En 1603, el obispo Fray Martín Ignacio de Loyola convocó a un sínodo en Asunción, la ciudad cabecera de la gobernación del Río de la Plata. Ahí se determinó crear reducciones para limitar a los indígenas en su nomadismo mediante, entre otras cosas, la evangelización. Hernandarias de Saavedra, el gobernador del Río de la Plata, fundó la misión franciscana de Santiago de Baradero en 1615, es la más antigua del país. Los misioneros fray Luis Bolaños, fray Francisco de Arenas y fray Pedro Gutiérrez estaban a cargo de doscientos cincuenta indígenas. Debían vivir y cultivar en el lugar asignado.
Cuatro años más tarde se le envió al rey Felipe III una carta detallando el progreso en materia de construcción de viviendas con horcones, paja y palos. A los chaná y los mbeguá, además de trabajar, se les permitía tener sus armas para cazar en un radio pequeño comparado con lo que tuvieron. En las sementeras cultivaron maíz, habas, porotos, entre otras hortalizas. Como animal de carga tenían bueyes y veinte novillos.
Según los documentos de la época, los ancianos se rehusaban a convertirse en cristianos, lo que era un verdadero problema para los misioneros, que no los convencían ni con los argumentos morales, teológicos ni filosóficos y mucho menos después de terminar con su modo de vivir transitoriamente en distintos lugares según sus necesidades. En el idioma chaná la palabra oyendén significa memoria, según cuentan el chaná don Blas Wilfredo Omar Jaime y el lingüista José Pedro Viegas Barrios en el libro La lengua chaná,
Esa nación habitaba estas tierras bonaerenses desde hace dos mil años, llegando a la parte meridional de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos por el norte, la franja costera opuesta del Río de la Plata, actual Uruguay. Lograr tenerlos en la reducción costó muchas vidas de ambos lados, era por las malas o por las malas, no tenían muchas opciones y los chaná, resistieron hasta donde pudieron.
Cuando apareció el hombre blanco en sus tierras, una de las armas de defensa fueron las puntas de flecha untadas en veneno de serpiente mezclado con yema de huevo de tortuga para que se adhiriera mejor y se mantuviera líquido. Se llevaba en una bolsita de cuero de ciervo macho, que se les entregaba a los hombres el día de iniciación, en un tubito de caña bien sellado. En otra bolsita llevaban arena mezclada con ceniza seca, que se llamaba ogorí abá ocala ug reé uamá, arena en los ojos del no amigo.
Las chicas también tenían buena puntería y la táctica de atacar con arena y ceniza se les daba muy bien. Junto con los niños, usaban un látigo para cazar perdíces, aunque los varones bromeaban que para hacer eso no había que tener tanto talento porque era como cazar mariposas. Durante el rito de iniciación de los hombres, el padre le propiciaba su última paliza; de ahí en más no lo podía castigar nunca más porque ya era adulto. Debía hacerse cargo de sus actos. En las mujeres el paso a la adultez era la ceremonia de desfloración. Una mujer adulta le enseñaba todo sobre el sexo utilizando un vatíc amarí adá-é , un pene hecho de madera.
El término gutar significa pintarse el rostro. Las mujeres no tenían ese hábito de coquetería porque Tijuinmén, el dios de los chaná, el creador, les había otorgado buenos adornos naturales. Sólo en tiempo de guerra era necesario que todos se pintasen la cara, los hombres de negro y las mujeres de blanco, para no confundirse y lastimarse entre ellos.
La ancianidad era muy respetada, como en el resto de las culturas. Los viejos oficiaban de maestros y tenían derecho a entrar en cualquier hogar a comer. Si un niño o niña nacía enfermo o con alguna discapacidad, era hijo del pueblo, todos los cuidaban y jamás quedaba desamparada. Había en cada lugar una adá oyé nden, guardiana de las costumbres, para no perder nunca la identidad, la solidaridad y los principios. Además era la encargada de acompañar a los ciegos. Si durante la unión de una pareja, el varón salía a cazar y demoraba el regreso, la mujer debía esperar las géít aratá nvolé, las tres lunas, antes de considerarse viuda. Pasado ese tiempo, podía volver a formar pareja.
En 1810 Baradero ya era un poblado que tenía ciento noventa y cinco años. Un siglo después, cuando parecía que se había olvidado esa historia de un Buenos Aires precolonial, el baradense Antonio Barbich se comunicó con el arqueólogo Salvador Debenedetti para contarle sobre un hallazgo en las barrancas que daban al río de restos humanos “acompañados de objetos extraños”, según cuenta en el informe Debenedetti. El primero de abril de 1910 logró que el Museo Etnográfico le solventara los gastos de la investigación en el lugar. En Baradero se reunió con un vecino de apellido Alexandrini, que mientras araba el faldeo de las barrancas, se había topado con los esqueletos. Hubo extensas reuniones para determinar el procedimiento y qué pasaría luego de las excavaciones. Los dueños del campo, luego de debatir en familia durante toda la noche, decidieron aprobar la investigación poniendo como condición que las riquezas que se desenterraran fueran para ellos y el terreno quedara como antes.
