"Fueron muchos los que no prestaron atención
a lo que estaba ocurriendo.
Y no fue por falta de interés en Hitler
y su movimiento. Al contrario:
la prensa no hablaba de otra cosa".
Siegmund Ginzberg, Síndrome 1933.

Querido lector, estamos recorriendo tiempos tristes. Y permítame ser pesimista, porque el pesimismo, aunque suene extraño, es lo único que me permite cierto optimismo. Para ser claro, quisiera recordar una frase que se le atribuye a Bertolt Brecht en los tiempos de la Alemania nazi: "Los pesimistas terminaron en Hollywood; los optimistas, en Auschwitz".

La frase en cuestión refiere a las maneras de reaccionar de los alemanes en general y de los judíos en particular frente al repentino ascenso de Hitler y el nazismo al gobierno y al poder, a fines de enero de 1933.

Muchos decían "ya va a pasar, no va a poder hacer nada, quédense tranquilos que está bajo control, esto no dura más que unos meses". "No va a tener cómo, no se va a animar, hay que estar loco para hacer algunas cosas, puro gritito, mucho ruido y pocas nueces"; y otras frases de diverso grado de ingenio e ingenuidad que demostraron ser tristemente inútiles a la hora del desastre, del horror y del asesinato de 20 millones de personas.

Estuve leyendo, en estos días, un libro que no paro de recomendar, aunque quizás llego tarde, pues ya hace unos años lo recomendó el Papa Francisco… y si no le hicieron caso a él, difícilmente me hagan caso a mí. Se trata de Síndrome 1933, un libro del italiano Siegmund Ginzberg que compara, con las herramientas que le da una profunda investigación histórica, a la Alemania de 1933 con la ¿Italia, Europa, el mundo? de estos tiempos. Digamos que habla de una Italia prepandemia (gobierno de derecha de Salvini), pre-Georgia Meloni, pre "todo esto que nos está pasando y a lo que no sabemos cómo carámbolas pudimos llegar".

Es posible que en este punto algún lector proponga: "Rudy, no te pongas tremendista que esto ya se está terminando, fijate en la derrota del gobierno en las elecciones de septiembre, o en lo mal que le está yendo en el Congreso". Me tienta remitir a ese lector a la frase de Bertolt Brecht suprascrita, pero no lo haré, sería de un nivel de cinismo que preferiría no ejercer. Sí diré, lector, que respeto pero no comparto ese criterio, porque creo que lo que nos está pasando es producto de una profunda crisis cultural, de la exclusión diaria de minorías diversas, singulares y plurales, de la falta de duelos necesarios ante las pérdidas, de traiciones entendibles pero cuyas consecuencias igualmente rigen, de la pérdida de lo "absurdo" que de pronto se volvió normal, del triunfo de las consignas por sobre las ideas, de la idolatría de diferente signo y color, de la falta de empatía, de no entender que "el otro soy yo", y tantas cosas más que los seres humanos no hemos sabido/querido/podido mejorar, y la IA no se va a ocupar porque no le interesa.

Hecha la digresión, vuelvo al libro. Le aseguro, querido lector, que de haberme visto leyéndolo, se hubiera reído de mí, porque cada dos o tres párrafos repetía como un mantra: "¡No pueden ser tan boludos! Los alemanes no pueden ser tan boludos, los dirigentes no pueden ser tan boludos, los empresarios no pueden ser tan boludos, los políticos no pueden ser tan boludos, las autoridades de Europa y Estados Unidos no pueden ser tan boludos –acá habría que decir 'boludas', pero se rompe el mantra–, el pueblo no puede ser tan boludo, los militantes de izquierda no pueden ser tan boludos, los tipos de clase media no pueden ser tan boludos; los judíos, los inmigrantes, los gitanos, los periodistas... ¡¡¡no pueden ser tan boludos!!!".

Sí, lector, así durante 190 páginas.

Según cuenta el libro, por ejemplo, un señor llamado Helmutt Schmidt, obrero pobre de Baviera, era asaltado a plena luz del día por Hans Hermann Hotenttotenkotelmuterestandartenführer, un hombre alto, rubio, de ojos celestes, tez pálida..., en fin. Y que el bueno de don Helmutt iba a la comisaría a hacer la denuncia. Y le decía a Herr Komisario: "¡Me acaba de asaltar un negro!". Herr Komisario le pedía que lo describiera, y Helmutt lo hacía con lujo de detalles. Y cuando el comisario le preguntaba: "¿Por qué dice usted que era negro?", Helmutt respondía con implacable lógica: "Porque me asaltó".

En este ejemplo, la palabra "negro", puede ser reemplazada por "judío" o por "gitano" o por "extranjero" o por "inmigrante", y, en otros sitios, por "musulmán", "árabe", "cabecita", "pobre", "villero", o, si se quiere ser políticamente correcto, "afrodescendiente". Por el mero hecho de ser malo, delincuente, se asignaba determinada pertenencia étnico-social, y viceversa.

Así se forzaba la "unidad nacional", así se lograba que "odiar" fuera "pertenecer": "tenés que odiar a 'tales' para estar 'adentro', para tener aceptación social". Así fue, y sabemos cómo terminó.

Y podríamos echarles la culpa a los odiadores y listo, quedarnos tranquilos esperando que se les pase, o que nos pasen por encima. O podríamos... preguntar, "no dejar pasar una", cuestionar siempre los prejuicios, sin perder la amabilidad pero con los tapones de punta.

Ahí, querido lector, levantaré la copa.