"¿De qué muerte vino

este pájaro solo que ahora canta,

solo, solo, en la tarde?"

"Calle dormida al sol", Juan L. Ortiz

 

De su madre le quedó la lancha y el gusto por los pájaros. De su padre sólo heredó el amor por su madre. La devoción por la mujer que pasó algunos años buenos y muchos malos a su lado. Ni casa, ni rentas, ni ninguna de esas máximas a las que todo hijo debería recurrir cuando las cosas se le ponen negras. Con el tiempo, sin darse cuenta, fue reescribiendo el personaje de su padre atribuyéndole una sabiduría que nunca tuvo. "Los bienes están para sanear los males" es un refrán que su papá no conoció jamás pero a él, a Humberto, le hubiera gustado oírlo de su boca, por eso cada tanto hace la falsa cita.

Podría haberse ganado la vida como herrero, tenía los instrumentos, el taller, hasta la habilidad para soldar, pero nunca se le reveló el arte, ese talento para que lo útil sea también bello. Su padre sí tenía el don y tampoco se lo legó. Fue una razón más para continuar con el negocio materno: los paseos en lancha por el lago del Parque. "Los pájaros" se llamaba la primera lancha, la que heredó de su madre al morir. Por eso bautizó "La hija de los pájaros" a la embarcación que pudo comprar diez años después, un poco menos ruidosa y de mejor madera que la anterior.

Al verlo dar esas dos vueltas alrededor del lago durante todas las tardes de sus últimos treinta años, cualquiera podría suponer erróneamente que Humberto adora los niños. El adora a las madres con sus niños, sobre todo a las madres pobres, pero no a los hijos. Le gusta observar a esas mujeres de mirada tímida, de pechos caídos siempre cerca de la boca de sus hijos. Recuerda a su madre al verlas cuidar casi sin haber sido cuidadas, en una experiencia amorosa intuitiva que parece redimir sus faltas. Contempla esas mil formas de abrazar que inventan según las edades y cuerpos de sus hijos. Les lee en los labios frases cortas, retos, mimos, órdenes. Las madres pobres como la suya multiplican panes y peces todos los días en la liturgia íntima de sus cuatro paredes. Siempre hay alguna que pasa varias veces sin animarse a pedir el favor de que sus hijos den una vuelta gratis, aunque vayan solos o aunque ellas después tengan que limpiar la garita donde se cobra el pasaje o quizás plancharle o limpiarle la casa a él. Sólo por mirarles los ojos brillantes les regala los pasajes. Después queda atrapado en la tristeza de conocer la vergüenza que siente el que tiene que pedir para dar. Como su madre, como cuando pedía fiado y él ya sabía lo que era deber en el almacén. Los niños no le gustan, no le importan, incluso siente rechazo por los caprichosos, los que no saben lo que es deber en el almacén y siguen pidiendo sin parar. A veces les ve una luz blanca muy brillante y fina alrededor, la misma que su madre tiene cuando la sueña joven, radiante, con el pelo recién lavado en la pileta del patio. Es una luz angelical. Llegó a enamorarse de varias madres que tenían ese destello alrededor, pero ninguna era como la suya, así que fueron quedando en los bordes de la memoria sin nombre. Y sin luz.

Al verlo dar esas dos vueltas alrededor del lago durante todas las tardes de sus últimos treinta años, cualquiera podría suponer erróneamente que Humberto necesita estar acompañado y la lancha es una excusa para conseguirlo. En realidad, él disfruta estando solo. El silencio a veces es una forma de soledad. Ama a su madre, a las madres pobres que pasean por el lago y ama los pájaros. Esos seres simples, frágiles y aerodinámicos que hacen un corte de silencio en el agua mientras pasea a las madres. La isla plantada en medio del lago está repleta de aves que no cambiaron en nada su canto desde que su mamá lo llevaba sobre las piernas mientras manejaba la lancha. Idéntico. Entre las pocas cosas que no cambian están la espuma de la leche mientras hierve, el olor a pan y a pasto recién cortado, la mano sobre la cabecera de la cama de su madre y el canto de los pájaros. A veces alegre, otras muy triste. Rojizo al amanecer y azul marino por la tardes. Como un coro infinito muchas veces. Y otras tantas (como hoy, que es domingo y hace frío) es un grito solitario, como el de un niño que en medio del parque pide por su mamá.