El cuento por su autor

“El primo Rafael” forma parte de Arbol de familia (2010), una novela verdaderamente arbórea cuyas historias y personajes se ramifican a partir de un tronco compartido: la mirada de la narradora en cuya sangre confluyen. Las hojas del árbol son también las hojas del álbum que se va abriendo hasta componer un rompecabezas. Aunque todos los capítulos se relacionan entre sí, algunos tienen la suficiente autonomía narrativa como para poder ser leídos sin inconvenientes fuera del conjunto. Es el caso de este relato que configura, por sí mismo, un cuento.

Árbol de familia se teje, en un movimiento de vaivén, sobre las migraciones entre España y la Argentina y habla no solo de los que se fueron sino de los que se quedaron, a veces, como víctimas. Entre estas víctimas, nos dice Rosalía de Castro, tantas mujeres: “viúvas de vivos e mortos que ninguén consolará” (viudas de vivos y muertos que nadie consolará). Así, la esposa que el primo Rafael dejó con dos hijos pequeños, anclada en su aldea, mientras él se afincaba en Buenos Aires y se casaba legalmente con otra gallega por completo ignorante de su primer (y único válido) matrimonio. 

No pocas familias de inmigrantes tuvieron su “primo Rafael”. La simpatía y la jovialidad del personaje se inspiran, libremente, en uno que hubo en la mía. Este cuento lo recrea, multiplicando las preguntas. El encantador Rafaeliño, a quien nadie podía evitar querer, era culpable. ¿Pero cuán culpable? Pareció disfrutar de las comodidades que los suyos no gozaron en la pobreza de España. ¿Pero hasta qué punto, por cuánto tiempo? Finalmente su vida se tensó (y se rompió) como la cuerda de un arco, entre sus dos tierras, sus dos familias, sus dos mujeres. 

En el revés de su historia están esas mujeres: Asunción, la esposa de la Argentina, que se liberó de la escasez de la posguerra y las memorias del duro trabajo campesino multiplicándose en regalos para los niños de los parientes americanos y creando, a la inversa de Nora Ibsen, una “casa de muñecas” para ella misma. 

Y está la otra, la primera, la que no tiene nombre, porque es una sombra. La sombra de la culpa que se presentará ante la narradora cuando visita Galicia, en la mirada de la hija mayor de Rafael. 


El primo Rafael

 

Por María Rosa Lojo

A Rafaeliño, el bígamo, se lo conocía en casa por el nombre común y respetable de “el primo Rafael”. No por eso dejaba de comentarse, en alguna sobremesa, que tenía dos esposas, aunque de hecho viviese como cualquiera de los hombres que sólo tienen una. Lo que más le intrigaba a mi padre, en las escasas reflexiones públicas que le dedicó a la bigamia de su primo hermano, era que hubiese elegido, en la Argentina, una mujer que parecía un duplicado de aquella con la que se había casado en Galicia. A lo sumo eso probaba, a mi entender, que Rafaeliño, lejos de ser un alocado picaflor a quien únicamente movía el codicioso afán de novedades, era hombre de costumbres y gustos definidos. Papá insistía, con todo, en sus argumentos.

—Pero si fue un matrimonio arreglado entre familias. Si lo casaron a poco de cumplir los diecinueve años. Ya que hizo esa barbaridad de dejar plantada a una mujer y a dos hijos, por lo menos podría haber variado un poco, para que valiera la pena.

No conocí nunca a la que había quedado en la aldea, expuesta a la murmuración de los vecinos, ni casada ni viuda. La consorte de Buenos Aires, gallega también, era un Botero de tamaño chico: bajita, esponjosa, blanquísima y redonda como un pastel de merengue. Tenía en las mejillas dos manchas naturales de color rojo que parecían dibujadas como las de Betty Boop. Los ojos azules, grandes y un poco salidos hacia fuera, como los de un pez curioso y ornamental, miraban el mundo con satisfacción tranquila. Estaba contenta, al parecer, de haberse casado con Rafaeliño (cuya bigamia desconocía por completo) cuando ya frisaba los treinta años y comenzaba a perder las esperanzas de encontrar marido.

Vivían en un departamento reducido, con un patio interior también mínimo y atestado de plantas. Algunas de ellas daban flor, y en primavera doña Asunción, confirmando su nombre, se sentaba entre ellas como si fuera la misma madre de Dios subida a los cielos e instalada en su reino. Entre aquellas cuatro paredes, con un techo que se llenaba suavemente de estrellas en las noches despejadas del verano, se cifraba el cumplimiento de un sueño. Asunción se había liberado del trabajo bruto, del campo esclavizante, quizá solo hermoso para quienes no necesitan trabajar en él y pueden verlo nada más como un paisaje.

