Animales domésticos cada vez más grandes y animales salvajes cada vez más pequeños: el impacto de los seres humanos sobre el mundo que los rodea no sólo se mide en términos de pérdida de hábitats o extinción de especies, sino también a través de transformaciones silenciosas en la propia biología de los animales. Esa es la conclusión de un estudio publicado esta semana en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), que analizó la evolución morfológica de distintas especies en el último milenio.
“Pudimos establecer la creciente influencia de los humanos desde hace 1000 años gracias a la comparación entre la evolución del tamaño de los animales domésticos y la de los animales salvajes”, explicó a la agencia AFP la bioarqueóloga Allowen Evin, del Instituto de Ciencias de la Evolución de Montpellier (sur de Francia). El equipo de investigación examinó restos óseos hallados en yacimientos de la región mediterránea francesa y reconstruyó cómo fue variando el tamaño de distintas especies a lo largo del tiempo.
En el estudio se incluyeron animales salvajes como ciervos, liebres y zorros, y también animales domésticos como ovejas, cabras, cerdos, vacas y gallinas. Para reducir el margen de error, los investigadores se centraron en una zona geográfica acotada, de modo de evitar que diferencias climáticas o culturales entre regiones distorsionaran los resultados. “Comenzamos desde el momento en que las primeras sociedades de ganaderos y agricultores llegaron a la región, hace unos 8000 años”, precisó Evin.
El análisis mostró que durante los primeros siete milenios de ocupación humana, los animales domésticos y los salvajes evolucionaron de manera relativamente paralela: había ligeras variaciones de tamaño, pero seguían patrones similares, probablemente influidos por factores ambientales como la disponibilidad de alimentos, los ciclos climáticos y los cambios en la vegetación. Esto permitió concluir que, en ese período, el entorno natural seguía siendo el factor determinante.
Sin embargo, alrededor del año 1000 de nuestra era, se produjo lo que la investigadora llama una “ruptura”. Desde entonces, las trayectorias se bifurcaron: las especies domésticas comenzaron a aumentar de tamaño, mientras que las silvestres tendieron a reducirse.
Las causas de este quiebre son múltiples y se vinculan directamente con el papel cada vez más central de los humanos. En el caso de los animales domésticos, los investigadores señalan que hubo cambios en las prácticas de cría y selección. “Se buscaba una productividad cada vez mayor: animales más grandes significaban más leche, más carne, más fuerza de trabajo. Esa presión selectiva hizo que, generación tras generación, los ejemplares fueran aumentando de tamaño”, indicó Evin. La domesticación intensiva, acompañada por mejoras en la alimentación y en los cuidados sanitarios, reforzó esta tendencia.
Para las especies silvestres, en cambio, el panorama fue opuesto. La intensificación de la caza redujo de manera drástica las poblaciones más grandes y vistosas --los animales que representaban mayores trofeos o más carne disponible-- y eso dejó más espacio para la supervivencia de individuos más pequeños. A la vez, la deforestación y la expansión agrícola redujeron los bosques y praderas donde muchas de estas especies encontraban refugio y alimento. En ecosistemas más fragmentados y con menos recursos, el tamaño corporal puede convertirse en una desventaja: los animales más grandes necesitan más espacio y energía, y son más visibles para los cazadores.
Así, el paisaje rural europeo de hace mil años marcó un antes y un después: mientras los corrales albergaban animales cada vez más voluminosos, los montes y llanuras se poblaron de ciervos y zorros más pequeños que sus ancestros.
Aunque la tendencia está clara, los investigadores advierten que es imposible cuantificar con precisión la magnitud de estas transformaciones, porque las variaciones de tamaño se superponen con otros factores ambientales difíciles de aislar. De todos modos, el estudio aporta un ejemplo concreto de cómo los seres humanos no sólo modificaron el ambiente, sino que también se convirtieron en un agente de presión evolutiva que moldeó físicamente a los animales.
Más allá del interés arqueológico, estas conclusiones también invitan a reflexionar sobre el presente. Hoy, la cría intensiva sigue seleccionando animales más grandes y productivos, mientras que la presión sobre la fauna salvaje continúa en forma de caza, pérdida de hábitats y fragmentación de ecosistemas. Lo que comenzó hace un milenio sigue vigente: la huella humana está escrita en los huesos de los animal