"Una noche, toda llena de perfumes,/ de murmullos, y de música de alas…" J.A Silva.

Solía ocurrirme cada vez que subía al Rosarino para ir a Buenos Aires a ver a una de mis hijas y una de mis nietas, que me dejaba llevar hacia un viaje distinto, un viaje que ponía por delante del gran ventanal del primer piso, algunos recuerdos pasados. 

Y lo que siempre me sumergía en un descenso por el fino hilamen del sonido interior descendiendo o ascendiendo de la mente a la glotis, era la vacuidad del tiempo cronológico y la eterna cronicidad de los relojes.

Quienes me conocen saben de mi pasión por la filosofía, la literatura, la poesía, la lingüística, el cine o la lógica, que no son más que pretextos para sobrevivir, ya que siempre he sido y soy íntimamente un sujeto bastante inútil y torpe, en cualquier sentido que se le quiera dar a esas palabras. 

Suelo publicar un relato en el diario de mis preferencias y sigo sin explicarme por qué me aceptan y algunos me leen, si yo mismo no entiendo muchas de los párrafos que me suelen acechar. 

Pero debo reconocer que algunas personas pueden leer algo que está alejado de mi comprensión, que para colmo me escriben, sin que sepa cómo han obtenido mi correo y me tratan como si yo fuese un escritor. Para defenderme de esa palabra que alguien (para mi desatinado) me adjudica, acudo a una suerte de eufemismo. 

Soy un escribiente digo y con esa palabra trato de explicar que solamente expreso algo que me ha sido dado por otro, generalmente alguien sumamente reconocido; a veces pienso férreamente que continúo un conflicto de mi niñez que nunca he resuelto o al menos no del todo.

El hecho de haberle robado unas monedas a mis tíos, mi abuelo y mi padre, para ir al cine o comprar el último libro de Borges o de Conrad, de Cassirer o de Peirce, me confirma la impresión de que he robado una idea de Platón o de Nietzsche para desarrollarla en un relato que me sirve para expresar lo que siento. 

Y lo que siento es contradictoriamente, que lo que escribo es una suerte de consuelo por no poder aceptar la realidad, incluso por no poder aceptarme en esa realidad. Digamos entonces que lo que escribo son pretextos para sobrevivir…ya que no son útiles para ninguna otra cosa.

Hago una comparación con una idea para justificarlo, por ejemplo: una habitación sin puertas ni ventanas que es solamente un ideal, porque siempre hay una abertura que por minúscula que sea remite a lo abierto y también, ya que todo deviene de otros textos, a una lucecita que penetra en el adentro. 

Una lucecita que para mí es platónica ya que todo lo que hay que ver es en un adentro donde la habitación encierra un alto grado de oscuridad y la lucecita alcanza apenas para vislumbrar una sombra. Pero, entonces… Lo que hay que ver es lo que está dentro… sólo que la luz exterior es lo que lo permite. Y lo que hay dentro me repite antes que cualquier otra cosa, que algo soy, sin saber para qué ni por qué y que seré borrado sin haberme podido responder. 

Por supuesto, doy por sentado que esa preocupación es desmedida, es la desmesura, la hamartía de Orfeo al querer mirar a Eurídice en la sombra, en su secreto que en mi caso abarca oraciones, enunciados, frases sueltas que apenas insinúan el desconocimiento de ciertas circunstancias fatales de mi adolescencia que han dejado una suerte de palimpsesto grabado en la constante consistencia de un interior. 

A veces tengo la impresión de que dejándome llevar por la escritura, algo de eso llegará a mi comprensión, puesto que, por algo, supongo, soy atraído por algunos párrafos célebres y enunciados confusos que subersionan mis sueños. El mejor ejemplo, que puedo dar al lector, es que al extraer una pregunta ¿Cuándo nada soy es cuando soy un hombre? de Edipo en Colono, esa frase me predispuso a un sueño que inquietó mi noche y tuve un sueño que transcribí de un tirón y que titulé sin titubear El sueño de Polinicé.

En realidad, siempre tuve un temor alucinatorio de que existiera la inmortalidad, no un temor común; terror es la palabra más adecuada ya que nunca soporté la idea de vivir eternamente, sin poder morir del todo, haciendo y rehaciendo todo un tiempo infinito para hacer lo mismo.

El solo hecho de sopesar esa posibilidad me adentraba en una suerte de locura. Es más, me costaba conciliar el sueño y solo lo contrarrestaba recitándome alguna poesía o relatándome algún relato que transcribiría al día siguiente. 

En una oportunidad, soñé que estaba condenando a vagar eternamente; caminaba por un desierto con los pies desnudos pero la arena no era ardiente o por lo menos no lo suficiente para quemar la planta de mis pies y para colmo la caminata no tenía un objetivo y por lo tanto ningún rumbo fijo… solo encontrar un imposible manantial de agua para colmar la sed que era una imposible ilusión y un brumoso espejismo. 

Desperté alarmado y sólo pude quitarme la angustia escribiendo El sueño de Polinice, que había sido enterrado dos veces, por Antígona, su hermana, lapidada viva… 

Pensé en una habitación sin puertas ni ventanas que podía ser el Universo entero, un universo incomprensible en el que nuestra enigmática cualidad que llamamos inteligencia se atreve a otorgarle el sentido. 

Un sentido que pasa a través de nuestros cinco sentidos, demasiado pocos para darle coherencia a una totalidad sin límites y sin embargo capaces de otorgarnos una suerte de sensación absoluta imposible de definir, de manera equiparable a querer absurdamente definir la magia del crepúsculo, la constancia de una Luna que habitualmente está donde la espero, el secreto milagro de la lluvia, o de una noche estrellada.

De aquí podemos extraer un sueño, podemos expandir este sueño con niveles y este sueño contiene otros sueños y es un laberinto su continuo, con sombras o imágenes que no son correlatos de unas con otras, en unos soy un jaguar, en otros soy yo que me envuelto en mí mismo, sintiéndome real en una madrugada, para consignar un poema que transcribo, como todo en mi vida, sin saber por qué: La noche aspira al infinito. 

Y la extraña constelación inexplicable parpadea con miles de destello que alteran el predominio de las sombras. Tras la tiniebla de los sueños, en la revuelta de lo que perdura, sobreviven vivencias que retornan pulsando en el silencio, la inminencia de aquello que se calla. Entonces, tus sentidos revuelven la hojarasca para hallar un sesgo escriturario que impida dispersarse en la tormenta.