PáginaI12 En Grecia

Desde Atenas

Europa tendió una trampa a los más de 62 mil refugiados llegados a Grecia para buscar un futuro alejado de la guerra. A mitad de su camino, después de haber recorrido miles de kilómetros desde sus tierras en llamas –Siria, Afganistán, Irak, Kurdistán– y antes de encontrar el lugar seguro que ansían para poder reconstruir sus vidas, el acuerdo “de la vergüenza” entre la Unión Europea y Turquía, así como el cierre de fronteras balcánicas los atrapó en uno de los países más pobres del continente, dejándolos paralizados durante meses o, incluso, años.

Estos barrotes legales fueron las materias primas para la gran jaula en que se convirtieron algunas islas del Egeo y también la Grecia continental, sobre todo Tesalónica y Atenas, sus dos ciudades principales. Pero en la capital, igual que en muchos de los otros “hot spots”, una parte de la población tomó cartas en el asunto para no dejar a miles de personas durmiendo en la calle. A partir de la llegada masiva de refugiados en 2015 y todavía más después de la firma del acuerdo con Turquía en 2016, los movimientos sociales que desde hace décadas trabajan en Atenas –anarquistas la mayoría de ellos– junto con los mismos migrantes se organizaron para ocupar edificios abandonados en el corazón de la capital griega y transformarlos en viviendas.

A pesar de que el primer bloque ocupado fue en septiembre del 2015, la iniciativa ciudadana amplió su eco sobre todo a raíz de la apertura de “City Plaza”, un hotel de 7 plantas y capacidad para 400 huéspedes que quebró durante la crisis económica y, en abril de 2016, un grupo de 250 activistas y refugiados recuperó como alojamiento gratuito para personas huidas de la violencia.

“No hay pileta, no hay minibar, no hay servicio de habitación pero es el mejor hotel de Europa”, asegura la web del City Plaza, y en eso coinciden las 150 familias que lo habitan. “Por fin mi vida tiene un sentido, aquí me siento útil otra vez porque puedo colaborar en la organización de un espacio común, que también es mío”, explica Fátima, una mujer afgana que llegó al antiguo hotel después de pasar seis meses en Moría, campo oficial instalado en la isla de Lesbos. “La vida en el campo era horrible, no teníamos nada para hacer, cada día era sólo esperar, comer, esperar y dormir. Nadie nos consideraba allá como personas, todo estaba sucio y la policía nos trataba fatal, además que no podíamos salir libremente. Era peor que una cárcel”, afirma Fátima.

La filosofía que guía el funcionamiento de City Plaza y del resto de edificios ocupados en el centro de Atenas –una docena en total– es exactamente la contraria de la que el gobierno griego implementa en los campos que una vez fueron “de recepción” y, desde 2016, son “de detención”. Las personas que viven en estos centros autogestionados forman parte activa de la organización del espacio, trabajando codo con codo con los activistas en la cocina, la repartición de la comida, la ropa y los materiales recibidos de donaciones, la limpieza, la seguridad o la planificación de actividades. “El impacto positivo de vivir dentro de un espacio seguro, con privacidad pero también en comunidad, para gente traumatizada tanto por la guerra en su país como por las condiciones infrahumanas que sufrió en los campos o en las fronteras, es inconmensurable”, explicaron los coordinadores del proyecto durante la celebración de su primer año y medio de vida, orgullosos de haberle dado vivienda digna en este lapso a 1700 personas, más de un tercio niños.

Sin un céntimo por parte del Estado –de ningún Estado– ni la mediación de grandes ONG, la red de “squats” que se disemina por el barrio de Exarchia –epicentro del activismo y el anarquismo en Atenas– y por la zona vecina, cercana al subte Victoria, se podría ver como un milagro pero, obviamente, no lo es. Si aproximadamente 2500 refugiados tienen un hogar en medio de condiciones tan desfavorecidas como las que todavía vive el país helénico es por la ayuda de centenares de voluntarios y las donaciones de miles de personas y pequeñas asociaciones que llegan desde todo el mundo. “Alguna gente nos trae ropa y comida cada día, otra nos envía dinero a través de nuestra página web. Tenemos apoyo en muchísimos países”, afirma Nassim, uno de los portavoces de City Plaza. De hecho, la visita de Manu Chao en el centro y la grabación de una canción íntegramente dedicada a esta iniciativa dispararon las contribuciones inmediatamente.

