Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el cual el virus de inmunodeficiencia humana era invisible a los ojos de los científicos y las secuelas del retrovirus sobre el organismo del portador eran tan drásticas como su satélite artificial de densidad infinita: el estigma social. Para ciertos sectores, la “peste rosa” o el “cáncer gay”, como alguna vez lo supo denominar la opinión pública (desconociendo la absoluta indiferencia de las células a las condiciones o preferencias sexuales), había aparecido como un castigo divino para acabar con los “desviados”, las prostitutas, los adictos a las drogas duras. Algunos años más tarde, ciertas cosas habían cambiado; otras no tanto. Los laboratorios farmacéuticos desarrollaban drogas en silencio, de manera morosa, y los gobiernos continuaban resistiéndose a las campañas frontales y sin eufemismos, prefiriendo el discurso conservador en lugar de optar por estrategias de prevención y reducción de daños con la distribución de jeringas y preservativos. Es ese mundo, el de comienzos de los años 90 –cuando la pandemia del sida tocaba su pico máximo y seguía representando una condena de muerte casi segura–, el que retrata la película 120 pulsaciones por minuto, tercer largometraje del realizador francés (nacido en Marruecos) Robin Campillo. Estrenada mundialmente en la última edición del Festival de Cannes, donde obtuvo el Gran Premio del Jurado, y con un papel central interpretado por el argentino Nahuel Pérez Biscayart, el film recrea de manera ficcional los años de mayor actividad de la rama francesa de Act Up, el colectivo activista creado en 1987 en los Estados Unidos, cuyas siglas definen de manera rotunda sus intenciones: AIDS Coalition to Unleash Power (Coalición Del Sida Para Desatar el Poder). Film coral en el cual las acaloradas discusiones dentro del grupo tienen un lugar protagónico, 120 battements par minute comienza a delinear algo parecido a un rol principal bien avanzada la narración, y logra emocionar al tiempo que permite la reflexión sobre el lugar del individuo dentro de un colectivo y, por extensión, de la sociedad en su totalidad.

“Creo que tuve el deseo de hacer una película sobre el tema desde el comienzo mismo de la epidemia”, afirma Campillo en comunicación telefónica desde París, pidiendo innecesarias disculpas por no hablar ni una palabra de castellano, reconociendo que su padre era de nacionalidad española. “Tenía unos veinte años cuando vi las primeras imágenes de gente muriendo en los Estados Unidos, a comienzos de los años 80. Los artículos decían que la mayoría de los homosexuales iban a morir y que lo mismo ocurriría con las prostitutas, los drogadictos, los presos. Esas fotografías terminaron conformando un nuevo y perturbador imaginario. En aquellos tiempos estudiaba la carrera de cine y de pronto me hallé aterrorizado por la posibilidad de contagiarme y morir a causa de esta nueva enfermedad. Fue una época muy silenciosa y solitaria, durante la cual la gente no hablaba sobre el tema. Me uní a las filas de Act Up en 1992, diez años después del inicio de la epidemia, y fue algo que realmente me cambió la vida, porque de pronto decidimos no callarnos más, dejar de ser las pobres víctimas de la enfermedad, ser activos y, de alguna manera, reinventarnos. Ser más creativos a través de las acciones, los posters, los discursos, crear colectivamente nuevas imágenes que contrarrestaran aquellas otras. En el fondo de mi cabeza siempre estuvo la idea de hacer esta película, pero al mismo tiempo era consciente de que se trataba de un asunto muy poco cinematográfico. Me llevó tiempo darme cuenta de cuál podía ser el eje y recién hace unos siete años caí en la cuenta de que debía ser el contraste, la lucha entre las imágenes y el discurso”. 

