-No te van a llamar y si van no te van a abrazar –anuncia, como se anuncia la tormenta, Señorita Bimbo, desde Futurock, mientras mi sobrina salta porque la nombraron en la radio feminista y reta al que no dice chiques y espera la parte del video de “La Tonta” (de Jimena Barón), donde la casa explota porque no quiere un futuro de esperar y cocinar. Pero como la parte de cocinar sí nos gusta, sobre todo, de esperar. 

Mi sobrina tiene seis años y el único regalo al que se abraza es uno de cajitas con purpurinas verdes, fucsias y violetas para hacer collares y pulseras. Mientras espera las doce como un cronómetro cantante se pone la pechera para jugar al básquet a un metro menos del piso de sus contrincantes (un detalle del que hace caso omiso) y baila Maluma con más gracia que si desfilara por el carnaval de Río. Ya no cree en Papa Noel. Pero, sobre todo, ya no cree en esperar. 

Elegir lo que se hereda es elegir enhebrar adornos para hacer de la identidad un brillo y burlar las tradiciones es desenmascarar la indiferencia. La mayor revolución de la revolución de las mujeres es que sea de las jóvenes y de las niñas. Y la mayor interpelación es dejar de esperar. 

Yo espero lo que ya no se puede esperar. Que mi madre me quiera, como un goteo, que no tiene fondo pero que la Navidad me empuja a esforzar. Mis hermanas se desarman por hacerme el regalo más feliz: un ping pong que adoro como todo lo que implica paletear. No me gusta competir. Si fuera chongo diría que me la baja. Yo digo que juego peor. La tensión no es lo mío. En cambio, si no hay cuentas, devuelvo todo. No dejo que la pelota se caiga. Me acomodo detrás de la cancha. Me concentro. Me descalzo. Me pongo más rápida. Me vuelvo imbatible. Y disfruto, por sobre todo, algo que no me pasa en la vida: que haya alguien del otro lado que devuelva la pelota, al ras, ligera, aún con trampa, corta o larga, pero que haga de su haz una velocidad compartida.

Mi madre no tiene que hacerlo y lo hace. La Navidad tiene sus clichés. Me regala dos individuales que convocan a todo lo que me hace mal. En mi casa no somos dos. Nunca. Somos tres. Tengo dos hijos, una hija y un hijo. Pero parece desconocer hasta eso. Yo soy sola. No hay nada par en mi vida. Y las estatuas que componen el dibujo son flacas y estilizadas. Nada de lo individual me representa.  

–Si te clavaron el visto te van a clavar el visto –pregona la sacerdotisa Bimbo, la reina de amor o nada. 

Yo hice bastante en tragar saliva, bailar con mis hijos y disfrutar del amor de mis hermanas. Me preservo (que no es mi fuerte) de escribir al que me gusta como si la Biblia de Bimbo fuera una forma de fe. Esquivo el visto. No hay chape en Navidad aunque me haya disfrazado de Mamá Noel, me gusten las galletitas de clavo de olor y canela que hizo Daniela y Silvana me proteja con sus paletas. Piden helado y busco la cereza, la de verdad, la que se puede morder como una bombita roja en la fe de boca en boca.

En casa la cama da una tregua. Por suerte no hay sábanas individuales para terminar de delatar el desamor y hay peli y más helado. Me doy cuenta de que en las películas el sexo mecánico es con los cuerpos penetrados y distantes y el sexo de verdad es con piel y besos. Es un cliché. Pero que lo explica todo. Un remix de la versión romántica de una prostituta (con todos los devenires de romantizar o demonizar los cuerpos) que hace volar frente a mujeres que después de acabar vuelan de la cama en un botón expulsador. 

Antes se dividía a las mujeres en buenas para la cama y buenas para el amor. Después, a las mujeres que en la cama dan o se les da o dan besos de las que solo se les ofrece un toro mecánico o en una versión de porno inclusivo con sexo oral mixto inclusive (como la gran ofrenda post porno machista). Y ahora a las que se les pide fotos, videos y chats descriptivos de anatomía en actos para un onanismo virtual que sosiega los impulsos y que no necesita, ni siquiera, convidar agua o pedir un taxi. Ya no se abraza de espaldas. Ni siquiera se secan lágrimas, se comparte un bombón, se buscan las medias entre las sábanas o se pregunta: “¿Te gustó?”.

El sexo explícito ha reemplazado el sexo. A secas. 

O a secas al mojado.

Vivimos del lado del mundo donde la Navidad es un cuento al revés. Hace calor para tejer pullovers, ponerle la zanahoria al muñeco de nieve y no hay perros que tiren, ni siquiera, los trineos. 

La venganza a las mujeres que se plantan en decir que no es no se parece bastante (aunque no sea igual o equivalente) a que no puedan decir que sí. La clavada de visto no es una tilde, sino una lanza simbólica contra el deseo. 

Las mujeres, en cambio, empujan sus propias riendas. Incluso, aunque no haya individuales pares y los manteles se vuelvan colectivos, diversos y plurales o se coma sola frente a la mirada censora de las bocas desafiantes. Las que dan besos contra la pared, las que se silencian cuando eligen cerrar sus bocas y las que levantan sus cuerpos arqueados sin esperar ser muñecas con un inflador en línea y escribiendo. 

El gran desafío es no esperar más. 

Y el deseo es que haya menos visto y más chape.