Una casa de dinamita - 8 puntos

(A House of Dynamite; Estados Unidos, 2025)

Dirección: Kathryn Bigelow.

Guion: Noah Oppenheim.

Duración: 112 minutos.

Intérpretes: Idris Elba, Rebecca Ferguson, Gabriel Basso, Jared Harris, Tracy Letts, Anthony Ramos.

Disponible en Netflix.

La era dorada del miedo atómico, en plena Guerra Fría, provocó en la población mundial toda clase de pavores y paranoias, las lógicas y las disparatadas. El cine se hizo eco de esas ansiedades con títulos de mayor o menor interés, pero hay dos largometrajes, estrenados con una diferencia de meses en el año 1964, que marcaron a toda una generación de espectadores: la sátira de Stanley Kubrick Dr. Insólito y la muy seria Límite de seguridad, dirigida con mano firme para la tensión dramática por Sidney Lumet. 

Si hay una película de la cual Una casa de dinamita se siente heredera es precisamente de esta última, en la cual el presidente de los Estados Unidos encarnado por Henry Fonda debía tomar una grave decisión luego de un error provocado por su propia fuerza aérea. Los tiempos han cambiado y ahora el potus tiene piel oscura y el rostro de Idris Elba, pero la disyuntiva es similar: ¿qué hacer ante una amenaza de bomba nuclear con perspectivas de desastre? ¿Contraatacar y escalar al infinito la situación o esperar un tiempo lógico hasta tener más certezas? En palabras de un asesor del líder del gobierno, ¿capitular o suicidarse?

El personaje interpretado por Elba no aparece en pantalla hasta el último tercio de la nueva película de Kathryn Bigelow, especialista en relatos nerviosos donde los resortes del cine de género –en particular el suspenso y el thriller político– adquieren visos de realismo casi insuperables, como lo demuestran cabalmente La noche más oscura y Detroit: zona de conflicto, dos de sus films más recientes. A partir de un guion de Noah Oppenheim quirúrgicamente preciso, la realizadora californiana regresa a los mismos quince o veinte minutos de tiempo narrativo gracias a tres puntos de vista diferentes, todos ellos cercanos o inmersos en las cúpulas del poder militar y político de los Estados Unidos. 

La alarma es la misma: un misil con cabeza nuclear disparado en tierra o mar desde el otro lado del mundo, cuya trayectoria avanza sin contemplaciones hacia el suelo norteamericano. ¿Fueron los norcoreanos, los rusos, los chinos? Imposible saberlo. La certeza es que la única posibilidad de detenerlo es utilizando un (aparentemente) sofisticado sistema de destrucción balístico.

Una casa de dinamita, cuyo título simbólico se explica a partir de una alegoría clara y tristemente verídica, es una película-locomotora que nunca se detiene, avanzando y retrocediendo en el tiempo sin perder velocidad. Si bien, a fin de cuentas, se revela como una historia coral, el primer segmento del film está protagonizado por una tal Olivia Walker (Rebecca Ferguson), capitana especialista en seguridad militar que llega al trabajo luego de despedirse de su esposo y su pequeño hijo. Pero ese día, a excepción de la taza de café entre sus manos, nada será común y corriente, ni siquiera esa alarma de apariencia rutinaria que rápidamente se transforma en una amenaza de envergadura. En los monitores del centro de control aparecerán uno a uno los personajes que luego tomarán el control de la trama: el director del Pentágono, el jefe máximo de las Fuerzas Armadas, una asesora en política norcoreana, un experto en negociaciones en las más altas esferas y, desde luego, el presidente.

El planteo, creíble y perturbador, es sencillo: la probabilidad de una escalada de bombas nucleares atravesando la atmósfera en dirección a las grandes ciudades del mundo no es tan baja como podría pensarse, y los mecanismos diseñados para evitar esa posibilidad podrían fallar, uno a uno, sin posibilidad de poner paños fríos o reducir las consecuencias del escenario. La película es, al mismo tiempo, un notable relato de suspenso político-militar y una fábula con moraleja transparente (el término en inglés “cautionary tale” es aún más preciso). El final de Una casa de dinamita podrá no tener la potencia del de Límite de seguridad –con sus fotogramas congelados en actividades cotidianas antes de la hecatombe– pero deja igualmente la piel erizada y un sabor amarguísimo en la boca.

Tráiler: