Una mañana, tras un sueño intranquilo, Neil Hannon se despierta convertido en una silla. Se afloja el cinto, pierde la cintura y se suma apaciblemente al mobiliario de la casa. Afuera el mundo es un caos, pero adentro está todo bien: un blend finísimo de pana, cuero y madera. Apenas comienza el nuevo disco de The Divine Comedy, el tipo toma su balada de folk irlandés con acordeón y se desliza hacia la fantasía definitiva del sedentario. “Es el tipo de frase que, después de cinco días seguidos de ver cricket, podría haberle escuchado a mi mujer: ‘Si te quedas ahí sentado un rato más, te vas a convertir en una silla’”, ha dicho Hannon en una entrevista reciente. “Cuando ya tenés cincuenta y pico de años, son preocupaciones auténticas. Por mi parte, no me opongo especialmente a transformarme en una silla. Este es un álbum sobre la madurez”.
Después de escribir las canciones para Wonka, el taquillerísimo musical victoriano protagonizado por Timothée Chalamet, Hannon se metió diez días en los estudios Abbey Road para grabar Rainy Sunday Afternoon: diez canciones mayormente acústicas y orquestales, veteadas por un sentido sosegado de la pérdida y esa mueca de desprecio adultísimo que tienen los lectores de Oscar Wilde frente al advenimiento del facismo en la parte del planeta que se les ocurra señalar. “Soy un tipo completamente de izquierda”, dice. “Pero de la variante champagne del socialismo”. La tapa, en ese sentido, dice lo que tiene que decir. Los diarios, el café, la mañana lluviosa del domingo. El ruido blanco de las redes sociales apagado por el cono de silencio del siglo XX.
“El éxito de Wonka fue nuestro ticket dorado”, sonríe Hannon. “Me hizo sentir menos frágil económicamente y lo suficientemente confiado con el material. Podíamos solventar diez días en Abbey Road, así que ensayamos mucho para entrar y tocar las canciones”. Heredero de Scott Walker y toda aquella tradición camarística, Hannon llevaba tres décadas y media merodeando los estudios heliocéntricos del pop. Entró y salió para grabar alguna cosa de Casanova (1996). Arreglos por aquí y allá en en ala victoriana del britpop. Esta era su chance completa. “No creo que la mano de Syd Barret se apoye en tu hombro o que Lennon guie tus dedos sobre el piano, pero hay algo fascinante en ese lugar”, dice. “Es una especie de buena y vieja fábrica de música. Además, siempre hay gente divina en el bar del estudio”.
Escrito en el lapso de una década, Rainy Sunday Afternoon parece vivir estrictamente en su tiempo pero se predispone a trascenderlo. Abre con una canción basada en un poema de la Primera Guerra Mundial (“Achilles in the Trench”, de Patrick Shaw-Stewart) e incluye una suerte de homenaje a Carson McCullers, pero se trenza con asuntos de agenda como los procesos judiciales contra Donald Trump. El resultado es "Mar-a-Lago by the Sea": una fantasía de coctelería, un consuelo para barítonos que leen The Guardian. “¿No estamos todos obsesionados con Trump?”, dice. “Sueño con el día en el que podamos olvidarlo, pero aún no ha sucedido. Esta canción fue escrita antes de las elecciones y es sólo un cuento de hadas sobre él en prisión. Añorando su antigua casa y los días que pasaba haciendo trampas en el golf o agasajando a unos nazis. No pretendo que esto vaya a derrocar ningún régimen, ¡pero me hizo sentir mejor!”
El corazón, sin embargo, es la vida secreta del hombre común durante el siglo XX. En ese sentido, es un disco elegíaco. Aún cuando es ligero (en “Rainy Sunday Afternoon” cuenta, sobre un piano saltarín a la Randy Newman, una pequeña disputa conyugal), aún cuando está lleno de luces (“All the pretty lights” es el tercer intento de Hannon por meter un hit navideño). Es elegíaco porque todo aquel universo, oxigenado por el discretísimo y elegante y espacioso pudor del mundo privado, solamente es un horizonte en el espejo retrovisor.
Como Absent Friends, su clásico inmaculado de 2004, el disco se mantiene en el aire por las ausencias y el tono camarístico de buena parte del repertorio. Estabilizado en un sexteto de colores mayormente acústicos (Tosh Flood, Simon Little, el arreglador Andrew Skeet, Ian Watson, Tim Weller y el propio Hannon), The Divine Comedy toca este repertorio como si fueran standards. Como si estas canciones pre-existieran y la banda se limitara a interpretarlas con altura. Hay piano, percusión, guitarras acústicas, flautas, cuerdas. Hay acordeón y una trompeta plañidera.
En el plano conceptual, “The Last Time I Saw the Old Man” e “Invisible Thread” son los dos puntos de fuga. El primero suena como una de esas conversaciones importantes que suceden un día cualquiera. El ensamble toca una letanía vaporosa (Hannon reconoce el influjo de “Shipbuilding”, de Elvis Costello) y, con un tono casi prosaico, el cantante recuerda el último día que vio a su padre. Se movía muy despacio y no pareció reconocerme, dice. Sus manos parecían tan frágiles y grises, le enseñé fotos pero no las entendió. En ningún momento dice Alzheimer. En ningún momento dice ‘papá’. Como los objetivistas, no hay emoción sino en los objetos. En los hechos. Hablaba de forma muy extraña, dice Hannon. En círculos cada vez más pequeños.
“Invisible Thread”, la canción que cierra el disco, merodea el Síndrome del Nido Vacío. Hannon, con un nudo en la garganta, abre la puerta de su casa. “Solía pensar que nadie podría mantenerte a salvo excepto yo/ que solo yo podría guiarte/ a través del loco tapiz de la vida/ pero ahora vos sos la que me está guiando”. Así, en la escalada de cuerdas hacia el final, la melodía gira sobre una sola línea. Más allá de la geografía, más allá de los asuntos inmobiliarios. “Esto no es un adiós”, dice. “Siempre habrá un hilo invisible entre vos y yo”. En un extremo de la frase, la voz de Hannon; en el otro extremo, la voz de su hija Willow. Qué bonito nombre.