Adentro, en los tres cuartos de la casa, disfrutaba de su colección de tesoros. Una sala con muebles de nogal, lustrados, de patas curvas; la mesa cubierta con una plancha de vidrio para evitar raspones e injurias a la noble madera, la fotografía de matrimonio, levemente coloreada, bombé, y los almohadones y las cortinas y las carpetas de mesa y los cubrecamas y las toallas con borde de crochet que Asunción –capaz de tejer hasta los rayos del sol que daba sobre su jardín miniaturista– había hecho en sus días llenos de infinitos ratos libres, como los quesos espumosos están colmados de agujeros.

Tuvieron una única hija, Serena, que pronto creció, se casó y dejó la casa donde su madre pudo, por fin, jugar a sus anchas sin nada que la interrumpiera. Sobre la cama matrimonial, entre los almohadones bordados, relucían los ojos abiertos, saltones y azules de varias muñecas de porcelana, vestidas de diario, de tarde o de casamiento. Pero la muñeca principal era ella misma, rubicunda y sedosa, que ponía la mesa del té para las visitas y les ofrecía tortas hechas en casa junto a unas copitas labradas y llenas de anís o de licor de huevo.

Sólo en algunos momentos ese orden delicado temblaba y se desbarajustaba hasta casi romperse. Unos pasos comenzaban a retumbar en el lejano pasillo, como retumbaban y temblaban en el cuento de Juanito y las habichuelas, cuando el ogro volvía a su palacio. Un vozarrón alegre y desafinado barría el aire quieto y compacto de la entrada. Oliñasveñen, oliñasveñen e van… No te embarques, rianxeira, que te vas a marear, decía la canción tambaleante minutos antes de que un dedo índice se clavase en el timbre de la puerta de casa con anticipada fruición de dueño.

Asunción suspiraba entonces. Cuando aún era joven, en el suspiro predominaba el deseo. Rafaeliño, un real mozo, maquinista con empaque de capitán, volvía de sus viajes con la marina mercante, trayendo el mundo. Solía llevar una valija en cada mano. En una guardaba ropa sucia, en la otra, maravillas. Golosinas de puertos extranjeros, más muñecas para añadir a la población de bagatelas que tupía, velozmente, todas las superficies. Había café de Bogotá, sobres de canela en rama que perfumaban la cocina durante meses enteros, y hasta algún cigarro puro que Asunción, naturalmente, no probaba, pero que le gustaba oler, cuando Rafaeliño se lo fumaba en el jardín enano, sentado en el más grande de los sillones de hierro, que aun así parecía pequeño para su porte de hombre corpulento.

Con el tiempo, sin embargo, en el suspiro de Asunción comenzó a pesar mucho menos el deseo que el fastidio. Rafaeliño ya no regresaba de largos periplos que lo habían tenido fuera el tiempo suficiente como para que se pudiera extrañarlo. Marino jubilado y aburrido, volvía apenas del almacén de la esquina, donde compraba siempre más vino o más cerveza de lo conveniente. Ya no cantaba A Virxe de Guadalupe, sino a lo sumo una versión ladrada de Los borrachos en el cementerio. Y los pasos retumbantes que sacaban chispas y temblores a las baldosas del pasillo y a veces a la columna vertebral de la mujer que lo esperaba, empezaron a arrastrarse cansinamente, calzados como estaban con zapatillas domésticas, y no con vibrantes zapatos o borceguíes.

Por esa época, Asunción le confiaría a doña Ana, mi madre, que estaba harta de dormir junto a ese hombre pesado, con aliento a cerveza y movimientos de marsopa, que la dejaba invariablemente destapada con dos tirones de manta, y que sólo conservaba, de sus tiempos de galán, la coquetería de teñirse el pelo.

En los años de mi infancia aún no había comenzado esa lenta decadencia de Rafaeliño, alias “el Tiburón”, que era la sal de cualquier fiesta y el invitado preferido de los parientes. Domingo por medio llegaba a casa, donde lo esperaba siempre el aperitivo servido: vermú Cinzano, agua tónica, cubitos de hielo, platos colmados de trozos de queso Mar del Plata, aceitunas y maníes salados. El Tiburón, jovialmente, lo devoraba todo, como los tiburones de verdad devoran peces y hasta jovencitas desprevenidas, aunque él no inspiraba ningún sentimiento de temor o repugnancia.

