Se habla mucho de Horacio Cóppola, con sus fotos enigmáticas, hasta diría metafísicas. Esos edificios de Diagonal Norte, geometrías cubistas para galeristas chic. Pero no, déjenme a mí decir cómo las debemos ver. Por eso soy agente de inteligencia, y después de muchas vueltas e incertezas, las verdaderas sombras de un destino me permiten expresarme a pleno. Yo sé lo que es ver lo que las simples personas ven de un modo, para verlo de otro, un tanto siniestro. Los hombres no toleran conocer y conocerse en lo siniestro. Esa es nuestra fuerza. La de los hombres de la Inteligencia de un país. No se alteren si digo que nosotros poseemos su verdadero significado, no esos pobrecitos profesores de Universidades. La palabra inteligencia, se la prestamos, no problem. Pero es a nosotros, por la gran cantidad de complejas operaciones semiológicas que realizamos, a quienes nos corresponde.

Buenos Aires conserva su encanto, no lo dudo, pero eso es para los turistas, los pequeños burgueses, los agentes inmobiliarios que inventaron esa tontería de Palermo Hollywood o no sé qué. Nadie sabe que nosotros, los agentes secretos, los hombres de operaciones, los hijos del sigilo, de la alteración de las causalidades y el sembrado de pistas falsas, vemos toda Ciudad desde sus signos ocultistas, psicóticos y malsanos. Nuestro triunfo se aproxima ahora a ser completo, aunque no podemos decirlo públicamente.

Es que nuestra palabra no existe. Existen nuestros hechos, pero siempre de un modo trastocado. Plantamos –disculpen nuestra jerga, les hablaré con la menor cantidad de tecnicismos posibles–,una situación para que caiga un inocente. Es una trampa para pajaritos. Pero no se nos culpe de nada. Para un agente secreto nunca hay inocentes, hay un conjunto de cupos de perversidad previamente definidos que tenemos la orden de adjudicar a tal o cual. Lo destruimos sin que el pobre sepa porqué, pero ya se ha dicho que quebrar esa oscura ignorancia del candoroso, es una bella arte. Así el “inocente” descubre lo que solo nosotros sabíamos. Que había vivido equivocado. No le pedimos, sin embargo, que agradezca que le hayamos descubierto su culpa. ¡Si nunca se explicará lo que le pasó, pues ni sabía quién  era!

Entiéndase bien: no hay personas que cometen ilegalidades o crímenes. Hay un catálogo de crímenes e ilegalidades –los candorosos siguen llamándolo carpetazos, son antiguos, o big data, tampoco, demasiado moderno–, que son adjudicados a personas, tales o cuales. A veces se elige uno al azar para cubrir a un tercero, no sabemos quién. Otras, aciertos hechos que son  suicidios reales en los que poco o nada tuvimos que ver –aunque a veces aplicamos nuestro buen Manuel de inducimiento–, enseguida lo enredamos todo para elegir culpables, responsables, personajes que surgen en las tinieblas. Es increíble la cantidad de personas que hay en el mundo que gozan con el crimen, que tienen su alegría más salvaje cuando desean que una sangre casual sea parte de un espectáculo, de una ópera atroz y fantasmal. ¡Somos esos ignorados artistas!

Por ejemplo, el caso Nisman fue nuestra mejor obra. Y se hizo sola. Allí apenas mostramos nuestras sombras, ligeramente el brillo siniestro de una frase dicha al pasar. Lo que los políticos burgueses no entienden, el peso de la nada que de repente hace crujir a los hombres que se meten en las tramas  sigilosas, sin saber que ellas nunca están fijas. Porque se exhiben un día de un modo y poco después se transmutaron. Me río de la posverdad. Fuimos nosotros los que la inventamos, pero no cometimos el error de escribir editoriales pavos sobre ella. ¡Que los “temas” los impongan otros! Nosotros somos solo espectros, ni tenemos carpetas. Apenas nos alcanza la palabra carpetazo.

No hay hechos, que son la Nada. Hay interpretaciones, que son ellas mismas y su contrario. Ese es nuestro pináculo. Nisman, con su suicidio, fue un punto de convergencia de múltiples fuerzas. La realidad es ambigua, de dobles y triples identidades, de simulaciones que a veces no dudo en calificar de artísticas. Ellas nos conducen a que con dos o tres sugerencias, una palabra equívoca de un juez, un periodista que escucha algo de una cadena de vocablos que hacemos circular, ya una porción enorme de la sociedad agradece que le demos la cabeza del responsable del crimen. Así son las cosas, así es nuestra vida. Muchos políticos se quejan. Pero a veces cuando ellos “sueltan la mano” son más duros que nosotros cuando “entregamos cabezas”. Somos funestos y finos a la vez. 

Por eso un departamento en Puerto Madero es tan ilusorio como una bicisenda, un remodelamiento de calles, las estaciones del metro bus. Vemos la ciudad como un abstracto campo de fuerzas. Allí dónde se cruzan la nada, un disparo y la sangre. No son las grandes avenidas que los urbanistas de los años 30 construyeron para que confluyan en diagonal hacia Plaza de Mayo. No son formas rígidas esperando lo humano, o la visualidad de edificios que parecen humanoides en su soledad, como los vio Cóppola. De manera alguna, porque nosotros vemos allí flujos numéricos, tensiones de circulación, marchas, agitación, griteríos. Esos espacios son espacios de confrontación, de rígida espera. 

Allí probamos a neutros novatos. En nuestras clases –no me pidan que diga cómo son ni quién las da, pero les aseguro que allí no regalan nota–, enseñamos el techo múltiple de escudos para la defensiva, como en los ejércitos romanos, el motociclismo de ofensiva estratégica, el gas pimienta como gastronomía de escarmiento. Y sobre todo, las nuevas motos con formaciones en alas, la bifurcación engañosa, la dispersión simulada, el agrupamiento sorpresivo, la mezcla oscura de hombre y aparato, el detalle necesariamente siniestro de pasar con el noble vehículo sobre la pierna de un manifestante caído. 

No es fácil esta lucha y mucha gente no la comprende. Ve la ciudad como un lugar de paseo, ve las calles como Pipo Pescador, yendo en auto a comprarle un helado a la familia. Todo bien. Es para ellos que trabajamos, la tranquilidad de las buenas gentes ante el horror que nos amenaza (Muy buenas las clases sobre la Teoría del Horror, hasta nos pasaron la película de Cóppola como introducción, pero fue otro Cóppola, no el fotógrafo sino el de Apocalipse Now). ¿Que no se nos comprende, a pesar que para nosotros información es cultura y viceversa? No problem. No trabajamos para eso. Mejor que no se nos comprenda. Porque nuestra filosofía no tiene nombre pomposo ni ningún otro nombre. 

Es la espera que el detalle se trasforme en un foso tenebroso. Lo casual comienza a verse como parte del Plan. Y noso- tros, los del Plan, no hicimos nada. Nuestra mera existencia junta las cosas maravillosamente. Nos basta con no ver la Ciudad como un tango enternecido, una novela de Cortázar –demasiado obvio lo de la Galería Güemes–, aunque a Arlt lo respetamos un poco más, él casi encuentra la cosa. Pero vio solo la angustia, no el Plan sin sujeto. Como si unas simples balitas de goma le hubieran tapado los ojos.

Una casilla de un diariero en la vereda de edificio de Nismam, un pibe distraído que le lleva un revólver, nada de eso lo hicimos nosotros. Pero sin nosotros nada hubiera ocurrido. Ahora son hechos necesarios, la objetividad secreta que solo nosotros conocemos. La Ciudad sin nombre. Falta con susurrar una palabrita a alguien –alguien específico– y dejar que flote una amenaza en el aire con una mirada indiferente –no hay quien no la sepa interpretar–, ya está preparada la escena. Vendrán peritos, jueces, la realidad se desencadena como si fuera un papiro escrito hace mil años. ¿Quién lo hizo? Nadie. No hay que tener nombre para trastocar toda la realidad, aunque a veces no se pueda evitar matar a alguien por la espada y dejar que se derramen mil hipótesis sobre la frialdad del agua de un río del sur. 

Donde otros ven una Ciudad, Discursos, Fervores, nosotros vemos una tarea. Originar la Culpa. Dejarla caer sutilmente sobre la cabeza de los Otros. Por suerte, este nuevo Presidente, con intuición natural, sabe entendernos.