• Era José Luis Asaressi, oriundo de los pagos encantados de Venado Tuerto: lugar mítico de artistas rurales, inventores exóticos y músicos brillantes. El apodo de "Sartén" provenía de que siendo tan inquieto  recordaba aquello de que "sirve para romper los huevos". El asunto es que este hiperquinético había inventado obras de arquitecturas extrañas, aparatos que se encendían solos o con un golpe, pedaleras para guitarras realizadas con desechos, y hasta máquinas íntimas del placer.

    -‑Sadam -me decía como apodo- sos un capo -simplemente, porque lo hacía reír.

    Tocó con Sueter, con Silvina Garré, conmigo, con Litto, con Spinetta. Un día, harto del país se fue a Ginebra, Suiza. Su disco, tan alucinante y con tan bello despliegue instrumental, donde se lucía con su Telecaster ‑recibió un premio importante !al arte de tapa! ignorando el contenido. Se sintió ofendido y juntó plata para el destierro. Un genio en desmesura, calidez, sentido del humor y honor. Dejó una obra desperdigada en Europa, inclasificable y preciosa. En los barracones edificados durante la Guerra Fría, donde vivían los inmigrantes y él mismo, deben haber quedado los acoples maravillosos de su viola y de su alma tan transgresora como tierna, dando vueltas por allí, mojándole las orejas a los sordos del Viejo Continente.
     
  • Tiempos de dictadura; pero en la música se trabajaba igual. Eramos Irreal y Mario Piazza, mítico realizador de documentales, quien se nos había acercado para que le pongamos sonido, canciones al film Sueño para un oficinista. Lo hicimos y decidimos presentarlo en un gran teatro. Imprimimos afiches doble paño y salimos a pegarlos. En una esquina nos cerró un patrullero. Los milicos descendieron y nos apartaron contra la pared. Llegaron refuerzos, la caballería montada, la Junta entera. Nos ordenaron abrir el baúl: había rollos de propaganda y lo que los hizo retroceder de susto: fierros, bases de trípodes para filmar.

    -‑¿Qué es esto? -gritó un agente.

    -‑Son elementos fílmicos. El es un realizador audiovisual -esgrimió Chianelli, con un hilo de voz. Lo miraron a Mario.

    -‑¿Estás temblando? -le susurró otro cana.

    --Es el frío -contestó Mario, suavemente.

    Yo estaba paralizado, con las manos atrás y un caño tocándome la espalda. Luego, cuando se aclaró todo, cuando mostramos el permiso y otros papelitos recién nos dejaron ir. Quizás estuvimos a instantes de un fusilamiento o algo parecido, lo cierto es que el café posterior que tomamos en un bar resultó ser el más sabroso del mundo.
     
  • Por barrio Echesortu se comentaba que había un chico que era sumamente diestro en el arte de la guitarra y el bajo. Pero ponía condiciones para enseñar. Así como los pibes cuando son implumes tratan de vender objetos, preparados, figuritas a los demás, así Lalo de los Santos, "vendía" acordes a los que los necesitaran por un peso. En tiempos donde los maestros exigían un estudio obligatorio y no había ni revistas, ni tutoriales ni internet que consultar, aquello era una salida. Con el tiempo, la anécdota se extendió y el adulto Lalo recibía el "gaste" de quienes conocían la leyenda. El se reía, mientras regalaba generosas clases gratis a quienes lo necesitaban o simplemente estaba ahí, para lo que precisaras.
     
  • Era aquel músico de la Trova un pobre, casi un indigente, empeñado en sobrevivir de sus canciones. Cuando tuvo una cita con  una chica preparó su única y mejor camisa, su jean limpio y las zapatillas adecentadas. Con ese atuendo la fue a ver y pasearon. Quedaron en verse al otro día: llegó la noche y el músico aún no había conseguido prestadas algunas prendas para cambiar de atuendo. Lavó empeñosamente con jabón crudo lo puesto ese día y al otro, con la misma vestimenta se presentó en la esquina donde habían pautado la cita. Puso cara de compungido.

    --Tengo la misma pilcha de ayer ¿Sabés qué? ¡Me robaron toda la ropa que estaba colgada de la soga!

    Ella no solo concedió en invitarlo a su casa y sacarle el follaje que quedó a un costado de la cama, sino que le obsequió un bolsón lleno. Todo de buena calidad.

    -‑Eran de mi antigua pareja, jamás la vino a buscar.

