Las elecciones locales llevadas a cabo el pasado sábado 4 en el país del Caúsaco Sur, Georgia, terminaron en revueltas reprimidas por el oficialismo, que lleva más de 13 años en el poder y que se inclina cada día más al autoritarismo y al conservadurismo político e ideológico. Los resultados de los comicios no fueron reconocidos por la oposición, que hace tres elecciones viene llevando a cabo un boicot —eficiente o no— al no presentarse a elecciones o al no sumarse al parlamento (por irregularidades en los comicios) en las que sí se presentaron.
En este contexto, la guerra Rusia-Ucrania, la desigualdad de las zonas rurales con las urbanas y el gran poder de la Iglesia Ortodoxa Georgiana sumadas a la concentración de poder en un personaje que se mantiene en las sombras, plantean un panorama poco esperanzador para mujeres y disidencias en el país de Europa del Este. En esta nota, SOY presenta un paisaje político y tres películas recientes que pueden acercarnos a través del arte al día a día del pequeño país de poco menos de 4 millones de habitantes.
Algunos datos: Georgia limita con Turquía, Rusia, Armenia y Azerbaiyán. Fue parte de la Unión Soviética luego de su independencia en la segunda década del 1900 y logró reindependizarse en 1991. Es un pueblo antiguo, orgulloso, que da alto valor a las tradiciones milenerias. Sus danzas mantienen las técnicas de siglos atrás, tiene uno de los alfabetos más antiguos del mundo y más de 8000 años de experiencia en la producción de distintos vinos (ricos y baratos, según dicen). Tuvo un sistema político semipresidencialista hasta que en 2024 se modificó y ahora el parlamento elige al presidente y al primer ministro, eliminando la democracia directa. El partido gobernante desde hace mucho más de una década, Sueño Georgiano, fue primero dirigido en 2012 por Bidzina Ivanishvili, un empresario que hizo su riqueza en Rusia y luego de conseguir dinero se propuso conseguir poder: él solo concentra el 25% del PIB del país. Es vox populi que, aunque no aparezca oficialmente en el partido, los hilos son manejados por este aristócrata.
Resumiendo mal y pronto, la única diferencia entre oficialismo y oposición son las posturas frente a la libertad de expresión y derechos civiles, y una mirada pro o antirrusia (que, como veremos, vienen de la mano). En 2023 el país fue aceptado como candidato a la Unión Europea (UE), pero ésta mantuvo fuertes críticas al país del Este luego de la sanción de la Ley de Agentes Extranjeros, que limitaban la libertad de expresión, el derecho a reunión y practicamente criminalizaba la “propaganda LGBTIQ+” en otras leyes orientadas ala “protección de las familias y los menores”, algo muy similar a las polítcias Rusas. Es que desde las sanciones del mencionado país iniciadas en 2022 por la guerra, fue Georgia, país limítrofe a Rusia con quien mantiene un tratado de libre comercio (al igual que con la UE y China), fue el intermediario para que los productos y servicios sigan circulando. Esto generó una gran entrada de divisas al país, reforzando el poder del gobierno y marcando la desigualdad en términos de acciones políticas partidarias y propagandísticas.
Según el periodista especializado en Europa del Este, Ignacio Hutin, que vive en Georgia hace 2 años, el oficialismo gobierna literalmente solo, sin generar consensos, con persecuciones a los medios pequeños y ONGs críticas.
Otras fuentes advierten de la estrecha relación entre la Iglesia Ortodoxa Georgiana y lo relacionado con políticas sociales, educativas y legislativas. El buen pasar contingente que tiene Georgia ahora por la situación con Rusia (quien ocupa más de un cuarto de su territorio) hizo que se pospongan las conversaciones sobre la candidatura a ingresar a la UE hasta el 2028. En este momento, semanas después de las elecciones locales donde el oficialismo obtuvo el 81% de los votos (no reconocidos por la oposición que tiene 54% de intención de voto en encuestas) hay encarcelamientos selectivos luego de las revueltas del sábado 4, donde el frente que unificó a todos los partidos de la oposición llamaron a tomar por la fuerza edificios públicos, como el Palacio Presidencial, al que Sueño Georgiano calificó de “golpe de estado” y desencadenó una fuerte represión policial. En algunos medios, este episodio se menciona como otro intento de una Revolución de los Colores.
