Las obras que terminan calando en lo más profundo de mi corazón suelen ser, casi siempre, aquellas que a primera escucha no comprendí. Tal fue el caso con la música de Martín Buscaglia y para contar esta historia tengo que remontarme al 2009: tenía 17 años y cada tarde al salir del secundario solía ir a un cybercafé del centro de Escobar (¡que todavía existe!) para descargar los discos que me acompañaban esos días. En Argentina estaba en auge la música uruguaya, un universo en el que me adentraba con frecuencia. Después de una recomendación de Santiago Bolognini (guitarrista del mítico grupo Once Tiros) llegué al disco Temporada de conejos. Santi me había hablado de un tema llamado “Spam”, construido enteramente con títulos de correos basura –en su mayoría pornográficos– para resignificar ese tiempo perdido en eliminarlos.
Pocos días después encontré en internet el disco recién editado, el arte de tapa ya transmitía la sensación de estar ante un laboratorio burbujeante de experiencias musicales. En las primeras escuchas sentí algunas decisiones estéticas como obstáculos: las inflexiones pop de la voz, la actitud extrovertida de las letras. Pero al mismo tiempo me fascinaba ese yin-yang que recorría todo el álbum. En lo musical había tintes familiares a lo que venía escuchando: la escuela del funk, la canción de cantautor. Pero también aparecía un balance entre aquellos perfumes algo cursis de “Oda a mi bicicleta” con las sofisticadas armonías de “Córtemonos la cara” o “Altas horas”. En términos sonoros, la sensación que me habitaba (y aún lo hace) era de extrañeza.
Con respecto a la poesía de Temporada de conejos, como toda buena poesía sigue revelándome secretos hasta el día de hoy. Ahora también puedo agregar: las obras que más me conmueven son las que contienen detalles que yo jamás me permitiría ya sea por decisión estética, por falta de ingenio o cobardía.
En aquellos años yo empezaba a dar mis primeros pasos en la música. Me paseaba con mi trombón por bandas de reggae, rock progresivo, orquestas de música clásica, y comenzaba a explorar el jazz y la improvisación. Temporada de conejos fue uno de los nexos que me recordó que un instrumento no solo emite notas, sino infinitos timbres y matices; que la relación con un micrófono abre mundos. Después, también está la gente con la que te cruzás, con la que hacés música: tu círculo, tus amistades, la escena de tu pueblo, la escena que te convoca, te recibe y te permite abrirte a experimentar, encontrar tu lenguaje entre tantas posibilidades, entre tanto mandato de cómo “hay que hacer” las cosas.
Ese disco, grabado de manera casera, me reveló técnicas experimentales a la hora de producir: guitarras eléctricas desenchufadas, banjos duplicando líneas de bajo, coros con voces de niñxs, pirotecnia y orquestaciones poco convencionales que conviven en el formato canción con un río de audio más “digitaloso”, elaborado con samplers, circuit bending y algún que otro sintetizador.
Como una suerte de amuleto, encontré una brújula en aquellas canciones realizadas con tanta gente, instrumentos, fantasmas, montañas, animales exóticos y extintos. Todos esos collages –no como una suma inconexa de cosas, sino como la yuxtaposición de experiencias, personalidades y temporalidades– me marcaban un camino. En cada nueva escucha sigo descubriendo elementos, como quien reconoce lunares en su propio cuerpo. Primero me cautivó la poesía, el groove, y después ese cover montevideano al doble de tempo de la obra 4’33’’. Ese field recording dentro de un disco de canciones fue una puerta hacia la música contemporánea y experimental. Otra parte del disco, resultaba una puerta hacia la música hecha con juguetes, hacia Wendy Carlos, Terry Gilliam, John Cage y Henry Morton Stanley. Todos conviven en ese espacio virtual del sonido y veo con nitidez cómo cada uno de ellos, con su peso e identidad, riegan las flores de las canciones que forman parte de ese disco.
El track anterior a 4’33’’ (como si hiciera falta un silencio después todo lo vivido) es “Ese será tu collar”, que comienza con la siguiente frase: “Todo va a cambiar/ todo el tiempo/ para bien y mal/ a la vez/ 2009, 2100/ todo va a cambiar y ya.”
La leo en voz alta y confirmo mi sensación: la música también es un oráculo, como un I Ching, una bola de cristal. Una vez que una canción sale del estudio, cada oyente puede volver a ella con una pregunta distinta y, entonces, la respuesta será siempre la misma y siempre otra: “Lucilo como un collar, o sufrirla como soga”.
Daniel Iván Bruno Nació en Buenos Aires en 1992. Es trombonista, compositor y artista visual. Cofundador de Sello Pasmoso, conduce el programa de radio Nuestro florero (transmitido por Alter Sapukai) y explora la intersección entre improvisación, electrónica, canción y artes visuales. Actualmente presenta sus discos Formas de calor, Los países no son de los presidentes y Bajo este sol tremendo.