    A él le produjo un poco de impresión, pero todo le quedaba al pelo.

    Ella, psicologista al fin, se arrepintió luego y le pidió que no las usara más. "Es como que él estuviese en medio de nosotros".

    Entonces, ya un poco harto, se hizo el ofendido y jamás puso un pie en la casa aquella, donde de mendigo pasó a príncipe en una sola muda de ropa.
     
  • Sucedió en Entre Ríos en tiempos de auge de la Trova. Baglietto, Goldín y yo mismo arribamos a una ciudad pujante en flores, ríos y gente amante de la cultura. Pero desde un principio se notó el aroma de la improvisación: el sonido era deficitario, el sitio, muy grande ‑una cancha de basquet‑ y el trato de quien nos contratara estaba plagado de torpezas.

    -‑Esto demuestra inexperencia -le advertí al manager, quien con mano de hierro vigilaba que todo esté en orden- Cobrar vamos a cobrar, quedate tranquilo.

    En la noche del show se esperaban siete mil personas, pero fueron tres mil. Lo correcto. El cálculo inexacto lo había hecho quien nos contrató, amparándose en un error de cálculo acerca de nuestra popularidad y el de "salvarse" en una sola noche de años de sequía.Tocamos, todo bien y salimos airosos a disfrutar de la noche primaveral y la cena en la ribera. En ese momento uno no piensa en las economías ajenas: solo pretende comer, cobrar, tomarse unos tragos y luego a dormir. Por la mañana, mientras desayunábamos, un gordito atribulado charlaba por lo bajo con nuestro manager.

    -‑Vamos a esperar hasta el mediodía a que el tipo este consiga la guita que falta. Un silencio sepulcral invadió el café: habíamos conocido su familia, sus hijos, sus ojos de bueno y se nos hacía un nudo en la garganta. Luego, ya con el sol alto, nos enteramos, mientras cobrábamos, que había tenido que vender el auto ‑un Fiat 128‑ para abonarnos. Nos dio pudor ver cómo nos despedía con toda su prole desde la vereda, con su esposa e hijos, extrañamente agradecido de que los visitáramos, volviéndose hasta su casa a pie. Algunos corrimos las cortinas para no mirar.

     
  • Era el pibe aquel un escapado de las fuerzas militares a la caza de izquierdistas y terroristas que solo se dedicaban a escribir poemas en las paredes donde quedaba un espacio que no fuera el ocupado por las frases prolijas que rezaban "Ciudad sana, ciudad culta, ciudad limpia". Como no tenía dónde esconderse, tuvo una genial idea. Al ser socio del Club de Pescadores, pasaba las jornadas nocturnas del verano guarecido en la casilla para limpiar pescados, y de mañana emergía haciéndose el enamorado del deporte. El amigo, futuro integrante de la Trova, lo visitaba disimuladamente y le llevaba viandas de parte de su madre para que no desfallezca. Así pasaban el rato al sol con dos tanzas que entraban en el río. Dos hilos de nylon con una plomada improvisada en el final, sin anzuelos ni carnada. La carnada, la comida, temían que fuera alguno de ellos para las llamadas "fuerzas del orden".
     
  • -‑Andá tranquilo a esa peña del PC que no cae la cana... están protegidos por los milicos.

    La aseveración proveniente de un militante experimentado me tranquilizó, pero me inquietó el hecho de participar de un hecho artístico protegido bajo el paraguas armado. Me pagaban lo justo y necesario para sobrevivir una semana más, así que tomé mi guitarra y fui. La noche transcurrió con vino, empanadas, cantos por la liberación, revolución y otras travesuras. Al final de la noche una morocha, mientras entonaba su vasito de plástico con vino malo, me extendió un número que acreditaba en el sorteo a quien lo ganase una ristra de chorizos. Lo tomé por amabilidad y no dejé de fijarme en su dotado pecho de izquierdista belicosa. Salió mi cifra y a la salida me entregaron en una bolsa negra, unos diez kilos de embutidos.

    -‑Son para los compañeros, por eso los llevo -aduje. Y partí raudo con mi instrumento, la comida, los pocos pesos cobrados y sin la morocha que yacía ahora en brazos de un combatiente de remera Pengüin. No solo tiré unos días más con el dinero, sino que comí chorizos en sus mil variadas formas a lo largo de un mes. El comunismo resultó muy nutritivo.

 

[email protected]