“Cada año, en el día de su cumpleaños, Laura Cabejas seguía la misma rutina. Este año, su número 12, el 27 de enero de 1999, no fue diferente. Con su hermano menor Emilio, y con sus padres, ella fue camino a La Recoleta, el cementerio más antiguo de Buenos Aires, a visitar la tumba de su amada abuela, Citina, con quien solía compartir el día de cumpleaños. 

   Los cuatro tomaron su desayuno habitual en La Sanguineta, en la Avenida Manuel Quintana. El café estaba a pocas cuadras de su casa. Allí, cada día de los últimos trece años de su vida, siguiendo la inesperada muerte de su esposo Alfonso, almirante de la Armada Argentina, en el mismo momento que Argentina había recuperado las Islas Malvinas, Citina llegaría a las ocho en punto de la mañana. Lo haría con una copia del diario La Nación que jamás leería, y la suficiente cantidad de pesos para pagar un té de limón, que quedaría sin tomar durante una hora sobre el mantel azul ligeramente manchado”.