Este 27 de septiembre se cumple un año sin Eduardo Jozami. Un año en el que, sin su presencia, las coordenadas de la política y el pensamiento argentino parecen más difusas, más propensas a la mera inercia. Con su trayectoria multifacética, Eduardo ofreció un mapa y una brújula: la que apuntaba, a la vez, a las barricadas y a la serenidad crítica de la biblioteca.

Esa mixtura entre la palabra y la acción fue forjada al calor de la historia más dura. Hasta 1975, el joven abogado de la Universidad de Buenos Aires, el secretario general del Sindicato de Prensa, el periodista en Clarín y el Diario de la CGT de los Argentinos y el militante de la izquierda peronista, le daba un “predominio absoluto a la política”. La escritura era parte del oficio del periodista o una herramienta para “discutir con los compañeros”, nunca un fin en sí mismo. La acción devoraba la reflexión.

El laberinto de los ocho años en la cárcel —relatados en su libro 2922. Memorias de un preso de la dictadura— lo empujó a un vuelco. En el encierro, mientras la dictadura intentaba doblegar su voluntad, la lectura de clásicos y la escritura se convirtieron en el último territorio de libertad. “Ese libro representa en cierto modo ese vuelco hacia la escritura que se fue gestando en la cárcel”, explicaba sobre esas páginas y las cartas salvadas de la prisión.

La decisión de transitar de modo anfibio entre la política y la literatura se cristalizó en una frase, dirigida a su mujer Lila Pastoriza (gran periodista, sobreviviente de la ESMA) desde el penal de Rawson, en abril de 1983, a las puertas del retorno democrático: “Estoy muy decidido a que toda actividad futura sea compatible con una tarea intelectual que impondrá condiciones o modos de hacer política”. Aquel fue su nuevo pacto con la historia. De ahí en adelante, la acción no sería una renuncia al pensamiento, sino su consecuencia.

Cumplió a rajatabla con el (auto) mandato. El exilio lo llevó a México para estudiar Economía y Ciencias Sociales. De vuelta, combinó la dirección de la revista Crisis (1987-1989) y la docencia en la Universidad de Buenos Aires y la UNTREF, con el ruedo político como concejal, convencional constituyente y subsecretario de Vivienda porteño. Fue la demostración de que la conjunción de la actividad pública y el trabajo intelectual es “apasionante y muy fecunda”.

Los años maduros (y siempre elegantes) de Jozami no le quitaron pasión, sino que sacaron a la luz una arista valiosa: la autocrítica histórica. Su visión gambeteaba las versiones “sin fisuras” de la lucha de los setenta, a las que consideraba estériles. Crítico de la estrategia de Montoneros, organización que integró, señalaba que “no hubo una vocación, un interés por ensanchar los espacios de la política” en 1973. Aunque, al mismo tiempo, destacaba aquellos años por la apertura a pensar transformaciones profundas. Por eso, entendía que la memoria debía ser complejizada para ser efectiva, para ir “más allá de ese dislocamiento básico” entre la demonización y la épica unidimensional.

Su libro Rodolfo Walsh, la palabra y la acción, bajó al autor de Operación Masacre del “pedestal” y lo hizo más grande en sus contradicciones, sus cuestionamientos y sus aperturas. Un gesto que definía la propia ética de Eduardo.

Desde 2008, como director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti en la ex ESMA, Jozami demostró la potencia de este enfoque. Para él, la memoria no era solamente una tarea de archivo, sino de “afirmar en el pasado y también en el presente ciertos valores básicos que hacen a la democracia y a una sociedad más justa”. No era un custodio de cenizas (en su mayoría ausentes), sino un sembrador de futuros.

Jozami era el intelectual que se rehuía de las etiquetas. El hombre con esa visión “más de mediano y largo plazo” que le había dado la cárcel, una capacidad para decir: “mirá, ya veremos”, que le sirvió de armadura en la política, donde era “más ansioso" cuando era joven. Siempre tenía el oído atento a los jóvenes y, con su sonrisa amplia y su carcajada explosiva, rehuía de los sermones y las solemnidades para generar en cualquier espacio el clima de la sobremesa y el aprendizaje mutuo.

Su legado es un recordatorio urgente: para repensar el futuro de las políticas de derechos humanos (sí, precisamente ahora, cuando parece el tiempo menos propicio). Para entender que es imprescindible “tratar de ampliar los consensos” a sectores más vastos que el propio. Para eso, hace falta pensar. Y pensar, en la tradición de Jozami, no es abandonar la lucha, sino tomar impulso y recomenzar de forma más lúcida.

Fue un tipo que, incluso después de que sus torturadores lo dejaran tirado cerca de Bancalari, en mayo de 1972, se tomó el colectivo, se bajó en Puente Pacífico y tarareó “Gracias a la vida”, de Violeta Parra. La palabra y la acción de Eduardo son una brújula a la que hoy, un año después de su partida, debemos mirar para saber dónde estamos parados y qué camino podemos tomar.