Hace mucho calor en Villa Devoto. Y hay suerte. Como justo se cumplen cuatro años del golpe de estado, esa tarde su padre, feliz con el aniversario, todavía no le pegó y encima lo dejó salir cuando volvió de la escuela.
El pibe no tiene amigos.
Por eso deambula por las calles, medio perdido. Cualquier cosa es mejor que quedarse en casa y sufrir a su viejo.
En la canchita, varios chicos están reunidos alrededor de una pelota. El pibe se queda mirando. De repente, dos de ellos se apartan, van poniendo un pie delante del otro, punta contra talón, de a uno por vez, acercándose, hasta que el rubio más alto pisa al otro con ganas. Entonces el rubio elige primero. El mejor de los que no han hecho el pan y queso, claro. El otro elige segundo y así sucesivamente hasta que, al final, el rubio queda con cinco jugadores de su lado, uno más que su rival.
--Vos gordo, vení que atajás.
El pibe mira para atrás, también hacia los costados, y no ve a nadie. Evidentemente lo están llamando a él.
--¿Yo?
--Sí, gordo boludo, vos. ¿Cómo te llamás?
--Javier Gerardo.
--Andá al arco.
Contento, el pibe va hacia el arco, se quita la camisa, no le importa que le vean los rollos de la panza: si vuelve sucio la cosa se va a poner difícil en su casa. Tampoco escucha que uno que va a ser parte de su equipo se queja ante el capitán de que el gordo es demasiado petiso, que lo van a cagar a goles. El pibe no escucha. O se hace el que no escucha. Prefiere acomodarse en medio de los tres palos y flexionar apenas sus rodillas.
El partido comienza.
Pierna fuerte, mucho insulto. Todo en mitad de cancha, lejos de los arcos.
El pibe se la cree y eso lo lleva a gritar: que no sean imbéciles, que los contrarios parecen mogólicos, que son muy malos, unos maricones, unos culos rotos, que los pasen por arriba. Solo detiene su verborragia cuando llega el final del primer tiempo. Entonces cruza por el centro del campo, entre las miradas hostiles de propios y ajenos. Pero no se amilana. Muy por el contrario, se inventa una mirada desafiante, mientras, ayudado de la camisa, se apura a esconder los rollos de la panza.
El segundo tiempo se parece montón al primero.
Juego cortado e intrascendente.
Y, por supuesto, más gritos del pibe hacia los idiotas de sus compañeros.
Hasta que, de un modo que solo podría describirse como milagroso, tres de los jugadores rivales hilvanan una serie de pases de otro partido y, al final, el rubio, el mismo que había ganado el pan y queso, le pega mordido a la pelota a ocho metros del arco y al pibe, increíblemente, la pelota se le escurre por entre las manos.
Es gol.
Y es el comienzo de un caos, también.
Los contrarios se burlan del gordo y los propios lo quieren matar. Aunque no lo matan, finalmente. Solo deciden que se vaya a la mierda, que prefieren seguir el partido sin arquero.
Lo corren.
Y Javier Gerardo se escapa sin tiempo para agarrar la camisa y sin animarse a volver por ella a pesar de que sabe lo que le espera en su casa. Huye jurando vengarse de esos mandriles.