Me cuesta concentrarme en lo que veo y leo en este marasmo social que estamos transitando. No sé si a ustedes les pasa lo mismo. Por eso vengo a dejar unos apuntes de dos espectáculos teatrales en los que pude hacer foco.

Arranco por La viva voz, la obra escrita por Fabián Díaz y Andrés Gallina, en la que actúa o, mejor dicho, estalla una brillante María Merlino. Está dirigida por el diseñador, nos ponemos de pie, Pablo Ramírez. Este cruce se potencia en un rescate del pasado hecho de una manera insólita. Estrellita Del Regil, una actriz de segunda o tercera línea, amante de Gardel, antes de su muerte, le roba la voz. Cuando Gardel muere, Estrellita hecha vampira, recorre los tugurios musicales de Bogotá, cantando con esa voz usurpada, va por las calles arrastrando ese amor perdido, con un pequeño murciélago de mascota.

La historia está bordada de manera delicada por Díaz y Gallina, construyen un texto que invoca la poesía en cada movimiento. Y esa historia se expande en todo lo extraño que construye María Merlino en un delimitado espacio que se va multiplicando. Ella presta su cuerpo a ese ser melodramático, con transformaciones cercanas a un contorsionismo que recuerdan a la chica de El exorcista bajando las escaleras como una araña. En la obra, el horror se confunde con el humor. Y la aparición de Ramírez en el teatro es un meteorito fulminante. La obra está plagada de imágenes inolvidables. 

Ramírez construye una vampira que tiene algo de Ed Wood, de John Waters, pero también evoca al Grupo Caviar; la puesta se deleita en el zafarrancho y al mismo tiempo roza lo exquisito. Crea junto a Guillermina Etkin un clima sonoro que homenajea a ese cine de sobresaltos. La vampira dragueada que narran Merlino y Ramírez recurre al lipsync para mostrarnos a un Gardel mostra, pintado como una geisha con esos dientes blancos como perlas brillantes. Puro disfrute. Ahh, ¡y los vestidos! Al primero lo narro porque es como arranca el espectáculo: es negro, larguísimo, interminable, con dos mangas rojo sangre, chorreantes. Un vestido es una síntesis, la clave para entrar en la obra. Hay otro vestido soñado que acompaña un primoroso bailecito, pero prefiero no develar, que lo vean ustedes con sus propios ojos y lo envidien.

La otra obra que vi es Menos detalles, una rareza musical de esas que arma Gustavo Tarrío. Otro creador marciano, que puede hacer obras con poemas, con alguna canción, con retazos culturales, materiales diversos con los que inventa extraños mecanismos escénicos que no se parecen a nada. Nombro algunas de sus obras, Todo piola, Una canción coreana, Ha muerto un puto y también hizo ese documental entrañable que es Foto Bonaudi, entre tanto hecho. En su obra convive la chatarra cultural con lo ampuloso. Cruza géneros y desarticula la mirada, incomoda con ternura. 

Tarrío es alguien que se nutrió en la niñez de la revista Radiolandia y tiene un recorrido tan particular e insólito como haber sido camarógrafo de Canal 9 en la era Romay. En Menos detalles, Tarrío arma un espectáculo que combina canciones con psicodelia, un relato de viaje, nubes de humo, aviones y… ¡títeres! Toda esa mezcla explota en la interpretación fogosa de Caro Saade, ella nos lleva en esa especie de caída de Alicia en un viaje que va adquiriendo diferentes dimensiones en cada escala. Porque la obra trata de transformaciones, de pérdidas y también de drogas.

Y Caro además de actuar de lo lindo canta como las diosas; la escuché cantar hace un tiempo junto a Vero Gerez las canciones de María Elena Walsh y Leda Valladares y me hicieron flotar. La escuché cantar junto a Lisandro Rodríguez en esa rareza hermosa que armaron que se llama NO. Y ahora canta en Menos detalles. Canta con irreverencia. Mientras va pasando de la inocencia a lo salvaje sin escala. De la risa al llanto. Caro tiene algo que recuerda a Giulietta Masina en La Strada, esa payasa herida, y a Isabelle Adjani en Posession, una pizca de encanto naif y otra de sensualidad desatada.

Hace varios años, hicimos una obra con Tarrío, se llamaba Esplendor, contaba en clave argenta la misteriosa muerte en un velero en altamar de la estrella de Hollywood Natalie Wood. La obra se hacía en uno de los tantos teatros que había en el Abasto, y la tragedia se contaba a modo de E! True Hollywood Story, pero pasaba acá, era nuestra, en el Río de la Plata, y como si en una realidad paralela hubiésemos tenido un sistema de estrellas.

La obra tenía un elenco increíble, pero no funcionó. El chiste no se entendía. Me parecía buenísimo y disparatado contar ese caso de esa forma en el contexto precarizado del teatro independiente, pero el público no acompañó. A pesar de eso, el grupo que hacía la obra se siguió juntando a cenar durante años; eran las cenas de Esplendor, muy divertidas, cada tanto me invitaban. Esa supervivencia grupal en los festejos parecía ser otra de las ideas brillantes y burlonas de Tarrío.

Con ese recuerdo, aprovecho esta nota para colar el texto final de Esplendor, está editado por Entropía, en Obra dispersa, por si quieren leer el resto. Lo decía Valeria Lois, reina madre marciana; ese fuego actoral irreverente que puede con todo. Alguna vez Valeria me dijo que ese final es de lo más lindo que escribí, cosa que me da mucha gracia. Voy.

Una Natalie cascoteada emergía de una montaña de espuma y pronunciaba lo que pongo a continuación. Con esto sí me despido. Por favor imaginen la voz de Valeria, que lo mejora todo:

“No tengo nada para contar. Ninguna versión me pertenece. Yo me arrastré hacia el agua. Tenía esa irresistible atracción que tienen los rechazos. Quería disolverme. Hacerme blanda. Yo, Natalie Wood, nacida en Lomas de Zamora, seré inmortal. Yo estaré presente en los recuerdos plateados del cine. La niña del encanto infatigable, la novia esencial de cualquier hombre americano, la mujer fresca y frágil, con la poderosa debilidad de los bellos. Yo, la multiamada, la estrella solitaria de los continuados del domingo por Canal 9, la de los rasgos más dulces, ahora se despide. Toda esta inmensidad de agua me arrastra despacio a mi olvido. No saben el silencio que hay aquí abajo. Estoy en el fondo, lejos, me hundo más y más y más lejos. No soy parte de nada y eso mismo me da un alivio muy parecido a la dicha. Estoy ahogada y feliz. Me disuelvo, me hago espuma, materia básica que lamerá las playas. Soy parte del Cosmos y eso me integra y protege como nunca. Puedo, soy, estoy, acá mismo, al fondo, más y más lejos. Me voy. Adiós.

Los amo.”