En uno de los momentos definitorios de La rueda de la maravilla, un personaje le regala a otro un libro con las obras de teatro de Eugene O’Neill. No es raro: él es dramaturgo o intenta serlo en un futuro y la mujer a quien se lo da fue actriz en el pasado. No es extraño tampoco porque toda La rueda de la maravilla, la última película de Woody Allen, está envuelta en vaporosos aires de teatro. Actrices decadentes, dramaturgos en ciernes, escenarios que parecen decorados y conflictos que se repiten como en la rueda del título. Todos ellos dan vueltas alrededor de un eje y cada vez que el giro los lleva hacia abajo el grito es más agudo y peor. Es que el elemento principal de la película es esta omnipresente noria, que no hace otra cosa que recordarnos que estamos en manos de la suerte, una dama que reparte penas y alegrías ciegamente, sobre todo en lo que atañe a la materia del amor.  

Todo tiene lugar en Coney Island, justo en el momento de máximo esplendor de ese mítico balneario ubicado en el sur de Nueva York, hoy algo decadente, una atracción para turistas nostálgicos. “Años cincuenta. La playa, el boulevard. Yo trabajo aquí, en el muelle 7”, dice Mickey, el espléndido bañero interpretado por la superestrella Justin Timberlake, subido a ese podio de madera desde donde tiene la visión panorámica de lo que ocurre en la playa. Él, además de ser el galán detonante de buena parte de los conflictos de la película, oficia de narrador. Los demás atribulados personajes son Ginny (Kate Winslet), la inestable y emocional ex actriz que trabaja como mesera; su marido Humpty (Jim Belushi), un fanático de la pesca que trabaja como operador de una calesita; Carolina (Juno Temple), hermosa hija de Humpty a quien no vio por años y ahora ha vuelto para guarecerse de los gángsters que manda su marido; y Richie, hijo de Ginny de su primer y fallido matrimonio, un niño pelirrojo, pecoso y fanático de las películas, que tiene un solo defecto: es piromaníaco. Tanto por él y fundamentalmente por Carolina, a estos rudos y melancólicos seres de Coney Island, no tardarán en caerle, como un copioso aguacero de verano, los problemas sobre sus cabezas.

Suave es el tecnicolor

La película, que se estrenó en octubre de 2017 en EEUU y llega este 4 de enero a la Argentina, es la número 47 de Woody Allen. Es también la que sucede a Café Society (2016), con la que la mayoría de los críticos han tendido a vincularla. Es que son varios los puntos del común, como si el director estuviera desde entonces en una nueva etapa de su ya larga y sinuosa carrera. Después de algunos fiascos, de películas más o menos problemáticas, Café Society logró acallar los reproches de la crítica con buenas actuaciones, una trama en la que nuevamente observaba el negocio del espectáculo -y el negocio del amor adentro del negocio del espectáculo-. Era, por otra parte, un filme de época, con fuertes resonancias literarias, al punto de que llegó a considerársela una suerte de reescritura de El Gran Gatsby. 

En Wonder Wheel –tal es el título original de la historia— también nos encontramos con un film de época, esta vez no son los años ‘30, sino los ‘50, pero la ecuación es parecida. Detallismo en la reconstrucción histórica en la que sin embargo, todo pareciera estar un poco pasado de rosca. Los colores pasteles que ocupan la pantalla como gustos de helado, los trajes composé recién salidos de la tintorería pertenecen más al cine, al terreno imaginario, que a cualquier imagen real de aquella década. 

En este sentido es clave el trabajo del director de fotografía italiano Vittorio Storaro, que trabajó en películas como Apocalypse Now, Reds y El último emperador. Su presencia en La rueda de la maravilla es central, como lo fue en Café Society. El italiano dijo sobre esta segunda colaboración con Allen: “Cuando Woody propuso nuestra segunda película juntos, debo ser honesto al decir que no sabía dónde estaba Coney Island. Leí el guión, tan bellamente escrito. Tenía escenas largas con a veces diez páginas de diálogo. No sabía cómo podría visualizar ese tipo de historia. Pero Woody dijo: ‘Vittorio, no te preocupes. Ven conmigo, vamos juntos a ver la locación. Estoy seguro de que podemos encontrar una manera’. Cuando la visité por primera vez, estuve tan feliz de descubrir un mundo que no conocía... Había un parque de diversiones justo al lado del océano donde vivían los personajes. Me pareció increíble pasar del concepto al hermoso y colorido mundo de fantasía del parque de atracciones junto a la playa y el océano. Pero cuando entramos al departamento de los personajes, descubrimos las relaciones monótonas y normales que pueden volverse dramáticas. Le presenté a Woody un concepto para las imágenes que estaba conectado con la fisiología del color.”