  Por lo demás, aun en domingo, el Tiburón estaba dispuesto a ofrecer de buen grado su fuerza de trabajo. Entre las muchas cosas que había aprendido en la marina mercante, figuraba el rubro de peluquería. Si bien era perfectamente ateo, había sido el padrino de bautismo de mi único hermano, hijo de otro ateo que había aceptado bautizarnos sólo para complacer a las mujeres de la familia. El Tiburón se presentaba en casa a eso de las once de la mañana, munido de un maletín con todos los instrumentos necesarios, y sentaba a mi hermano en una silla alta. Mientras duraba todo el proceso, el beneficiario (o la víctima) miraba al suelo con ojos desorbitados. Era el único que tomaba en serio el apodo de Tiburón que su padrino se había adjudicado a sí mismo con humor jactancioso.  

Muchas veces lo acompañaban Asunción y la niña. Serena, a pesar de su nombre, era hosca, ceñuda, caprichosa y disconforme. Tanto, que un día, cuando llegó a la edad para hacerlo, se tiñó completamente de negro azabache el magnífico pelo caoba claro, que lanzaba desde lejos resplandores de poniente. No me hacía caso ninguno, porque me llevaba más de diez años y usaba medias de nylon con raya trasera y medio taco, cuando yo apenas calzaba mocasines con medias cortas de lana o algodón. Asunción traía siempre algún regalo hecho por sus manos, desde un pañuelo con randas hasta una confitura. En los cumpleaños, era la primera en llegar, siempre con la torta de la fiesta bañada en glucosa y pasta de almendras, que –una vez armada– casi alcanzaba la módica estatura de la repostera. 

La torta llevaba perlas de plata y confites a lo largo de su contorno y, cuando era para mí, rosas pequeñas hechas de azúcar. Asunción, que había pasado la infancia privada de todo, no sabía qué obsequiarles a los niños de la familia para que fueran dichosos en el inverosímil granero del mundo, en la tierra de la abundancia. Su mejor regalo –deslumbrante hasta cegar, como una marca de sol grabada en la retina– fue un atuendo de lagarterana bordado íntegramente de lentejuelas, que llevé unos carnavales, antes de cumplir los cinco años. Dicen que hubo carrozas, cohetes, fuegos artificiales, bombas de mal olor, papel picado, matracas, murgas, reyes y reinas de estrás y fantasía. No recuerdo nada, salvo la falda suntuosa de ese traje toledano donde las lentejuelas trazaban dibujos de pájaros y flores, y su delantalito de adorno, que parecía hecho sólo para cocinarles pasteles de ambrosía a los arcángeles.   

En aquel tiempo, Asunción, Rafaeliño y mi padre eran, sin duda, felices. Doña Ana, casi seguramente no, porque no había nacido para la felicidad, así como mi tío Adolfo, que venía a refugiarse en nuestra casa algunos inviernos como una cigarra hambrienta, no había nacido para trabajar. Pero todo se acaba, queridiña. ¿Cómo, pues, no se va a acabar el capital más escaso de la tierra, que es la felicidad? ¿Cuándo terminó la felicidad de Rafaeliño el bígamo y de su segunda mujer, que creía ser la primera y única, en la casa de muñecas? Lo escandaloso –decían sus parientes políticos de la otra orilla– era que alguna vez hubiese podido ser feliz ese hombre sin alma y sin escrúpulos. Aunque su pecado era más grave que una piedra de moler colgada del cuello, aunque debía precipitarlo en el pozo más hondo del infierno, Rafaeliño, sin embargo, parecía cargarlo como un millonario despreocupado hubiese lucido sobre la cabeza engominada y perfumada, un sombrero rancho de última moda y de paja fina.  

El bígamo, es verdad, había mandado dinero a los hijos pequeños y abandonados  mientras navegaba y hacía diferencias con el contrabando. ¿Pero es eso un padre? ¿Una remesa de moneda fuerte, un apellido inútil, una fotografía que da vergüenza y cólera mirar, un hueco en la pared de donde se ha quitado, por fin, esa fotografía insoportable? Lo cierto es que los últimos años de Rafaeliño no fueron buenos, y eso quizás hubiera consolado a los parientes de la primera esposa que no se murieron antes que él, a no mediar el simple hecho de que no suelen ser buenos los últimos años de nadie. Bien sabido es por todos los mortales que se llega a la sepultura generalmente por los propios medios y arrastrando cada vez con mayores trabajos el carro de la vida, al que se suben, para quedarse, enfermedades y decepciones, o hijos desagradecidos, o yernos y nueras que son para los suegros como un segundo matrimonio, pero forzado y forzoso.

¿Qué le molestaría más a Rafaeliño? ¿Que tardaba quince horas en digerir medianamente un puchero de cerdo, con rabo y orejas? ¿Que ya no podía beber dos vasos de vino o un porrón de cerveza, sin que el hígado protestase como si le hubiesen echado ácido?