¿Qué se espera de una película “sobre el sida”? Bien lejos del mensaje aleccionador o el retrato piadoso como metas, Campillo logra un equilibrio notable entre la reconstrucción de los debates en el seno de Act Up, los llamados de atención públicos bajo la forma de acciones políticas, los momentos festivos y lúdicos del grupo y, finalmente, el drama personal de uno de los personajes, Sean Dalmazo, interpretado por Pérez Biscayart. Existe, incluso, un espacio para la ironía. “Desde que tengo sida vivo el mundo de forma diferente, como si tuviera más colores, más ruido, más vida”, afirma ese mismo personaje ante la mirada atenta de sus compañeros, sólo para romper el hechizo con una risotada y revelar que sólo se trató de una pequeña chanza. Para el director, sin embargo, “cada espectador tiene la posibilidad de sentir que fue una broma o que, quizás, el personaje no está mintiendo, que en el fondo hay algo de verdad en esas palabras. Me gusta la idea de atrapar al espectador en sus propias emociones. Para los miembros VIH positivos de Act Up era una suerte de chiste recurrente eso de decirle a la gente que la enfermedad había cambiado sus vidas, que todo se vivía de una manera más intensa”.

El discurso y la imaginación

Colaborador del realizador Laurent Cantet en la escritura de los guiones de El empleo del tiempo y Entre los muros, Robin Campillo persigue en su última película como director la paciente construcción de un modo de realismo cinematográfico, aunque atravesado por el deseo de un formato narrativo que supere los límites de la verosimilitud histórica o psicológica. La mirada general, colectiva sobre los debates y las acciones (ingresar a las oficinas centrales de un laboratorio con pancartas y globos llenos de sangre artificial con los cuales salpicar paredes y escritorios; interrumpir alguna clase en una escuela secundaria para repartir panfletos y preservativos) se entrelazan con la historia de Sean y Nathan (un joven recién llegado a Act Up, interpretado por el actor Arnaud Valois), una relación de deseo y amor cuyo destino final está inexorablemente marcado por el conteo de CD4 y la meticulosa administración de los fármacos antivirales. Esa estructura que va lentamente corriéndose de lo general a lo particular, de lo colectivo a lo íntimo, está cruzada a su vez por una serie de breves secuencias musicales –usualmente, en la pista de alguna disco– registradas por la cámara como una suerte de trance grupal con aires liberadores. La banda de sonido de 120 pulsaciones por minuto (cuyas siglas, 120 BPM, pueden fácilmente reconvertirse en la medida de un ritmo musical) incluye un par de temas populares, como el himno gay “Smalltown Boy” de Bronski Beat, pero son las composiciones originales de Arnaud Rebotini las que logran destacarse sin demasiado esfuerzo: esos tracks dance recrean cadencias, ritmos y sonidos de comienzos de los años 90 con una perfecta atención al detalle, cuya inclusión Campillo describe como “algo irónica, ya que me remiten a una época donde muchos amigos y conocidos se enfermaban y morían. Pero, de alguna forma, siento nostalgia por esa música”. 

Al inicio del proceso de escritura del guion, el realizador recordó muchos detalles de las reuniones y acciones de las que formó parte. “Traté de poner al espectador en la misma condición en la que me encontré cuando me uní a Act Up: esa idea del recién llegado, cuando uno va descubriendo cosas sin saber bien quién es quién, toda esa desorientación inicial. Muchas de las situaciones que se ven en la película ocurrieron en mi vida o bien como parte de ese grupo del que formé parte hace ya veinticinco años. Dicho lo cual, no hay nada literalmente autobiográfico en 120 pulsaciones por minuto, que es esencialmente un film de ficción. Para mí hacer cine no es hallar un sentido sobre las cosas o dar un mensaje sino crear una perspectiva nueva. Traté de imaginar una estructura interesante que además diera cuenta de las paradojas dentro de Act Up y en la vida en general, una suerte de autorretrato colectivo creado a partir de los recuerdos y la imaginación”.

