Esta noche la conversación se fue alargando mientras el cielo se teñía de oscuro. El vendaval cada tanto nos distraía y era motivo de reflexiones, El mar empezó a ponerse nervioso. Los amigos en torno a la mesa de El Náutico supimos leer los indicios. La tormenta se sentiría en toda su intensidad. Desde que se había empezado a nublar hasta los primeros truenos la oscuridad se fue tornando densa. Los vidrios temblaban. La lluvia acribillaba los ventanales. Durante los relámpagos pudimos divisar las olas más altas, la espuma que blanqueaba otra vez lo negro. Es rara la emoción que produce una tempestad que se empecina en arrasar el balneario. Pero más extraño es este sentimiento de lo hipnótico que nos clava en la contemplación, esa especie de deslumbre y pánico. A pesar de esa amenaza que implica toda tormenta hay también una evocación soñadora de infancia. Me acuerdo cuando era chico y las tormentas azotaban los cerezos, los durazneros y el laurel del jardín. La lluvia ametrallaba los techos y los vidrios. El patio se anegaba. Si era de noche, el diluvio impregnaba una sensación de incertidumbre.

Epopeya del retorno, la “Odisea” canta un regreso sin cesar contrariado, sufriente, episodios peligrosos e involuntarios. Se suceden al compás de vientos huracanados y naufragios. “Desdichado de mí, cuál será mi suerte”, se pregunta Ulises envuelto en la marea sombría. El cielo se oscurece, las olas se encrespan. Las furias de todos los vientos se le vienen encima. “Miserable es la muerte en que ahora me atrapa el destino” se enfurece Ulises ante la tormenta inminente que le han despachado Homero y los dioses. La fuerza salvaje lo arranca del timón. Paradigmática, la tormenta no podía no formar parte de la odisea de Ulises. No es sino después de haberlo perdido todo, desnudo, agotado, cuando logra hacer pie en una orilla.

En la noche de tormenta que estremece el parador pensamos esas siniestras imágenes. Se corta la luz. Y, con la sorpresa, en la oscuridad, el corazón en la boca. Quiroga recomendaba dejar pasar un tiempo si se quería narrar un hecho que nos ha impresionado. Tal vez estas anotaciones no acatan esa recomendación y son apuradas.

También me acuerdo: “La noche del 20 de diciembre de 1849, un violentísimo huracán se desataba sobre Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, refugio de terribles piratas, situada en el mar de Malasia, a pocos cientos de kilómetros de las costas occidentales de Borneo. Impulsados por un viento irresistible y entremezclándose confusamente, negros nubarrones corrían por el cielo como caballos desbocados y, de cuando en cuando, dejaban caer furiosos aguaceros sobre la impenetrable selva de la isla. En el mar, levantadas también por el viento, olas enormes chocaban desordenadamente y se estrellaban con furia, confundiendo sus rugidos con las explosiones breves y secas y unas veces, interminables, y los rayos”. Así empezaba “Sandokán” de Emilio Salgari, si se quiere, ya lo he apuntado antes, una novela antimperialista. El colonialismo británico había liquidado la familia del héroe. Y se dedicaba a arrasar cuanto velero del enemigo navegaba sus costas. Su venganza era minuciosa, despiadada, y atravesó la vasta narrativa del escritor que habría de cobrar migajas por su trabajo y terminaría acuchillándose desesperado por las deudas. Le dejó una carta a su editor para que se hiciera cargo de los gastos funerarios y tuviera en cuenta la manutención de su familia.

Joseph Conrad en “Tifón” describe la tempestad salvaje que sufre el Nan-Shan, un vapor que transporta a doscientos culíes de regreso a China con sus ahorros celosamente guardados. Esto le da pie para un penetrante análisis de comportamientos humanos diversos, que van desde la generosidad hasta el envilecimiento. En el capitán MacWhirr, ecuánime y con una confianza casi mística en la capacidad del hombre para imponerse a las fuerzas de la naturaleza, Conrad condensa las virtudes del sentido del deber que siempre admiró. Porque Conrad, un niño polaco en su origen y más tarde enrolado como marino francés, participaría bien como testigo o protagonista en muchas de las peripecias que serían motivo de sus narraciones, todas siempre con un poderoso trasfondo interior. Pero como en tantos escritores del mar, la naturaleza no es sólo paisaje en Conrad, y representa visiones que serían únicas en lengua inglesa, porque adoptaría esta lengua y conseguiría adaptarla a su genio ganándose el reconocimiento de sus pares, entre otros Robert Cunnigham Graham, Ford Maddox Ford, Henry James mientras se carteaba con William Henry Hudson, el autor de “Allá lejos y hace tiempo”, por entonces en nuestra pampa.

Cada tanto vuelvo a ver “La tormenta perfecta” de Wolfgang Petersen. Calificar una tormenta como perfecta encierra sarcasmo ante el miedo. Un pesquero pequeño se encuentra en alta mar con un viento arrollador al que se vuelve cada vez más dificultoso superar. El oleaje es cada vez más alto y la nave deviene diminuta. Los tripulantes luchan contra las olas que zamarrean la embarcación y se las arreglan como pueden. Se saben ínfimos ante ese mar que amenaza con la catástrofe inexorable para desagotarla y flotar. Obvio, el relato empieza antes de estas imágenes que, además de ponerlo a uno en situación, atrae con el suspenso y el riesgo: hay un interés morboso en ver cuanto antes la tempestad prodigiosa y la tragedia inexorable, esos instantes en que la proa enfrenta una ola gigantesca y parece surfearla pero la habilidad del capitán pronto encontrará su límite. Debo admitirlo: no encuentro las palabras para describir este mar rabioso que eleva cada ola adquiriendo una altura escalofriante.

Estas olas ficcionales y no tanto no son siquiera comparables a las que encaran los surfistas en esta playa otra vez oscurecida en torno al parador. Y superan también a las olas portuguesas de Nazaré o las Patricks norteamericanas, fenómenos que intentan burlar los surfistas más avezados. “La tormenta perfecta” puede no ser la película perfecta, pero la parte de la travesía dramática en el Atlántico Norte, además de estar “basada en hechos reales”, cautiva y vale la pena nomás como representación de una fuerza desencadenada.

Y como el lenguaje se me vuelve pobre impreciso, busco la forma de expresar los efectos de la tragedia a través de la poesía y la detecto en un fragmento de Saint John Perse: “Y el mar por todas partes arrastra su ruido de cráneos sobre los arenales”. Esta imagen la recupera un libro fabuloso, y el adjetivo fabuloso es preciso, “El mar, error y fascinación”, publicado en Francia en 2004. Se trata de un completísimo compendio de gran porte, tanto literario como gráfico, que incluye además de un recorrido por las más antiguas bibliotecas hasta nuestros días, una cantidad de pinturas, fotos y citas documentadas. Lo encontré, en los estantes del parador. Paso sus páginas, me detengo en una página, luego en otra.

 

Además del asombro ante las representaciones marinas, está una pregunta que deriva de su belleza: de dónde proviene el magnetismo ancestral de nuestros miedos. Es que el oleaje que miramos desde los ventanales pareciera traer un mensaje a esta playa: existe una conexión honda entre el cielo, su rabia y la vida. Un dicho zen quizás concede una respuesta: “Si tenés miedo del trueno, dejate aterrar”,