3 Películas para entender el día a día en Georgia, el país ultra-conservador de Europa del Este
And Then We Dance. Disponible en AppleTv
En And Then We Danced, el sueco-georgiano Levan Akin convierte la danza tradicional —símbolo máximo del orgullo nacional georgiano— en un campo de batalla entre el deber y el deseo. En el centro está Merab, un joven bailarín que sueña con ingresar a la Compañía Nacional de Danza, donde los instructores le repiten que “la danza georgiana se basa en la masculinidad y el sexo”. Pero Merab empieza a descubrir que su cuerpo no se mueve del modo que el país espera de un hombre, y que su deseo tampoco.
La película se mueve entre la precariedad doméstica y la represión moral de una sociedad donde la homosexualidad aún se vive en el silencio o el castigo. Irakli, un nuevo integrante del grupo, irrumpe en la vida de Merab en medio de la competencia profesional y una atracción mutua que se vuelve insostenible.
Akin filma con una cámara que respira junto a sus personajes, con una sensibilidad que esquiva el morbo improductivo y deja hablar a los gestos, a las miradas, a la danza misma. La coreografía final —una explosión de energía y deseo, lejos de los moldes patrióticos— es también una declaración política: estrenada en Georgia en medio de protestas homofóbicas impulsadas por grupos ultranacionalistas y religiosos, la película condensa el pulso de un país atravesado por tensiones entre modernidad y tradición, donde la visibilidad LGBTIQ+ aún es una provocación peligrosa.
April. Disponible en Mubi
En April, la directora Dea Kulumbegashvili filma en silencio la rutina clandestina de una obstetra que practica abortos en una Georgia rural que, aunque los permite por ley hasta la semana 12, castiga socialmente a las mujeres que deciden interrumpir un embarazo.
La película avanza con una calma tensa. En su centro, Nina, la protagonista —una médica interpretada con una contención feroz— encarna la contradicción de un país donde la fe y el deber pesan más que la autonomía. La cámara de Kulumbegashvili se mueve entre lo doméstico y lo institucional, pero sobre todo en los pensamientos y escenas más conflictivas de la propia Nina que por momentos parece tener episodios autodestructivos pero liberadores de su deseo; una suerte de cruising que condensa aquel deseo por el opresor que las teóricas feministas intentan desmenuzar hace siglos.
Filmada “prácticamente en secreto”, según su directora, April no consiguió estrenarse en su país, donde ninguna distribuidora se animó a proyectarla “por temor a las autoridades”. Ese silencio institucional no solo acompaña la historia, sino que la duplica: es el mismo silencio que recae sobre los cuerpos gestantes, los derechos reproductivos y las voces disidentes.
Kulumbegashvili pone aquí el foco en la culpa como estructura social. Que la película haya ganado un premio en Venecia y no pueda verse en Tiflis no es una paradoja menor: es la medida exacta del abismo entre el reconocimiento internacional y el rechazo local a las narrativas que exponen las violencias de género y el peso del conservadurismo.
Crossing. Disponible en Mubi
En Crossing, Levan Akin retorna al terreno georgiano pero lo hace cruzando fronteras —geográficas, generacionales y afectivas—. La película arranca en Georgia cuando Lia, una profesora retirada, recibe la noticia de que Tekla, su sobrina trans que llevaba años sin ver, podría estar en Estambul (Turquía). Acompañada por el impredecible Achi, exvecino de Tekla y joven irreverente, Lia emprende ese viaje que será más que una cacería humana: será una exploración del cuidado, el arrepentimiento y la posibilidad de (re)conexión.
Lo que podría ser un relato clásico de drama migratorio o policial se vuelve otra cosa bajo la mirada de Akin: se fija en los gestos, en los silencios, en los momentos en que la cercanía puede ser más radical que la confrontación. La narrativa intercala personajes secundarios que iluminan otros mundos, dándole profundidad a lo que podría haber sido solo un eje familiar.
Una de las virtudes de Crossing es cómo problematiza la figura de Lia: no es un estereotipo rígido ni una villana, sino alguien que carga culpas, silencios y posibilidades. Akin explica que su objetivo era mostrar que no se trata de “viejos contra jóvenes” sino de cómo las personas mayores, inmersas en una sociedad conservadora, pueden también sorprenderse, equivocarse y transformarse. Tampoco santifica al resto de los personajes. Todos despliegan preguntas y dudas en el espectador que se van desenrollando en un juego de plot twists (o tal vez decepciones, engaños argumentales, ilusiones) que solo se toleran con una caja de pañuelitos descartables al lado.
La película también enfatiza la tensión entre visibilidad y anonimato, la ruralidad vs. la ciudad: Tekla ya no vive en su Georgia natal; cruzó a Turquía para encontrar un lugar donde ser. La gran ciudad representa ese espacio que muchos que huyen encuentran: una un dónde desaparecer —y al mismo tiempo, reaparecer bajo otras formas.