Fue en el Nápoles de Tasso, de Vico y de Croce –quien mentando esta genealogía la llamaría “un paraíso habitado por diablos”-, donde en 1784 vio la luz Pedro de Ángelis, nuestro primer historiador. La ciudad había sido el lugar de surgimiento de un nuevo concepto de historia íntimamente ligado a nuestro destino como nación. Pues allí surgía la Ciencia Nueva de Giambattista Vico, que propuso la ficcionalidad como instituyente del mundo humano; ciencia que hace del poeta el dador de la existencia y del historiador el interrogador de sus claves.
De Ángelis, que sería su introductor en París y en Buenos Aires, no tardó en convertirse en un ardiente carbonario que celebró la caída del rey Borbón bajo la embestida de los ejércitos napoleónicos. Sin embargo, en un viraje acomodaticio, que se le haría costumbre, en breve devino un entusiasta sustentador de la monarquía de Joaquín Murat, para lo cual hubo de suspender su republicanismo previo. (Tras la caída de Rosas aceptaría ser Cónsul en el Plata de una casi virtual corona borbónica restituida al Reino de las Dos Sicilias, con la que tramaría una falsa utopía de ribetes sanchopancezcos: reclamó hipotéticas regalías a la corona sobre las futuras colonias de la inexistente isla Pepys, de su invención).
Ayo de los hijos de Joaquín Murat, Bibliotecario y Profesor de la Real Escuela Politécnica y Militar, el ex-artillero del ejército napoleónico pasaría a rozarse con la monarquía cuyos secretos vergonzantes no tardaría en vender a la prensa cuando el cuñado de Napoleón cayera en desgracia. De la frecuentación de esos círculos áulicos le restarán refinados modales aristocráticos, una esposa suiza a la que conoció durante su estadía como secretario de la legación en Rusia, y una afición por los documentos históricos que acumularía con pasión de coleccionista y que, a la postre, labrarían su fama.
Exiliado en Francia, tendría lugar la puesta a prueba de sus aptitudes. Se convertirá en escriba a destajo. Dos centenares de biografías redactadas para una enciclopedia menor, entre las que cuentan las de Tasso y Spinoza, la adquisición del oficio de tipógrafo y su amistad con figuras como el general Lafayette y Madame de Staël, con Destutt de Tracy y el joven Jules Michelet a quien iniciaría en Vico (“me sentí como un nuevo Dante guiado por Virgilio hacia el averno de la historia”, proclamó el insigne historiador de la revolución francesa), le valieron una recomendación para formar parte del elenco del presidente de una república joven –Bernardino Rivadavia-, a la sazón de gira de reclutamiento por Europa.
Su arribo a la que sería su patria adoptiva en 1827 lo impulsará a la creación de órganos de comunicación del Estado (se hará cargo de la imprenta y de la prensa oficial) y a la fundación de colegios. Pero las volátiles condiciones históricas vapulearán sus convicciones instándolo a desarrollar un fuerte realismo en el que su ya probada versatilidad no siempre reconocerá el límite del mero oportunismo. La flagrante contradicción entre sus textos del período rivadaviano sostenedores de un credo democrático-liberal moderado y las posiciones de cerrada defensa de los poderes fácticos que, desde las páginas de La Gaceta Mercantil sostuvo durante el rosismo -continuación a sus ojos del período épico fundacional de las naciones modernas que para Vico era una cruel etapa necesaria en su organización-, operaría un menoscabo en su apreciación y ensombrecerá el su labor historiográfica; con mucho, lo más meritorio de su impronta en nuestro país.
“Rosas tomó alquilada la erudita pluma de Ángelis, un italiano, para cubrir la desnudez de su literatura de apodos, epítetos, sobrenombres y aclamaciones” –escribirá Sarmiento. La figura intelectual que compone de Ángelis se reviste de patetismo en su imbricación con el poder, al que reconoce como fuente y garantía de legitimidad de un estilo de enunciación que, con melindres, pretende mitigar en sus fervores. “Contemporizar con el poder es reconocer un amo”–escribía durante los años de Rivadavia esgrimiendo una involuntaria profecía autocumplida. Su drama, íntimo y público -el de una conciencia escindida por el apego a principios de convivencia democrática mal avenidos con las prácticas del poder total en un régimen al que sirvió-, lo enemistó con sus antiguos correligionarios ahora exiliados en Montevideo, los corifeos de la llamada Generación del ’37, a los que fustigaba desde el Archivo Americano.
