabó de leer. Sin callar sobre las notas de vida y de economía estiladas sobre los libros como si fueran volúmenes de bolsillo, así su ejemplar de El abad de Walter Scott desbordaba de “Pañuelos 5, sábanas 4, toallas 5, pantalones 2, camisas 12, pagar al sastre mañana, Elvira Taiani via Bezzeca 15 Roma”.

Cada persona está avisada: prestar es un gesto desdichado, es una cortesía hecha siempre y solo a un sinvergüenza.