En los albores del monzón que azotó su país en 2015, la directora india Payal Kapadia recibió una llamada imprevista mientras estudiaba en el Instituto de Cine y Televisión. Era su abuela Nani, quien a sus 96 años se había caído de la cama y con la ayuda de sus vecinos permanecía en reposo pese al bullicio de la ciudad de Bombay. Afuera, en las calles, las protestas no cesaban. “Las imágenes se propagaban gracias a la pantalla del televisor: fuerzas nacionalistas que blandían su violencia y masculinidad, ataques brutales contra las minorías, los intelectuales, la libertad de expresión y las libertades civiles”, recordó la directora en conversación con Los Ángeles Times. “Mientras el país se sumía en un delirio frenético, Nani tenía sus propias alucinaciones. Visiones frecuentes de su esposo que llevaba ya cuarenta años muerto. Desde su temprana viudez Nani estaba sin pareja porque volver a enamorarse era algo estrictamente prohibido por las costumbres y la religión. Nani lo maldecía por aparecerse en sus sueños y por todos los años en los que no había podido ser amada”.
La caída de Nani y esos sueños en vigilia fueron el germen de la segunda película de Payal Kapadia, directora india que ha logrado colarse en las filas del Festival de Cannes –ganando el Gran Premio del Jurado el año pasado– y convertirse en este último tiempo en la promesa cinematográfica de su país. Su opera prima ya conjugaba los trazos documentales de la memoria y la autobiografía con la situación social de la India, convulsa, intensa, sin resoluciones aparentes. Una noche sin saber nada (2021), estrenada en el Festival de Mar del Plata de 2022, reveló el poder de su mirada: su personaje –una especie de alter ego de su propia experiencia estudiantil– escribía a su amante sobre el desencuentro amoroso, la pasión asediada por los deberes sociales, la revuelta callejera, la inmadurez de una relación que no echaba raíces todavía. Y es esa impronta testimonial que latía en su escritura la que reaparece en La luz que imaginamos, su primera ficción, con imágenes de una Bombay ardiente y agitada, con sus trenes y estaciones urbanas, sus luces nocturnas y su bullicio constante. La misma que Nani imaginaba entre sueños de convalecencia y amores perdidos.
“A menudo activa e independiente, Nani se sentía abatida por el prolongado reposo. Para ayudarla a recuperarse, mi madre llamó a una agencia de enfermería, y fue entonces cuando una enfermera entró en nuestras vidas”, contó Kapadia. “Quizás fuera el calor y el bochorno, o las rabietas de Nani, o quizás simplemente porque nuestros días parecían interminables, pero la enfermera, Nani y yo empezamos a pasar las tardes hablando de nuestro pasado. Aunque Nani y ella provenían de orígenes diferentes, compartían una soledad común, que intentaban sortear con serena dignidad, sin la pesadez de la autocompasión. La enfermera nos contó los problemas que enfrentó al mudarse a Bombay y no conseguir trabajo, hasta que finalmente logró ser independiente y mantenerse a sí misma y a su familia. Sin embargo, cada vez que llamaba a casa, le recordaban que, de alguna manera, estaba incompleta por no estar casada”.
Fue a partir de esas conversaciones que Kapadia comenzó a darle forma a su guion, inicialmente como boceto de su corto de graduación, luego como una matriz más extensa y compleja, pero sin convencerla del todo. Entonces salió a las calles en Bombay, al igual que su cámara lo haría en la película, para descubrir las vidas que allí transcurrían de día y de noche, en las estaciones y los hospitales, en el día a día de mujeres que trabajan y que aman. El entorno neural elegido por la directora fue un hospital de la ciudad dedicado a la salud reproductiva donde trabajan las tres protagonistas: Prabha (Kani Kusruti), de mediada edad, responsable en su labor y algo conservadora en su idiosincrasia, atada a un marido que hace tiempo fue a trabajar a Alemania y del que no tiene noticia alguna; Anu (Divya Prahba), joven e independiente, envuelta en un romance secreto con un chico musulmán desafiando los mandatos hindúes de su familia; y Parvaty (Chhaya Kadam), cocinera de mediana edad que al quedar viuda será desalojada del centro de la ciudad, eje de la gentrificación y los desarrollos inmobiliarios.
La luz que imaginamos entrelaza las vidas de esas tres mujeres, sus conversaciones como rimas alteradas, sus pequeñas alegrías y sus lejanas tristezas. El amor es siempre esquivo, asediado por los dictámenes sociales y las diferencias religiosas, intenso como un amante apasionado o un fantasma liberador; la amistad surge con un pulso de lealtad y comprensión, el reparo de un bálsamo. Es menos lo que pasa en la película que lo que les pasa a los personajes, capaces de combinar su rutina laboral y ambiciones profesionales con la deriva por la ciudad, un disfraz para el amor vespertino o un gesto de rebeldía que les recuerda que están vivas. “Lo que empezó como un guion de pocas páginas se alargó hacia aspectos de vidas vividas, fantasías, cuentos populares y tragedias cotidianas que se entretejieron. Sentí que no era diferente de una urraca tejiendo un nido: armado con ramitas y ramas, pero también con pequeños y brillantes objetos que la gente había olvidado o dejado atrás”. Y sí, son esos pequeños momentos, como tesoros olvidados en algún escondite, los que habitan en las historias de Prabha, Anu y Parvaty, fragmentos de una luz que asoma en las noches de sueños y oscuridad.