Compré una agenda de papel sin fechas ni horarios, lisa, de las que venden en las librerías para usar como ayuda memoria. Tenía la idea de llevar una lista con los nombres de las mujeres con quienes había intentado acostarme o tan solo había besado. Aunque ahora que mejor lo pienso dudo si tendría esa edad. Si tendría catorce, como pensé en un primer momento, la agenda no estaría casi llena como la imagino. Para eso debería tener quince o dieciseis. Lo mejor es que tenga doce, o trece, y que lo más parecido a una agenda sea el rectángulo de tergopol con fotos‑escenas de películas que cortaba de la revista del cable.

Tengo doce años. Estoy en el río, en La cabaña del navegante, comprando una tabla de windsurf que me recomendó un chico más grande, el hijo del padrino de mi hermana. Se la compro a él, pero él quiere que antes la vea, que imagine lo que puede significar subir a una tabla y sostener la vela para que el viento la infle y pueda navegar. Tengo vergüenza, mucha vergüenza, intento disimularla, que pase desapercibida, pero no puedo, hago torpezas, tengo la mirada de los demás clavada en lo que estoy haciendo mientras lo estoy haciendo o cuando hago otras cosas que incumben a mi privacidad. Tengo vergüenza y por lo tanto soy pobre, no tan pobre, clase media, tenemos empleada doméstica para limpiar y ordenar la casa, pero la comida del almuerzo y la cena la hace mi mamá porque es cuando ya dejó de trabajar. Soy el hombre‑vergüenza, y esa etiqueta o parlamento de historieta que solo yo puedo ver lo disimulo al punto de usar un abanico de palabras muy reducido. Cuanto menos hablo, mejor. 

Lo mejor es hacer un curso de dos semanas, me sugieren Gabriel, el hijo del padrino de mi hermana que vive a dos cuadras de mi casa, y Oscar, el dueño de La cabaña del navegante y quien será mi profesor para que aprenda las cosas básicas de lo que significa navegar en una tabla. Pero por alguna razón Oscar me dice que mi profesor será Miguel, su socio, y entonces comienzo a dudar, a dudar de mí y de lo que puedo dar, porque no me gusta el trato distante que Miguel tiene con los demás, justamente cuando todo lo que necesito para aprender y olvidar momentáneamente mi verguenza es un poco de complicidad. Es un deporte nuevo para mí, pero no para los chicos de veintitanto y adultos con todas las letras de cuarenta y tantos e incluso poco más de cincuenta. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que no estoy calificado para actividades como éstas, que no doy con el target, y me resulta difícil diferenciar mi vergüenza de las contradicciones que me generan mis supuestos, vanidades, celos, personalidades que encajan en una secta de elegidos por saber navegar y hacerlo desde hace mucho tiempo y con bastante plata, y con ese silencio que implica libertad y aislamiento al mismo tiempo. El curso, de hecho, no es barato, y menos la tabla, aunque sea usada y la marca sea la que todos eligen porque es la que mejor se balancea.

En la pared de mi habitación tengo pegados posters, dibujos en lápiz negro, un cuadro de John Lennon tocando la guitarra en Rock and roll Circus junto a Keith Richards, y una calcomanía que cruza la pared del medio con letras grandes y rojas que dice Windsurf. Es la única habitación que quedó libre y por eso la ocupo yo que soy el hermano mayor y estoy entrando en la adolescencia. No mucho antes teníamos una cama cucheta, mi hermana dormía abajo y yo arriba, y no había diferencias, salvo las noches en que me meaba en la cama y caminaba hasta la habitación de mis padres para decirles que me había hecho pichí y me cambiaran las sábanas. Ahora, aunque me siento libre, derrocho proyectos e incluso imagino el último año de la secundaria como paso a mi futura carrera universitaria, con mis doce años no soy libre, porque imito comportamientos, hago cosas que ellos hacen, mis referentes, personas de carne y hueso unos años más grandes que yo que viven en el barrio o me los encuentro en el club cuando con mis amigos hacemos deportes, y esa sensación de ser yo el que hace todas esas cosas con partes de otros se vuelve extraña. Es como seguir adelante sabiendo que estás cargando algo que no es propio, y sin embargo no existe un corte, un límite, algo que te indique que vivir la vida implica aceptar sus carencias. Es que a cada paso que doy encuentro cosas que la enriquecen, y entonces esa proyección en línea recta tan parecida a una certeza me salva de cuestionar mis apariencias.

