La premisa básica de Pequeña gran vida, desarrollada con lujo de detalles durante el prólogo, podría resumirse de la siguiente manera: en un futuro cercano, la tecnología permitirá reducir cualquier organismo viviente a un tamaño mucho menor, recurso que los especialistas ven como una posible solución a largo plazo a los urgentes problemas de la superpoblación, la falta de alimentos y la debacle ecológica en general. Corte a una década más tarde. Paul Safranek –última encarnación de ese arquetípico americano medio modelado en la pantalla, entre muchos otros, por el realizador Frank Capra– logra convencer a su esposa de pasarse a las crecientes filas de ciudadanos diminutos. Más allá del bien colectivo y la ingente ayuda al medio ambiente, las ventajas sociales y personales son muchas y apetitosas: una casa como siempre se la soñó, la posibilidad del ascenso social permanente, una vida de lujos prohibitivos para la esforzada clase media. Es el consumismo, estúpido. El contrato se firma, el procedimiento se aplica y Paul (un Matt Damon alejado de cualquier trazo de heroísmo a la Bourne, con un poquito de panza a tono) se encuentra frente al espejo con su nuevo yo, de poco más de diez centímetros de altura.

No puede negársele a Alexander Payne el hecho de haber tirado toda la carne en al asador en su más reciente película. Lo primero que debe afirmarse es que Downsizing nunca termina de ser lo que el espectador puede llegar a imaginar de antemano: ni una película de ciencia ficción y aventuras protagonizada por un hombre menguado en peligro constante de accidente o muerte; ni una comedia romántica en la cual la recuperación del amor perdido entre la gente grande se transforma en el único motor de su existencia, dos posibilidades con las cuales el film coquetea, jugando con la expectativas y experiencias cinematográficas previas del espectador. Muy por el contrario, el guión del propio Payne y Jim Taylor deja velozmente atrás el deslumbramiento con los efectos especiales o la posibilidad de transformar la trama en una explotación infinita de la mutación del protagonista para embarcarse –tibiamente primero, muy a fondo después– en el terreno de la sátira política y social, creando un relato de transparente esencia humanista. Con mucho humor, desde luego, pero también algo de melancolía, nada extraño viniendo del director de Election, Las confesiones del Sr. Schmidt y Nebraska.

Perdido en su deriva existencialista en el nuevo y empequeñecido mundo de Leisureland, una sociedad en miniatura con aspecto de resort all inclusive, Peter deja pasar los días en su nuevo trabajo como recepcionista telefónico, olvidando su especialización en masajes terapéuticos. Es el azar (o el destino, según la lógica del héroe) el que termina acercándolo a un trío particular de personajes: su vecino de arriba, un europeo dedicado a la importación ilegal de productos de lujo en versión reducida (Christoph Waltz), su amigo Konrad (Udo Kier) y una de las encargadas de la limpieza del departamento, ex activista vietnamita achicada sin su consentimiento (la tailandesa Hong Chau). La segunda mitad de Pequeña gran vida se va abriendo al mundo (a varios otros mundos, incluida una estratificación social donde se la creía inexistente), alternando un sentido de la comedia basado en los diálogos y las situaciones –y por momentos dueño de ligeros dejos lubitschianos– con el reconocimiento del protagonista de problemáticas personales y globales a las cuales era absolutamente ciego.

Respecto del humor, el trío Waltz/Kier/Chau funciona como contrapeso de los aspectos más dramáticos del relato: en el personaje femenino conviven la impresión de fragilidad con una dureza a prueba de balas –y una boquita que por momentos se transforma en cloaca– y a Kier le basta una bajada de ojos para conjugar la risa; lo de Waltz parece haber salido más de taquito, aunque cumple su función esencial. En más de una oportunidad, la aparición del gag inmediatamente después de un momento de gravedad resulta demasiado notoria, como si se tratara de un pedal de freno diseñado para pulverizar la posibilidad de que las pretensiones de “profundidad humana” se lleven por delante el resto de los ingredientes del plato. Es un camino pedregoso y por cierto ambicioso el que recorre el último largometraje de Payne y los resultados finales sólo pueden describirse como desequilibrados. Pero en ese desbalanceo, paradójicamente, Pequeña gran vida encuentra también el más valioso de sus méritos: la prueba y error como rasgo de audacia en un tipo de producción cinematográfica que suele saltar encima de las más tranquilizadoras redes de contención.