Enseguida aparecieron tiestos de alfarería y piedra pulida. Se excavó una zanja de un metro de ancho y la profundidad necesaria hasta dar con tierra firme. A cincuenta centímetros de profundidad y dos metros del comienzo del declive del faldeo, se descubrió el primer esqueleto, el cráneo apuntado al este y los pies al oeste, colocado de espaldas. A solo tres metros encontraron un cuerpo que indicaba violencia en el cráneo, otro orientado de norte a sur junto a restos de huesos infantiles. En total se encontraron catorce cuerpos, sepultados cuidadosamente con sus joyas, varios con planchas de metal a la altura de las orejas en forma de círculos, cinturones de conchillas y vidrio, vinchas tejidas indicando la vida prehispánica de la zona. Aunque se deduce que podrían haber sido habitantes de aquella reducción que mantuvieron su vestimenta tradicional.
El chaná que nos destapó un cofre de conocimiento en pleno siglo XXI fue Blas Jaime, que vive en el pueblo de San Benito, Entre Ríos. Dice que según el calendario de los blancos tiene noventa y un años, pero el calendario chaná, con el que su madre lo crió, indica que pasó largamente los cien. En su voz suave se escucha decir “estoy en tiempo de reposo y ya no viejo más”. Sus recuerdos viajan al comienzo de su vida en 1934. Su abuela materna atendió el parto donde él vio el mundo por primera vez. El cordón umbilical, el pira é ugitití, la cuerda de vida, que cayó días después del parto, fue recogida con cuidado por la abuela. Ella lo envolvió en una vejiga de pescado secada a la sombra y como una bolsita colgante se la colocó alrededor del cuello del bebé para que la lleve siempre como medicina.
Cuando Blas tenía cuatro años, un día fue de visita a la casa de su abuela paterna Josefa Villagra. El niño confiado se acercó demasiado a un perro bravo que lo mordió en la ceja izquiera abriéndole una gran herida. Josefa no dudó en matar al perro por faltarle el respeto al nieto. Mezcló un poco de pelo chamuscado de la cola del perro con aceite de tortuga, le agregó un poco de raspadura del cordón umbilical y se lo colocó en la herida. Fue un anestésico instantáneo, coagulante y cicatrizante. A Blas no le quedó cicatriz visible.
El aprendió el idioma chaná a los catorce años. Su madre lo guardó como un tesoro invaluable, ya que era un secreto de su nación. La llegada del hombre blanco intentó matar las lenguas y en este caso, era tradición puertas adentro, que las únicas poseedoras del idioma fueran las mujeres. Blas tuvo dos hermanas que fallecieron jóvenes y aunque fuera varón su madre le preguntó si quería aprenderlo y desde esa edad lo habla, pero como había que ocultarlo se lo guardó hasta fines de 2004. Con setenta años, se dispuso a encontrar a alguna mujer u hombre que supiera hablar el chaná para conversar en el idioma antiguo de sus padres. Lo hizo recorriendo radios, pero no apareció nadie. Eso llamó la atención del lingüista Barrios que inmediatamente se puso a disposición y comenzó a tomar nota de todo el conocimiento de Blas. Además, causó gran sorpresa en antropólogos, arqueólogos, historiadores y en los mismos descendientes de la nación chaná, que nunca lo habían oído. El idioma se daba por muerto y el último registro escrito es el de Pedro de Mendoza y Magallanes en el siglo XVI. Blas es el único y último hablante del chaná en el mundo. Por suerte enseguida se publicó su diccionario, comenzó a dar talleres y a contar su historia a las comunidades que se unieron para aprender y cuidar también de él.
En el censo de 2010 se reconoció a los chaná como pueblo. Una parte de esos sonidos, de ese hablar de la tierra, también está en el cementerio de Baradero que fue declarado en 2012 Sitio Histórico, y es patrimonio de la Provincia de Buenos Aires. En 2014 la familia Alexandrini donó a la comunidad de Baradero los elementos encontrados, una cantidad importantes de cuentas de vidrio y los discos de latón, las joyas de los enterrados, entre otras cosas.
Los cuerpos siguen ahí a dos, tres metros de distancia uno del otro, en fila horizontal dos o tres, otros en el norte o en el sur, como una constelación bajo tierra alimentando las raíces de la provincia. Actualmente el idioma chaná es una lengua en revitalización. La nación se despertó aquí y allá, renovada, aún vive en las palabras que uno aprende, pero también en el paisaje, el río, en las miradas de las personas que no tienen muy en claro su origen, pero que en su amptí, su rostro, los rasgos antiguos aunque se mezclaron con blancos y negros, en algún momento generacional aflora, y se refleja en el espejo el rostro prehispánico de Buenos Aires.