Vamos al río y me paro arriba de la tabla. Me balanceo como si estuviera pedaleando, despacio, no tan fuerte, caigo al agua parado. Lo hago quince minutos, varias veces a la semana, tengo que lograr equilibrio, tanto como el que ahora intento alcanzar levantando la vela, primero nudo por nudo de la soga ajustada al mástil, y después sosteniendo la botavara. La vela se hincha, es placentero sostenerla ahí, parado sobre la tabla teniendo a la arena como andamio. La segunda semana ya estoy para intentar hacerlo de verdad, y aunque me caigo no tan lejos de la orilla logro navegar. Termino el curso y considero que tengo lo necesario para largarme solo. Lo hago, navego hasta el canal, a veces un poco más, casi llegando a la isla, pero tengo miedo y no me atrevo a cruzar. Entonces vuelvo a hacer el mismo recorrido, pero esta vez inverso. El viento siempre viene del norte y para avanzar es necesario hacer tramos cortos en diagonal. Lo increíble, lo que siempre espero y pocas veces sucede, es navegar con viento del este, porque la vela abraza todo el soplo y la tabla vuela, se desliza como en una pista de patinaje sobre hielo, rasante, haciendo saltos pequeños, cortos, sin bajar jamás la velocidad, al punto de que me puedo colgar de la botavara y rozar el agua con el pelo. Si fuera escritor diría que esta última escena es una aliteración, pero no lo es, porque lo que en verdad pasa y nadie tiene por qué saberlo es una superpocición de imágenes y sensaciones que muestra la pantalla y yo vivo en carne propia. Después, cuando el verano llega a febrero, el peluquero que tiene la peluquería enfrente de mi casa y es un eximio remador de kayak, Daniel, me propone hacer una exhibición. La hacemos, debo agarrarme de la forma cilíndrica del kayak y mantener la respiración mientras él hace rodillos uno detrás de otro, sin parar. La verguenza es implacable, pero como solo debo usar mi fuerza y mantener la respiración bajo el agua nadie parece tomar nota de la ocurrencia. 

En abril quiero volver a navegar. Ya no hace tanto calor, pero se puede soportar. Voy a la Cabaña y busco mi tabla, pero no la encuentro. Hay otra igual pero quebrada. Estaba seguro de que era esa, no tenía dudas, alguien la maltrató. Lo llamo a Miguel y le cuento. Me dice que mi tabla es otra, aquélla que está arriba de todas. No le creo, pero dudo. ¿Por qué quedarme con una tabla quebrada si hay otra idéntica en buen estado? Vuelvo a mi casa y se lo comento a mi mamá. Hace un año que mis padres están divorciados y mi mamá cree que es mi papá el que tiene que ayudarme a resolver el malentendido. Asi que vamos los dos, hablo con Miguel y Miguel sigue pensando lo mismo, que mi tabla es la que está arriba de todo. La vuelvo a mirar y me doy cuenta de que estoy equivocado, que Miguel tiene razón. Sin embargo, insisto, me miento a mí mismo y le miento a Miguel pidiéndole que me dé otra. Es tanta la verguenza que no puedo decir que estoy equivocado, porque estoy utilizando la presencia de mi papá para confirmar la voz que no creo poder tener yo.

Paso el invierno sin navegar y el verano siguiente vuelvo, algunas veces, pero ya sin tanta curiosidad. Todos mis amigos se compran kayaks y yo siento que el tiempo y el espacio están fuera de lugar. Quiero estar con ellos y no tener más la tabla. Oscar está arreglando su barco, quiere remodelarlo para transformarlo en un bar, y amarrado a la popa tiene un Baun, el mejor kayak para navegar. Se lo comento, le digo que quiero comprarme un kayak y dejar la tabla. Él me mira y no deja de cepillar las paredes del barco. Habla con su voz de vikingo que se hizo hombre en algún bar, firme, con un dejo de juventud indefinida, está en cuero y como casi siempre lleva puesta una bermuda de jeans, pero no me molesta su forma de hablar seca, fría y con una risa o carcajada al final, lo quiero, le tengo mucho cariño, tanto que siento que entre mi papá y él no existen diferencias, solo que mi papá es mi papá y lo va a seguir siendo a pesar de lo que yo pueda pensar, y él es alguien que podría serlo si tuviera más edad y no se pareciera tanto a lo que yo quisiera ser cuando tenga su edad. Es como un padre, claro, otro de los referentes que más hace mella en mi personalidad. Entonces me propone trabajar en el barco, lijar para después pintar, y pagar con ese trabajo la diferencia que él cree encontrar entre su kayak y mi tabla. Pienso que la tabla nunca puede valer menos que el kayak, es imposible que salga menos o incluso igual, vale mucho más, pero no se lo digo, lo dejo hablar, y veo cómo mi silencio cede a su manipulación, a su asimétrico valor, a mi vergüenza escondida, a mi tolerancia sin justificación, a mi amor incondicional, a los placeres cotidianos que desaparecen poco a poco hasta que dejan de tener valor.