Ezeiza. 7 de junio de 2025. 9 AM. Yendo a la puerta de embarque, veo asomar la trompa de uno de los aviones entre la bruma. Las ventanas no tienen sentido cuando la vista es tu peor pesadilla. El cielo está re turbio y yo también.
El grupo 3 tiene la fila más larga y eso me tranquiliza porque implica retraso, pero de alguna forma empieza primero y va rapidísimo. Cuando me quiero dar cuenta estoy en la manga, no hubo ni demora al entregar el pasaporte.
Una mujer llama a alguien por teléfono y el ruido de las ruedas del carry on sobre el piso de goma no me permite escuchar claramente. Está despidiéndose de alguien importante supongo, alguien que amerita llamar en ese momento. Que suerte tiene, yo de milagro puedo respirar.
Relojeo las caras de las personas que me acompañan por la pasarela. Las imagino buenas, compasivas. No merecen morir. Yo tampoco. La justicia divina no tira un avión lleno de gente buena.
Me tocó pasillo. Para otros, es la mejor opción. A mi, no me alegra nada. La señora que está en el asiento de al lado me saluda efusiva. Se llama Sonia y me cuenta que está nerviosa y que volar le da miedo. Conozco muy bien esa necesidad de comunicarlo. Como no me animo a empastillarme, empiezo con las miradas a las azafatas haciéndome la linda. Ayudo al anciano de adelante a meter la valija en el compartimento o tejo lazos con toda la tripulación. En caso de emergencia, alguien me va a prestar un clonazepam.
Miro a mi compañera a los ojos y le sonrío. Me aventuro a contarle que yo también tengo miedo. Me agarra la mano. En otro momento, la miraría como a una desubicada, pero ahora me reconforta. Me cuenta que va a visitar a su hijo y que es la primera vez que vuela sola desde que su marido murió. Aprieto fuerte mis dedos contra su mano y con los ojos llenos de lágrimas le digo que todo va a estar bien. Soy una hija de puta.
Otra señora se acerca y le dice a mi nueva amiga que la disculpe, pero se equivocó y es ella quien tiene el asiento 17E, señalándole de manera super pedante el cartelito. Echa a Sonia que se mueve avergonzada a la columna de la ventana y mientras se acomoda caigo en la cuenta de que estamos sentadas en el número de la desgracia. ¡Que vieja del orto!
Toda la explicación de seguridad me parece una farsa pero aún así, reviso donde está la salida de emergencia más cercana y tanteo el chaleco salvavidas debajo de la butaca.
Hay un momento preciso donde el avión deja de pasear por la pista y comienza un ruido fuerte a motores que predice una salida veloz. Es la situación de mayor inminencia. Ya está. Estás ahí. Atada al destino. Lo que sigue hasta alcanzar la velocidad crucero, es la peor parte. Le tengo mucho respeto al despegue. La disyuntiva es ¿las imágenes que me pasan por la mente, son lo que considero más importante o me aferro a lo más seguro? Juro una lista de cosas que no voy a cumplir y si estoy acompañada me pongo ultra cariñosa. Mi novio afirma que no hay persona más demostrativa que yo en situación de desamparo.
Viene la comida. Considero que si las azafatas andan por ahí, se disminuye el riesgo de que pase algo. Pongo una película no demasiado dramática, pido vino y me encargo de haber ido al baño. Me como todo lo que me dan, haciendo honor a que puede ser mi última comida y si me dejan repito alcohol. Aspiro a que el banquete me permita descansar porque soy un bebé, como y me quedo dormida.
Pero la señora de al lado me despierta para ir al baño justo en esos segundos claves. La odio. ¿Por qué no fue antes? ¡Dios! Ansío que en el camino una turbulencia la estampe contra el techo y le quiebre la clavícula.
Encima, vuelve y se duerme automáticamente. No quiero saber más nada con la señora, pero ya me despertó así que vuelvo al estado de alerta. Sonia duerme. Quedamos mi paranoia y yo.
Escenarios posibles en mi cabeza.
Escenario 1: Un avión fuera de radar se estrella por el costado derecho. ¿Serán uno o dos microsegundos de conciencia antes de la muerte? Ya uno me aterra lo suficiente. “Las salidas de emergencia de esta aeronave están claramente identificadas. Por favor, localice la salida más próxima a su asiento” Como si identificarla evitara que la colorada de atrás me entierre el taco con tal de ventajearme el lugar.
Escenario 2: La punta del ala se quiebra. La soldadura que se ve a través de la venta no resiste y empezamos a girar. “Tire de la mascarilla más cercana, colóquela sobre la nariz y la boca y respire normalmente”. Hace doce años, yendo a Venezuela, las mascarillas cayeron y nadie respiró normal.
Escenario 3: Hay un desperfecto y empezamos a caer al vacío. Esta es la peor opción, la que perpetúa mi sufrimiento. “El chaleco salvavidas se encuentra en el compartimento debajo del asiento” ¿Esta gente sabrá que si llego a necesitar el chaleco ya no lo quiero?
No puedo mantener los ojos cerrados, estoy ansiosa y no me funciona pensar en las palabras de la azafata. No paro de moverme. Voy al baño rogando que no me pase lo que le desee a la señora. Me siento en el inodoro con el miedo de que la descarga me chupe los intestinos.
Vuelvo a mi asiento como cumpliendo condena. Más horas de neurosis o la muerte. Los pensamientos van a toda velocidad: una montaña desconocida llega a la altura del avión/ le tocó la salida de emergencia a un psicópata que abre la puerta/ ¿una persona cualquiera puede abrir la puerta?/ al piloto le da un ACV/ ¿hay otro piloto?/ al copiloto le da un infarto. No hay salida.
Los auriculares que me dieron no funcionan bien y me paro a pedir otros. En el camino le doy un culazo al que roncaba sin parar dos asientos adelante. Total, él se toma el atrevimiento de roncar y yo, a punto de morir, me siento merecedora de todo. Está lleno de gente parada que me pone nerviosa así que vuelvo rápido.
Reproduzco una playlist aleatoria que ofrece la aerolínea. Suena una canción en japonés o chino o coreano que hace de cereza para el postre de la insania. El coro tiene una melodía alegre y sentida que me recuerda a canciones que fui adquiriendo como mantra. De a poco, me trae de vuelta a la normalidad. Hay una persona muy positiva en mí que fue rescatada por un arreglo musical japonés.
Elijo puntillosamente una de esas series con las que podés dormir. Leí, que mirar cosas que ya viste, donde sabés qué va a pasar, te saca la ansiedad. El cansancio acumulado me vence.
Me despierta el desayuno. De nuevo, como la bandeja entera por las dudas. Por altavoz confirman que comienza el aterrizaje. Me invade la esperanza de que pronto todo termina.
El avión baja de golpe y siento el vacío en el estómago, la desesperación del vértigo. Empiezo a cabalgar, no hago pie, me agarro del asiento de adelante y le clavo las uñas.
Se me pasa por la mente el dicho de que “los accidentes más comunes se dan en los despegues o aterrizajes”. Los videos de Ryanair.
Pero bueno, estamos llegando a tierra. Igual llegar también puede ser estrellar. Uso el folleto de seguridad como abanico. Por favor, bajalo más despacio. Igual, bajalo.
Las ruedas tocan la pista. Frenalo ya. ¿Cuál será el nombre piloto?
La gente aplaude. Sacan la señal del cinturón de seguridad y se empujan para sacar las valijas demostrando, una vez más, que venimos del mono.
Miro a Sonia de costado y le digo con una mueca orgullosa. ¡Compañera, lo logramos!