Durante mi peregrinación a Inishmore, una de las islas Aran -apenas un atolón espigado donde solo se habla gaélico- ubicada al oeste de Irlanda, guiado por el libro de John M. Synge visité un cementerio que data del siglo IX. Una de las tumbas recientes pertenece al clan Cooke, del cual procedía John William Cooke, el jefe de la izquierda peronista a quien Perón delegara el mando de la Resistencia. De aquel territorio yermo tachonado de sitios sagrados había salido Isaac McKim Cooke, un robusto marinero de cabellos rojos que, como muchos, emigró a Estados Unidos a mediados del siglo XIX tras la peste de la papa que sumió al país en la hambruna. En Baltimore desposó a Carmen Arocena, una panameña con la que trajo al mundo en Colombia a Genaro William Cooke, que se radicaría en La Plata donde ejerció como odontólogo. Será su hijo Juan Isaac (1895-1957) quien instalará el apellido en la política nacional.

Abogado por la Universidad Nacional de La Plata, militante de la Unión Cívica Radical, fue docente la Universidad de Buenos Aires. Sus libros, entre ellos Política Argentina (1927), Por la democracia (1938) y Hacia la unidad política y económica de la Nación (1941), labraron su prestigio. En 1922 fue Subsecretario de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires y en el ‘38 fue elegido diputado nacional por el alvearismo.

En 1945 Edelmiro J. Farrell -también de ascendencia irlandesa-, lo nombró Ministro de Relaciones Exteriores y Culto; su gestión estuvo abocada a demostrar que el gobierno no tenía orientación nazifascista. Sin embargo, debido a la presión aliadófila, pronto fue reemplazado por el comandante de la Armada, Vernengo Lima, pero tras la conmoción del 17 de octubre fue repuesto en el cargo. Expulsado del radicalismo, fue uno de los fundadores de la Unión Cívica Radical-Junta Renovadora, la escisión que apoyó la candidatura de Perón, quien lo destinó como embajador en Brasil. En el ‘54 fue delegado ante la ONU​ hasta poco antes del golpe del ‘55, cuando asumió como embajador en España, donde permaneció exiliado. Falleció dos años más tarde en Punta del Este.

Juan I. Cooke había tenido a su cargo la respuesta al Libro Azul producido por el Departamento de Estado días antes de las elecciones del ‘46 en el que se identificaba al peronismo con el nazismo. Firmado por el propio Perón, el Libro Azul y Blanco desenmascaraba cada una de las tergiversaciones que con torpeza el embajador Braden, inspirador de aquel panfleto, esgrimía sin advertir que la polarización que produjo le jugaría en contra; la consigna “Braden o Perón” amalgamó los anhelos populares.

Al momento de su nombramiento en Brasil las relaciones con el país vecino atravesaban fuertes tensiones que Cooke trató de mitigar con escaso éxito. Debido a la afinidad del peronismo con Getulio Vargas, que había sido depuesto poco antes y comandaba la oposición, el gobierno del general Dutra recelaba de las intenciones de Perón, al que acusaba de hegemonista por su política de panlatinismo desplegada en todo el subcontinente. El rival a neutralizar era Assis Chateaubriand, dueño de los principales medios de comunicación brasileros, quien pese a los esfuerzos de Cooke no cejó en su campaña de desprestigio contra el gobierno argentino. La alianza de Dutra con Estados Unidos, que presionaba para opacar la influencia del ejemplo soberano peronista, llevó a ciertos intentos de componenda del propio Perón que no lograron aventar la desconfianza mutua. En esas condiciones adversas Cooke maniobró para conciliar su cauta actuación como embajador con una intensa acción propagandística, articulada desde diarios y radios independientes, que desplegaba en secreto.

Con la asunción de Vargas en el ‘51 la Cancillería brasilera, con su clásica autonomía del gobierno, no modificó sus ataques hasta que se produjo la renuncia del Canciller. Sin embargo, los medios pro-norteamericanos dirigidos por Chateaubriand continuaron operando contra Perón. Pasarían décadas hasta que recién con el gobierno de Lula se forjara el Mercosur y los vínculos entre los países hermanos se estrecharan en una alianza de la que depende en buena medida el futuro del subcontinente.

Pero es la figura de su hijo José Luis, que por su final trágico se desvaneció en la historia, la que estas notas tratan de rescatar. De él solo nos resta un pequeño volumen de Cuentos y ensayos editado en diciembre del ‘45 por sus amigos Hellen Ferro, Omar del Carlo, Máximo José Kahn y Narciso Pousá, financiado por Cooke padre, en el que reúnen sus trabajos y esbozan melancólicas semblanzas a manera de elegía.

Juan Isaac había contraído matrimonio con María Elvira Lenzi Álvarez de Toledo, con quien tuvo 4 hijos: Jorge (1901-1955), John William (1919-1968), José Luis (1923-1945) y Carlos (1925-2010), todos platenses. Muy ligado a John, José Luis encarnaba la figura crepuscular de un tardío poeta maldito visible en sus textos.