Y así sucede. Cada uno de los planos está atravesado por el factor color, luz, contraluz, brillo. El departamento que comparten  Ginny y Humpty está emplazado prácticamente dentro de un parque de diversiones. A través de los cristales se ve la magnífica rueda. Cada vez que ella va a su cuarto a pensar, se la ve girar en su ventana haciendo que su rostro cambie del rosado, al azul, al ámbar. Cuando camina a su trabajo, atiende en un bar de ostras, los que pasan a su alrededor no repiten tonalidades, al igual que cuando Caroline va a la escuela nocturna donde intenta terminar de estudiar. Toda la paleta pastel está plasmada con impecabilidad y se satura en tonos intensos en los momentos dramáticos. Recuerda un poco a la hermosa –e injustamente olvidada– Golpe al corazón de Francis F. Coppola, de quien también Storaro –oh, casualidad– fue su director de fotografía. En esta puesta en valor del sello Allen, la incorporación de este personaje ha sumado muchos porotos. 

El cine de cristal

Entonces, los espacios donde circulan los personajes son: el exultante parque de diversiones, el departamento oscuro de Ginny y Humpty y el Océano Atlántico. En estos tres escenarios se suceden las escenas en las que los protagonistas se cruzan, complicándose la vida. La aparición de la mafia precipita la historia de la comedia dramática al melodrama, como un envión que hiciera girar La rueda de la maravilla un poco más rápido.

¿Pero qué es lo que hace tan teatral La rueda de la maravilla? Volvemos al momento en que un personaje le regala a otro un libro con las obras de teatro de Eugene O’Neill. Es como si todo ese realismo tan norteamericano que prosperó en las salas de teatro antes y después de la Segunda Guerra Mundial, se colara por los rincones de la pantalla. En principio, el personaje de Ginny es una suerte de Blanche de Un tranvía llamado deseo pero al revés. Ella también es la bella con un pasado esplendoroso rodeada de emociones y delicadezas artísticas que perdió por alguna estupidez propia o del destino. Aunque en vez de irse en busca de su hermana, es invadida por su hijastra, que con su sola presencia le muestra lo vieja y frustrada que está. Y la aparición de Mickey, es como la de Jim O’Connor en El zoo de cristal. Él la ve caminando por la playa –“ella era una mujer compleja, interesante”– parece destinada a rescatarla del fango en que está sumergida; la comprende, ve el diamante que se esconde en su corazón, no solo va a amarla sino que la devolverá al escenario: “Yo soy una actriz interpretando el triste papel de una mesera, no una mesera de verdad”, dirá Ginny. Algunas de las preocupaciones de Tennessee Williams, aunque alivianadas, aparecen por aquí. Familias de clase baja, tristemente empobrecidas por algún desliz del tiempo, embebidas en oscuro resentimiento provinciano y sueños perdidos. Y todo esto  plasmado en una historia de gran lirismo, potencia poética y una sexualidad latente y cargada de violencia. 

Por otra parte, también hay algo que se asemeja a las tramas más de análisis social y los imperativos éticos de Arthur Miller, particularmente a Panorama desde el puente y sus amores cruzados por una violencia de clase. La hermosa Caroline, experimentada pero ingenua, las olas de pasión que coqueta y distraídamente genera a su alrededor, recuerdan la Katie en aquella obra. Es esta clase de realismo norteamericano en teatro que se vislumbra en la historia, inaugurado por supuesto por el atormentado O’Neill, el primero de todos ellos y al único que leyeron los personajes de esta película. Ellos también seres que viven al margen de la pintoresca felicidad de los años cincuenta, que luchan por sus esperanzas –o más bien aspiraciones–, aunque terminen cayendo nuevamente en la desesperación.

Pero, finalmente, lo más teatral de todas las aristas que presenta La rueda de la maravilla, es el drama de su protagonista. La aun hermosa Ginny, temblorosa e iracunda, interpretada intensamente por la siempre potente Kate Winslet. Ella monologa y la cámara la sigue por su casa, mientras las luces de colores parecen titilar al ritmo de sus cambiantes estados de ánimo. Es cierto: en muchas de sus películas, el director neoyorkino trabajó largos planos en los que la cámara circulaba entre los actores, en secuencias donde los personajes actuaban una escena de gran contenido emocional sin cortes hasta el final. Basta recordar la escena de Maridos y esposas (1992) en la que Mia Farrow se ataca y encierra en un cuarto al enterarse que la pareja de sus mejores amigos –interpretados por Sydney Pollack y Judy Davis– va a separarse. Pero en esta, esos planos secuencia funcionan de un modo particular. Y esto es porque Ginny es también una actriz y muchas de las veces, en esos largos devaneos, también está actuando, representando un papel frente a los demás. Entorna los ojos, acentúa sus gestos, enciende un cigarrillo. “Pareces loca. Estás vestida como una loca” le va a decir Humpty, al verla de vestida, maquillada y peinada de fiesta, luego de enterarse de que ha ocurrido un asesinato. Y Mickey dirá: “Podré no ser un dramaturgo muy inteligente, pero esto que hiciste sí lo entiendo.” Porque lo más hermoso de ver en el teatro siempre será cuando se derrite el maquillaje, se caen los velos, se corren las máscaras y peligra un poco la ilusión.