“Quería hablar del poder imaginativo del discurso, que a mi entender en lo más importante de la película”, continúa Campillo. “Hay diferentes dimensiones y una de ellas es la de las discusiones en el aula, un lugar donde no hay ventanas y todo es blanco. Quería que esas escenas dieran la impresión de transcurrir dentro de un cerebro, un sitio donde la gente comparte ideas e impresiones y logra llegar a un acuerdo a pesar de todas sus diferencias. Y deseaba contrastar esas escenas de debate con las imágenes de las acciones, otra dimensión un poco más real y, en algunos casos, algo surrealista. Al comienzo del film, cuando el grupo debate acerca de una acción que varios consideran un poco violenta, el personaje de Sean, gracias a su agilidad intelectual y retórica política, convence a todo el mundo de que fue un éxito. Son las mismas imágenes vistas a través de una perspectiva diferente. Cerca de la mitad de la película, en el transcurso de la última reunión, ese mismo personaje es perseguido por otro tipo de imágenes mentales, respecto de las cuales ya no puede cambiar la perspectiva por la absoluta falta de distancia. Como si el avance de la enfermedad ya no permitiera representar la ira en marchas o acciones. De nuevo, el enfrentamiento o contraste entre representación y discurso. Por eso el último tercio de la película es diferente, con Sean en el hospital, solitario, incluso algo atrapado en la historia de amor con Nathan. La estructura del film es muy importante e intenté poner en práctica la idea de la película-río, donde hay muchos personajes que forman parte de una gran corriente y no se sabe bien quién es el protagonista, hasta que finalmente los márgenes se angostan y el film termina transformándose en un pequeño arroyo”. 

Antes de la oscuridad, la vitalidad contagiosa en las marchas del orgullo, que el afiche promocional pone de relieve, los brazos y boca de Sean abiertos de par en par. La bronca y el dolor no logran derribar todas las barreras gracias a la pertenencia a una comunidad. A varias comunidades: Campillo entrelaza de manera muy sutil y compleja los conceptos de pareja, familia y grupo. Antes de la desaparición, la visibilidad, donde antes había sólo fantasmales números: “Así se ve alguien que tiene sida”, le dice Sean al director de una farmacéutica, mostrando los inconfundibles rastros del sarcoma de Kaposi, haciendo de su propio cuerpo el más poderoso instrumento político. Y el sexo, que la película grafica en dos instancias muy diferentes, siempre de manera franca, ambas amorosas. 

Todo cambia pero no tanto

A pesar de trabajar con guiones fuertes, Robin Campillo descubrió en su película anterior, Eastern Boys (2013) –el retrato de un grupo de muchachos oriundos de Europa del Este que se prostituyen diariamente en la gare du Nord parisina–, que la interacción con los actores y los técnicos tiene resultados imprevisibles e interesantes. “La historia era muy precisa; lo mismo los personajes. Pero luego ocurren cosas que hacen que algunos diálogos o situaciones cambien. El proceso de casting fue largo, pero la situación con Nahuel Pérez Biscayart quedó resuelta rápidamente. Decidí que él era el adecuado por varias razones, entre otras porque me gusta trabajar con actores de otros países. Lo interesante en su caso es que habla perfecto francés, con un pequeñísimo acento, aunque puede pasar perfectamente por un nativo. Y su interacción con los otros actores franceses, que tienen una técnica muy diferente, fue algo relativamente perturbador y eso creó algo fuerte. Nahuel es un actor muy barroco y no tenemos actores franceses tan barrocos como él. En las escenas de debate es notoria cierta distancia, cierto juego con el personaje, que notan tanto los otros personajes como, espero, la audiencia de la película. Ese contraste va cambiando a lo largo de la historia, ya que el Sean del comienzo no es el mismo del final. Con los demás actores traté de no ser homogéneo y para el personaje de Nathan necesitaba a alguien que contrastara con Sean, alguien más introspectivo, más reconcentrado. Y lo hallé en Arnaud Valois. El resto del reparto está integrado por actores de cine y de teatro, pero también por gente no profesional. Y que son abiertamente gay. Me parecía importante que esa visibilidad formara parte de la hechura del film y no sólo de la historia”. Muchos de esos actores y no actores jóvenes conocieron el VIH en la era de los cócteles de drogas, los tratamientos preventivos y la posibilidad de “seropositivar” el organismo. ¿Qué ha cambiado a veinticinco años de los hechos retratados en 120 BPM? “No sé cómo será en Argentina, pero en Francia, para muchos –incluido el presidente Emmanuel Macron– la epidemia se ha terminado. Desafortunadamente, no es cierto, ya que hay mucha gente que se infecta todos los años. Es un momento raro: se pueden tomar drogas para evitar contagiarse, hay enfermos en tratamiento que ya no trasmiten el virus, pero no veo que la maquinaria política esté en movimiento para controlar completamente la epidemia. Eso sólo puede ocurrir con un acceso igualitario, universal y global a las drogas, una meta que a pesar de todas las luchas y conquistas parece difícil de alcanzar.”