“Pequeño, fornido, de tórax potente y cintura ancha, el cabello rubio oscurecido, ondeado y revuelto, los ojos vibrantes, azules, que solían ensombrecerse y aquietarse dulcemente”, como lo describe Ferro, era dado al arrojo físico. Solía internarse en el mar hasta perder el aliento; alguna vez escaló una cumbre en Mendoza poniendo en riesgo su vida y cada tanto se trenzaba en trifulcas en defensa de sus amigos; actos que delataban una pulsión por extremar la experiencia de la vida -y de la muerte.

Reservado, silencioso, estaba tomado por un espíritu místico, cristiano, que no excluía el sarcasmo. “El que inventó la risa es el más astuto del mundo. Permíteme que me siga riendo y sacándole la lengua a mi cuadro de comunión” -escribió en una carta. En la casa paterna amenizaba tenidas en las que los amigos escuchaban a Mozart y a Brahms con unción y leían a Baudelaire, a Valéry, y a Keats, a quien tradujo. Pero, dice Ferro, “bajo su mordacidad temblaba la timidez: en su ironía se ocultaba el ansia de que le quisieran”. La conscripción fue un momento crucial para él: “el instinto de los otros hacía que me miraran como un extranjero”-confesaba con amargura. No encajaba. Alguna vez lo sorprendió un oficial durante una guardia leyendo un libro de Hölderlin. “Eso no es poesía” -le espetó. Y le ordenó: “¡cuerpo a tierra!”. Cooke recibió “la formidable lección de ser humillado”.

Taciturno, José Luis no podía sustraerse a “esa extraña nostalgia del abismo”: le tentaba el enigma de la muerte. Fue “la añoranza de una existencia desconocida” lo que una tarde de invierno del ‘45, en un parque cualquiera, lo precipitó al suicidio. Tenía 22 años. La muerte representaba para él “una aventura sin crónica”, como para los poetas que en medio de sus prosas insurgentes citará su hermano John (“compañero de correrías a quien sostenía con su lealtad y sus cuidados”), haciendo del peronismo “el hecho maldito del país burgués”. La “triste nitidez” de su vida clausurada, concluye Ferro, habita los recuerdos: “son los vivos los que matan a los muertos”.

Su cuento El Barón Tyfan es una versión condensada y extrema de Contra Natura de Joris-Karl Huysmans, emblema del decadentismo finisecular. Encerrado en un castillo ruinoso, el personaje imaginado por Cooke practica la religión del mal: “hay un solo Dios al que hay que odiar”. La hipocresía consagró a un Dios bondadoso, arguye; la otra cara malvada, “la parte que venero”, late en el corazón de los hombres. Es un deber revelarla. Su método es el crimen: “Yo debo hacer llegar sangre a los labios sedientos de mi Dios”.

El refinamiento de su culto, inspirado en el satanismo decimonónico, lo señalaba como un sacrificante sagrado: en los sótanos del castillo monta una sala de torturas en cuya descripción Cooke no ahorra atrocidades. Hastiado, finalmente el Barón clausura la ergástula y se entrega a las obras de caridad: “ahora deseo llegar hasta el Dios amable; debo ser bondadoso. Y cuando esté a su lado cumpliré mi más alta ambición: torturaré a Dios”. La piedad le duró poco. Tyfan volvió a su afición perversa: mutilaba cadáveres a los que abría la cara para tratar de “anular el mecanismo de la risa”. Pero la consumación de su credo requería volverse contra sí mismo. Como un Cristo, se atravesó la mano con clavos. Quien con apariencia de modesto conserje narra la historia en tercera persona a unos visitantes casuales tiene su mano historiada de estigmas. En otro cuento, El coleccionista de llaves, un Papa oculta contra su pecho un relicario con la efigie acerada de una sensual diosa pagana y acaba muriendo durante una misa al incrustarla a golpes en sus carnes.

Pero en donde muestra su concepción ideológica más prístina es en el ensayo Las mujeres en el “Libro del Buen Amor”. Con un fastuoso despliegue erudito repasa las literaturas griega y latina y postula que Juan Ruiz ejerció, contra su época, una equiparación de la mujer, a la que considera de igual naturaleza que el hombre. Tras desgranar la crítica de la “idealización engañosa de los caballeros vanidosos y despreciativos que en torpes homilías recibió la mujer en el medioevo”, sostiene que “todos los hombres con sus elucubraciones filosóficas o con sus actos personales participan del arrebato anti-feminista aunque sin renunciar a la mujer”. Pero, intempestivo, Cooke afirma que en el cristianismo, “el más profundo movimiento espiritual de Occidente”, las mujeres “vieron la liberación de su sexo” dado que “hay una equiparación doctrinal fundada en el amor y el respeto mutuos”, convirtiéndolo, pese a los bemoles que señala, en “la primera religión feminista”.

En su último trabajo reseña las obras de D.H. Lawrence, en quien ve “el anuncio del momento en que el hombre abandonará sus conquistas para buscar en su interior el cauce de sus fuerzas profundas y verdaderas. Ese será el día en que sobre la bóveda celeste se dibuje el arco iris de un nuevo júbilo”. Desapercibido por la historia, eclipsado por su padre y su hermano, José Luis fue, según Ferro, “como la huella leve que deja la mano al retirarse del agua”.