Vos, Cachito, no te cambiés, me dijo el Napia, mientras sacaba un pañuelo hecho un bollo del bolsillo trasero de su pantalón. Yo le miré la odiosa nariz siempre goteante y no dije nada. Despacito empecé a quitarme la camiseta que ya me había colocado hasta la mitad, después la tiré con bronca a la bolsa de lona junto a las otras y el olor a transpiración vieja y a humedad invadió el ambiente. Me senté en el banco junto a los demás, nadie me miraba, me quité los botines que el club nos daba en préstamo, los metí en mi bolsito, me saqué las medias y las tiré también dentro de la bolsa de lona común, después volví a ponerme el vaquero y la camisa leñadora que antes había dejado colgados en un gancho en la pared, me calcé las zapatillas y salí del vestuario. De mis compañeros nadie habló, ni siquiera el Carlito Peralta que era mi mejor amigo. Fui caminando despacio cuarenta metros hasta el extremo de la cancha y me senté en el suelo detrás del arco con la espalda apoyada en la pared de ladrillos sin revocar, mi viejo dejó el lugar junto al tejido perimetral en el que estaba apoyado y se me acercó. Hoy no jugás, preguntó, yo agaché la cabeza y acomodé el bolsito con los botines entre las piernas. Mi viejo volvió a su lugar, yo, de un tirón, arranqué un yuyo y empecé a morder el tallo.

Fue el azar el que decidió mi vuelta al pueblo. Me habían citado en el juzgado local para ofrecerme una pericia en un asunto de violencia de género para el que había salido favorecido en el sorteo. Estacioné a unas cuadras con el objetivo de caminar un poco por esas calles tantas veces transitadas. Atravesé la plaza en diagonal a paso lento mirando el campanario de la iglesia donde las palomas hacen su nido. Recordé aquella vez que vi al cura con un rifle de aire comprimido disparándoles para ahuyentarlas o para matarlas, no lo sé, pero lo que ahora comprobaba es que no había tenido éxito en su empeño, y si lo tuvo, no fue por mucho tiempo. Me alegré por eso. Ahí estaba el columpio donde mi madre me hamacaba los domingos a la tardecita y más allá la vereda de baldosas coloradas donde, un glorioso día de Reyes, aprendí a andar en triciclo. Recordaba ahora que el premio por el éxito en semejante empresa fue un helado comprado a un heladero ambulante.

Fue un paseo, ganamos por cinco a cero. Ganamos digo yo aunque en realidad, no jugué. Tan fácil era la cosa que en pleno partido el Carlito Peralta se sentó arriba de la pelota burlándose de los rivales. El nueve de ellos se acercó y lo tumbó de una piña. Lo echaron al nueve y no al Carlito, es que nosotros ganábamos todos los campeonatos y los árbitros de la Liga nos tenían como los preferidos, siempre una manito extra recibíamos. Y bueno, cómo se podría hablar de justicia si no hubiera un poco de injusticia. Se esperaba mucho de nosotros, todos pibes de alrededor de quince años jugando ese año en la sexta después de haber ganado el campeonato de séptima el año anterior. Ese día entendí que de mí no se esperaba tanto.

Habíamos viajado doce quilómetros en un colectivo desvencijado que el club alquilaba para las ocasiones en que había que jugar de visitantes en alguno de los pueblos vecinos. Luego del griterío de los festejos y de que todos se hubieran bañado y cambiado fuimos subiendo de a uno al colectivo. El Napia, parado junto a la puerta, iba saludando y felicitando a todos con un golpecito cariñoso en las nalgas y alguna que otra palabra de aliento, Cuando me tocó el turno me palmeó con fuerza un poco exagerada entre los omóplatos y no dijo nada, yo pensé que si no hubiera sido hijo del vicepresidente del club, este narigón inútil jamás hubiera llegado a ser encargado y entrenador de las divisiones inferiores. No tiene olfato para ver a los buenos jugadores, pensé, y me reí del chiste estúpido por lo bajo. Nunca me cayó bien el Napia, pero ese día lo odié. Para colmo al subir el último peldaño de la escalerita del ómnibus pisé una cáscara de mandarina y trastabillé, me di vuelta para mirarlo porque algún gesto burlón me imaginaba, y el idiota, con una sonrisita en los labios, me guiñó un ojo. Detrás de mí venía mi padre que me ayudó sosteniéndome por la cintura. Arriba del colectivo todo era cánticos y alegría. Siento ruido de pelota, yo no sé, yo no sé lo que será, será la sexta del Potro que no para, que no para de ganar. El Lalo Gutiérrez, por algo le decíamos Potro, autor de tres goles con tres pelotazos incendiarios que quemaron las manos del arquero rival, era el más feliz y el más felicitado, todos confiábamos en que llegaría a jugar en algún equipo profesional llevando en alto el estandarte de nuestro club y el nombre de nuestro pueblo. Yo me senté junto a mi padre. Él con la palma de la mano izquierda me alborotó el pelo cariñosamente. Vos estudiá, Cachito, sos un pibe inteligente, estudiá, estudiá, Cachito.

El jolgorio siguió cuando llegamos al club. El conserje, por orden del presidente, había preparado una picada bien nutrida en quesos, fiambres y aceitunas con algunas gaseosas. Pensé en irme pero al final me quedé, me senté a la mesa, festejé y canté junto a los demás, nadie hizo ningún comentario sobre mi exclusión del equipo, todos me trataron como si nada hubiera pasado, salvo el Carlito Peralta que se me acercó y en un aparte me dijo, quedate tranquilo, Cacho, el próximo partido jugás vos, si sos mucho mejor que el muerto que el Napia puso en tu lugar. Después fui caminando solo para mi casa soltando alguna que otra lágrima. Ese sábado no fui al cumple del Chicho Mariani aunque prometían que iba a ser una joda bárbara, iba haber minas, decían, sandwichitos, baile y gaseosas más algún que otro Fernet pasado de contrabando con la complicidad del tío joven del Chicho. Me acosté temprano.

Pocos días después el Napia me cruzó por la calle y me pidió que le devolviera los botines, no te enojés, pibe, pero el club los necesita, viste. Se los devolví bien limpios y lustraditos, por supuesto. Las puteadas las escupí entre dientes.

Recién salgo del Juzgado, rechacé el cargo, no voy a ser perito en la causa para la que me citaron. Acabo de enterarme de que el Carlito Peralta se emborracha seguido y le pega a la mujer. Tiene dos hijos, el más grande hace poco lo enfrentó con un Tramontina defendiendo a la madre cuando él quería fajarla porque le pareció que los fideos estaban pasados.

 

El Lalo Gutiérrez juega en la primera de River. Ahora parece que lo van a convocar a la selección.