¿Qué tienen para decir aún hoy, en el presente, las voces de aquellos colonos judíos de fines del siglo XIX y comienzos del XX, llegados de lejanas tierras para instalarse en locaciones de Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires? Y si por algún motivo ya no le hablaran al presente, ¿por qué no aceptar que las voces del pasado merecen un rescate que no se limite a la arqueología de la memoria y el archivo? ¿Por qué no escuchar, por qué no leer? Estos son los primeros interrogantes que (me) plantea el extraordinario volumen Agricultores judíos en el campo argentino publicado por la Editorial de la Universidad de Entre Ríos (Eduner), un conjunto de memorias, relatos biográficos e historias de vida seleccionados por Leonardo Senkman, con presentación de Alexis Chausovsky y posfacio de Senkman.
Fragmentos, rumores, evocaciones vívidas, llenas de encanto, melancolía y no pocas veces dolor y rabia contenidos, de la sociabilidad entre seres humanos y de la lucha inacabable contra formas a veces sutiles, a veces abiertas de opresión, pero además, en lucha permanente contra los ataques de la no siempre indiferente naturaleza, bajo la apariencia de inundaciones, sequías, incendios, invasiones de langostas, animales fuera de control. Y apellidos que resuenan en los oídos entrenados para captar mensajes de la intra historia: Dickmann, Rapoport, Pecheny, Chudnovsky, Dolinsky, Kreichmar, Marchevsky, Mellibovsky, Bendersky, Keidar. Son los nombres de los autores quienes cada uno a su manera, escritores y escritoras, se empeñaron en dejar testimonio pero que además cultivaron la vocación narrativa con evidente gusto, con perspectiva de futuro y noción de un lector al que hay que saber interesar, capturar en las redes de lo que no por conocido puede ser también materia de aventura extraordinaria.
En el estudio final, Leonardo Senkman plantea un contrapunto entre estos textos de la antología que se fueron quedando por detrás de una línea de publicidad y visibilidad, con aquellos que a lo largo del tiempo también se dedicaron a delinear la representación literaria de colonias y pueblos agrícolas y lograron insertarlas en un corpus de ficciones argentinas. Menciona así a Rebeca Mactas (Los judíos de las acacias), Mario Goloboff (La saga de Algarrobos), Perla Suez (La Trilogía de Entre Ríos), Armando Bublik (Poncho y Talmud). El contrapunto es interesante porque si bien señala una distancia estética, a favor de estos últimos autores, nada desdeñable, no por eso deja de abrir camino a una ampliación del tema y de la impronta tan importante en la literatura nacional: una corriente de escritores de lo rural, del naturalismo, de un costumbrismo o un regionalismo alternativos, voces narrativas con brío, radicalizadas, que más que confluir en la figura canónica, quizás obvia en este contexto, de Alberto Gerchunoff, reboten contra otros espejos menos evidentes y retomen, en mi opinión, a figuras de la talla de Benito Lynch o Héctor Tizón. Esto incluye algunos de los antologizados y algunos de los no incluidos en este volumen. Respecto del siempre bien reputado, querido pero a la vez controvertido Gerchunoff, autor de Los gauchos judíos y máximo creador de la visión de una armonía entre inmigración, asimilación y poder político hacia el Centenario, señala Senkman a propósito de las Memorias de Marcos Alpersohn: “Como afirma Eliahu Toker: ‘Podría decirse que Alpersohn es el anti-Gerchunoff; su libro está escrito con furia: sus protagonistas no son gauchos judíos idealizados sino inmigrantes de carne y hueso, colonos desgarrados en la dura lucha con una tierra, un país y una estructura social nada piadosos’”.
Si nos sumergimos en los textos de la antología -sus esquirlas de memoria, historia de vida, autoficciones y recuerdos-, una forma de leer intermitente va a actualizar todo el tiempo la pregunta de si realmente llegó a tomar forma concluyente ese gaucho judío, figura de Gerchunoff que quedó incorporada al imaginario social, literario y hasta cinematográfico. Es muy probable que los autores no hayan buscado una respuesta de manera obsesiva o contundente, por sí o por no rotundos, a la existencia verdadera del gaucho judío, pero es indudable que esa figura es un fantasma que recorrió los campos de Moisés Ville, Basavilbaso, Colonia Vila, Las acacias, Colonia Clara. Se expresaría más bien en la ruptura de la edad épica, cuando los jóvenes empiezan a emigrar a las ciudades -Paraná, Buenos Aires- para estudiar y hacer cumplir el otro sueño, ya no la tierra prometida sino el título habilitante para el no va más inmigrante: mi hijo el doctor.
Pero la mayoría de los relatos solo plantean la punta de este conflicto y trabajan más sobre la evocación del pasado, la afirmación de la identidad y la plenitud de un vitalismo consecuente pero en constante conflicto, en plena lucha por la vida.
EL INCENDIO Y LAS VÍSPERAS
Los primeros textos del volumen son unos fragmentos más que destacables de Recuerdos de un militante socialista, las memorias de Enrique Dickmann. Marcan, delimitan y recortan un circuito que va a ser referencia e influir en todas las facetas del libro: el viaje en el vapor Pampa, el Hotel de Inmigrantes, el rol preponderante y no exento de polémicas de la Jewish Colonization Association (JCA), los mil desafíos, penurias y pequeños triunfos en la batalla agrícola. Dickmann reconstruye con una destreza y poder evocativo inmensos, toda la aventura de la llegada de un chico -personaje verniano- a terra incognita, y que con el correr del tiempo se va a convertir en el núcleo de atracción para que viajen los padres y todos se asienten en la provincia de Entre Ríos. Tampoco falta la nota redentorista en el vibrante “El peón de campo”: un trabajador rural que cuenta cómo las palabras de un orador socialista al que al principio despreciaba, fueron calando profundamente en su interior y lo convirtieron en una persona íntegra y sobria, lo enderezaron porque andaba ladeado (habría dicho un gaucho de Benito Lynch). Dikmann también instala en estas primeras páginas el tópico del incendio de la trilladora, las parvas de trigo que esperan ser trasladadas y en una noche calurosa sucumben al chispazo del fuego.
Los textos de Nicolás Rapoport -médico recibido en la Universidad de Buenos Aires- agregan pinceladas de estilos de vida y sociabilidades, fragmentos de sus varios libros de memorias y un punto de vista humorístico atemperado por la nostalgia: “Hasta hoy no he podido saber por qué eran precisamente las que oficiaban de parteras las que tanta habilidad tenían para preparar ese plato, maravilla gastronómica judía. ¿Qué misteriosa afinidad había entre el arte obstétrico y el pescado relleno? Lo ignoro, pero es un hecho histórico”.
Hay textos notables que brillan en su autonomía ficcional, provengan de memorias o autobiografías, como “Pampa” de Bernardo León Pecheny –semblanza profunda de un viejo indio- y “Un duelo” de Baruj Bendersky (“uno de los escritores en ídish más destacados de la primera mitad del siglo XX e impulsor del cooperativismo en la Argentina”, como lo presenta Chausovsky). “Cuando se encontraban, cada uno frente a su alambrado, se les velaban los ojos, agachaban las cabezas y con las patas delanteras escarbaban la tierra tirando pedazos por el aire y bramaban fuerte como queriendo atemorizarse recíprocamente hasta que uno se retiraba, haciendo lo mismo el otro”. Es que los duelistas son dos toros no exentos de rasgos humanos, demasiado humanos, en su afán exhibicionista e histrionismo frente a las vacas. Cuento de antología.
Las mejores evocaciones de la infancia y la mirada de los chicos/ hijos frente a los adultos y los lazos de familia se encuentran en los textos de David Keidar y Dina Dolinsky.
En el cierre se destacan las memorias de Benjamin Mellibovsky, quien trabajó para instituciones judías entre 1896 y 1947. Según se señala, “tenemos aquí un manuscrito inédito hasta la fecha, que se transcribe para publicarse de manera íntegra por primera vez en esta edición, y que tensa un arco que va desde el afianzamiento de las colonias hasta la asistencia a quienes se vieron obligados a huir de las huestes hitlerianas alzadas definitivamente en Europa a partir de 1933”.
Y así, el arco narrativo, histórico y evocativo de Agricultores judíos en el campo argentino es tan amplio como vertiginoso y se tensa en ese vértigo de unas vidas que aparentemente asentadas sobre la horizontalidad lenta e inmutable de la llanura, de pronto fueron lanzadas a las más grandiosas aventuras de la vida. Sembrar, cosechar, vivir y finalmente contarlo por escrito, para la posteridad de la memoria y, si se puede, con todo respeto, la literatura.