Recuerda Diego Tatián que Spinoza había dado en la adulación la clave de la servidumbre voluntaria, nudo secreto de toda opresión. Allí está el primer esbozo biográfico de Rosas, debido a de Ángelis, para probarlo. El elogio final (“hemos tenido que hacer un esfuerzo por no caer en la exageración que naturalmente inspira la contemplación de virtudes tan eminentes”) es más que elocuente. Pero hay también en sus posiciones un doble juego, una suerte de duelo implícito, donde la desconfianza nunca zanjada del dictador, que todo lo someterá a revisión personal (es sabido que corregía cada texto salido de su pluma hasta en los menores detalles, e incluso decidía sobre cuestiones de diagramación de la Gaceta Mercantil) obligaba al escriba a una estrategia sutil de seducción, en la que el fingimiento de una admiración no era inusual, y al uso de florilegios lingüísticos para poder eludir los filtros de la censura. Sarmiento, refiriéndose a él dirá que “hizo más mal y prolongó por más tiempo la agonía del país, porque el saber no es despreciable”. A su vez, de Ángelis ironizará de continuo en sus cartas sobre su imagen pública: “yo, ladrón, bandido, miserable, mazorquero”, escribe, no sin mechar desencantados párrafos sobre “esta nación tan desgraciada” en los que declara su deseo, nunca cumplido, de retorno a Europa.
Si a veces equivocaba el modo de tener razón (como cuando recusaba la Constitución, “apenas y solo un librito”, lo cual no fue óbice para apresurarse a proponer una Constitución a sus enemigos de la víspera, los vencedores de Caseros), otras no estaba errado en sus razones. Tal fue el caso de su ataque a los salvajes unitarios por su búsqueda de apoyo en potencias extranjeras para el logro de la libertad. Por lo demás, la ácida polémica sostenida con Echeverría muestra dos inteligencias que se disminuyen a sí mismas al descender al fango del improperio y la injuria. “Sofista audaz y charlatán necio” que “vendió su pluma y su conciencia al Restaurador”, dirá de él el autor del Dogma socialista. E incluso afirmó que Rosas se había dejado embaucar por ese “napolitano de lengua impía”, endilgándole la paternidad intelectual de los males del país. De Ángelis, en su respuesta a lo que llamó el “parto de un cerebro trastornado”, se esforzará en limar la originalidad del pensamiento echeverriano, atribuyéndole deudas intelectuales, si no excesivas, evidentes, con sus fuentes de inspiración europea. Había dado en la tecla: señalando el dilema del pensamiento argentino en ciernes que aún no alcanzaba a formular del todo su ansia soberana, este extranjero acusaba de extranjerizante a uno de los adalides de la conformación de la identidad nacional. Pues el historiógrafo, que en su fervoroso historicismo radicalizaba la peculiaridad de cada nación, sostenía que “es imposible fundar una sociedad sobre un modelo dado”. “Es tan difícil creer que dos naciones se hallan en posición exactamente igual como que las letras del alfabeto arrojadas sobre una mesa formen la Eneida de Virgilio” -escribió.
Vico convocaba a la fundación del Estado a través de una nueva gramática social, una política y una geografía poéticas asentadas en el lenguaje. Suscitar las fuerzas orgánicas de la nación en ciernes desde el lugar de origen, el documento, que mapea la huella de la experiencia histórica, es la tarea que preside los desvelos del historiador, a quien confiere el rol decisivo. De Ángelis, plenamente consciente de ello, llevará a cabo una política de la memoria muy precisa, que redituará en ocasiones concretas en beneficio de su patria adoptiva: la cuestión Malvinas y los litigios de límites con Chile, así como los problemas de soberanía sobre la navegabilidad de los ríos interiores, se dirimirán desde entonces sobre la base de sus compilaciones historiográficas.
En el ámbito del lenguaje la historia hace su ingreso; los pueblos, de los que emana todo poder legítimo, fundan en sus creaciones la construcción de una nueva comunidad. El habla y el mito son sus herramientas. Por eso resulta aleccionadora esa imagen que lo pinta conversando en el patio de su casa con lenguaraces indios que contrataba como peones, a los que tomaba como informantes para la composición de diccionarios. Su visión integradora, incluida en su proyecto de Constitución desestimado por los congresales del ’53 en favor del menos inclusivo de Alberdi, muestra una concepción de respeto de las naciones originarias en el mismo movimiento en que da cuenta del dilema central de la construcción de la nación: “¿cómo se llevarían a efecto dos operaciones tan incompatibles, a saber: ocupar los terrenos de los indios y solicitar su alianza?” -había escrito para justificar la política rosista, señalando el drama del encuentro civilizatorio que sería resuelto, décadas después, del peor de los modos. “La intolerancia es el único argumento de los que no tienen razón”, advirtió.
Su pasión de coleccionista que lo llevó a amarrocar un formidable archivo que editó financiado por Rosas, certifica la potencia que revisten los textos cuando son revividos adecuadamente. Como tantas veces, fue Sarmiento, poco dado al elogio, quien llamó a su Colección de Obras y Documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata y la Colección de viages y expediciones à los campos de Buenos Aires y a las costas de Patagonia, “El monumento nacional más glorioso que pueda honrar a un Estado americano”, y sostuvo que a de Ángelis “le debe la República lo bastante para perdonarle sus flaquezas”.