¿O se trataba, simplemente, de que era un tiburón oceánico exiliado para siempre de la profundidad marina, encallado en una bañadera con medio metro de agua, donde ni siquiera podía darse la vuelta? El patio chico había dejado de ser una isla agradable donde recalaba de cuando en cuando, para convertirse en una cárcel, un calabozo sin techo, un hueco húmedo y humillante perdido en una ciudad suburbana de un país inmenso donde siempre sería un extraño.

¿Pensaba, acaso, en la mujer y los hijos que había dejado en un lugar al que no podría volver? Todos volvían, sin embargo, aunque fuese de visita, salvo los rojos que habían jurado no pisar España mientras no muriese el Caudillo. Rafaeliño, que nunca había sido muy político, se aferraba a esa promesa que él no había hecho como a un artículo de fe. “Pero hombre, si ya se puede, si hasta marchó Ribadulla, que estuvo preso con toda la familia, y no lo incomodó nadie”, insistía su mujer de Buenos Aires. “No es porque me incomoden, ni porque tenga miedo, es cuestión de principios”, retrucaba el Tiburón, con argumentos cada vez menos atendibles, que agonizaban en el silencio.

Asunción, ahogada en el resentimiento, ya casi no paraba en casa. Se había anotado en clases de yoga, y en clases de repostería, y en viajes de jubilados y apenas hablaba con ese hombre incomprensible que no sólo no le daba el gusto de volver a España, sino que le había invadido la cocina con horribles despojos de cerdo y con caparazones de centollas, que amontonaba toallas húmedas en el baño y se acostaba a dormir interminables siestas encima de la colcha de raso, sin siquiera quitarse los zapatos. 

Para cuando Franco murió por fin, no tenían manera de volver, aunque Rafaeliño hubiese estado dispuesto. La brutal devaluación del peso decretada por el ministro Celestino Rodrigo  les había comido todos los ahorros. El Tiburón dejó este mundo poco después. Había muerto en Buenos Aires y a pie. No hubo buque mercante ni dorna vikinga que llevase sus cenizas a Finisterre, el único lugar por donde las ánimas de los gallegos pueden entrar al Paraíso o al Infierno.

Asunción lo lloró dignamente hasta enterarse de que había sido bígamo, cuando quiso hacer trámites para cobrar la herencia de fincas que ya eran de los otros hijos. Con gusto lo hubiera hecho resucitar, aunque fuera para darle un par de bofetadas y abandonarlo luego y que recién entonces se muriera solo, como merecía, después de haber hecho desgraciadas a dos familias. Fue su hija Serena, sin embargo, que lo sabía todo desde antes, la que la calmó. “Pero si nunca fuimos desgraciadas. ¿No te das cuenta de que la otra llevó la peor parte? ¿Que podría haber venido cualquiera de los suyos a decirte todo lo que pasaba? Sin embargo, nadie lo hizo, porque ella pidió expresamente que no te molestaran. Dijo que no tenías la culpa de nada, y que con el sufrimiento de una sola ya era bastante.”

Asunción calló para siempre, aunque quitó del living la foto de casamiento y nunca llevaba flores al cementerio. Muchos años después conocí a la hija de la otra mujer, en Barbanza. Iba vestida como una campesina antigua, con sombrero de toxo, y parecía una versión femenina y triste de Rafaeliño. Conservaba las ropas y los hábitos de la pobreza que habían sufrido mientras el padre navegaba por los mares del mundo o descansaba en su oasis minúsculo de la tierra de la abundancia. Ahora ellos eran los ricos. Con lo que valían la casa de la aldea y las fincas se hubieran podido comprar en Buenos Aires diez departamentos como el que tuvo Rafaeliño. Me miró los pies. “Todos hablaban de los cueros y de la carne de la Argentina. Él nos mandó en una ocasión zapatos parecidos a los que tienes puestos, aunque ésos brillaban más, porque eran de charol. Pero mi madre no quiso que los usáramos. No por enojo, sino porque las suelas finas no iban a resistir la lluvia y el lodo como los soportaban los zuecos. Aquí no había caminos. Me los puse dos veces, una para una comunión, la otra para un casamiento. Luego me crecieron los pies, y ya no pude llevarlos. Todavía los conservo. Están en el dormitorio, encima de una repisa, como si fueran adornos. ¿Te parece que estoy loca?”

“No me parece”, le dije.

Me fui cuesta abajo, hacia la casa del tío Benito, y pasé frente a la finca de los abuelos que ahora pertenecía al otro hijo del primo Rafael, y cuya puerta no me había querido abrir. Quizá para que no viese sus propios zapatos de niño, sobrevivientes a las guerras del tiempo y los odios de la memoria, como quienes vuelven de un campo arrasado.