Si se observa y escucha con atención, resulta claro, desde el primer minuto de proyección de El ornitólogo, que el punto de vista del extraño relato que tendrá lugar no será necesaria o exclusivamente el del personaje del título. Una pareja de aves acuáticas en plena faena de incubación mueve sus cuellos en todas direcciones ante un sonido extraño, el que hacen los brazos y piernas de un ser humano al nadar en ese mismo río, a algunos metros de distancia. Serán varios los pájaros que observarán a Fernando, el ornitólogo, desde las alturas de un árbol cercano, parados sobre una roca e incluso en pleno vuelo, el consiguiente plano subjetivo transformado, gracias al poder del montaje, en información tanto o más importante que aquello que llega a los ojos del científico. Película idiosincrática, misteriosa, fascinante y posiblemente indescifrable, el quinto largometraje del portugués João Pedro Rodrigues comienza a tensar la dialéctica materialismo-misticismo (o, lo que en este caso es casi lo mismo, los reinos de la realidad y la fantasía) a medida que su héroe –en el sentido más clásico del término– se adentra en una aventura que es tanto física como profundamente íntima. Y, como se verá, espiritual, a pesar de su temprana confesión de no creer ni en Dios ni en el Diablo, no casualmente mientras su figura es reflejada en la pared exterior de una caverna.

La primera clave de que algo excepcional está ocurriendo en ese paraje de naturaleza exuberante llega poco después del accidente que Fernando sufre en su kayak. Luego de ser rescatado (¿resucitado?) por un par de turistas chinas –dos peregrinas muy devotas que, al intentar recorrer el camino de Santiago de Compostela, terminaron desviadas de la ruta original– el protagonista se encuentra completamente maniatado en medio del bosque, de una manera y en una posición tal que podría pensarse en una suerte de penitencia. Una espesura que la extraordinaria fotografía de Rui Poças –responsable también de la imagen de Zama, de Lucrecia Martel– transforma en un lugar que bien podría adquirir, de un momento a otro, cualidades mágicas, como ocurría literalmente en Morir como un hombre, el único otro largometraje del realizador estrenado en nuestro país. Pero el escape de esa prisión al aire libre no marcará un posible retorno a la civilización (su teléfono celular se resiste a aportar una salvadora señal y los mensajes de texto sólo llegan, pero nunca son enviados), sino apenas el punto de partida de una inmersión total en un universo que sólo puede describirse como paralelo, aunque posiblemente muy cercano.

El truco de Rodrigues en El ornitólogo es hacer caer al espectador en una magnífica trampa: el realismo de las escenas iniciales no es más que el mojón cero de un tránsito destinado a culminar en la transmutación final del personaje. La pista esencial de aquello que ocurrirá está presente en la cita que abre el film, adjudicada a Antonio de Padua, el santo franciscano nacido en Lisboa cuya vida, dicen, cambió radicalmente luego de un encuentro con Francisco de Asís. ¿Se trata entonces de un relato religioso? No en el sentido canónico de la palabra. Durante el derrotero tienen lugar las más extrañas prácticas paganas: una porción del kayak es transformada en peculiar tótem por una tribu de adoradores que hablan el oscuro dialecto mirandés; la caza mayor puede ser el pasatiempo favorito de un trío de amazonas que sólo se comunican en latín; la famosa prédica del santo a los peces muda en soliloquio sin mayor poder que la fuerza transformadora de la poesía.

Quizás la escena clave sea el encuentro con un pastor sordomudo llamado, significativamente, Jesús: aparición triunfante de Eros y Tánatos, al deseo erótico de tonalidades idílicas, un regreso a un estadio primitivo del ser, le seguirá la muerte, primer paso antes de la absoluta disolución de la identidad. Película dura de roer para aquellos que intenten descifrar su significado último, El ornitólogo se resiste al análisis simbólico y puede ser vista como una apropiación personal de dogmas y mitos o bien como un bellísimo y particular pastiche de conceptos sagrados y profanos, menos una relectura del cristianismo materialista de Pasolini –una de las tantas referencias que la crítica encontró en sus imágenes– que la confirmación de un modo de intentar comprender el mundo y el cine que Rodrigues ha venido construyendo desde su ópera prima, O Fantasma. Nueva prueba, asimismo, de que las mejores películas espirituales de la historia del cine han sido creadas por cineastas ateos.