Con menos fama y, por lo tanto, menos recursos, hay una docena de espacios que también afrontan el reto de dar una vida más digna a los migrantes atrapados en Atenas. Acharnon 22 es la dirección y el nombre de un edificio de siete plantas que hoy acoge a cien personas, principalmente, madres, embarazadas, niños y lactantes que se encuentran en situación de máxima vulnerabilidad. Joan Reverté es quien, después de haber trabajado intensamente en el campamento de refugiados Idomeni con su pequeña ONG “Provocando la paz”, se trasladó a Atenas y tomó las riendas de este espacio muy cercano al Museo Arqueológico Nacional. El junio pasado un grupo de cinco personas rehabilitó el edificio que, no sólo no tenía electricidad ni agua corriente, sino que estaba muy deteriorado por sus antiguos ocupantes. Luego llegaron refuerzos y ya un equipo de 12 voluntarios sacó adelante un espacio diseñado para albergar un proceso abierto y participativo, “donde cada cual puede aportar sus saberes” y donde hay desde comadronas a intérpretes, plomeros, artistas o maestros para intentar abordar las diferentes necesidades de los refugiados.

Por supuesto, una de estas necesidades imperiosas es la alimentación, así es que espacios como Acharnon 22 inauguraron comedores comunitarios para asegurar la buena nutrición y también para aprovecharlos como espacios sociales. “Cuando vimos que éramos tantos con lenguas y etnias diferentes pensamos que faltaba un lugar donde calmar tensiones y mezclarse unos con otros. Es muy importante que puedan comer juntos y en paz”, advierte el activista catalán impulsor de este edificio para refugiados en grado riesgo. “Cada semana prepara la comida o la cena un grupo étnico diferente: la pasada cocinaron los árabes, ésta los kurdos y la próxima un grupo de afganos, así pueden hacer sus platos típicos y todos probar los de los otros países”, comenta Joan. Los alimentos de larga caducidad llegan a través del circuito de SOS refugiados –una plataforma cívica de España que logró 1500 donaciones en tan sólo un año– mientras que cada día los voluntarios de las okupas compran la fruta, la verdura o la carne.

Los centros ocupados para los refugiados no trabajan aislados, son parte de una red integrada no sólo por cada uno de los edificios sino también por organizaciones como Médicos sin Fronteras (MSF) o la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) que se encargan de las emergencias médicas y los casos más vulnerables. “A algunas de las personas que llegaron muy graves, ACNUR los puso en departamentos, lo cual para nosotros fue un éxito”, confiesa el responsable de Acharnon 22. MSF, por su parte, se ocupa de las embarazadas en un centro que crearon para su atención psicológica y ginecológica, haciéndoles seguimiento hasta enviarlas a un hospital público para dar a luz.

Para esquivar las no pocas dificultades que la sanidad pública griega pone la atención de refugiados (un sistema de salud ya de por sí agotado por los drásticos recortes impuestos por la Troika), algunos de los centros ocupados disponen de pequeñas “clínicas” que funcionan gracias a los médicos y enfermeros voluntarios llegados de todo el mundo y a las donaciones de medicamentos de particulares y organizaciones como SOS refugiados. En el antiguo colegio secundario que ahora aloja a 200 refugiados, 5th School, una larga cola de mujeres, hombres y niños se repite cada miércoles y viernes a la puerta de la que, antes aula, hoy es una precaria clínica de atención primaria. La médica catalana, el enfermero irlandés y el intérprete sirio que en este momento trabajan no dan a basto para responder todas las consultas, intentar descifrar las prescripciones de los médicos griegos o entretener a los niños que lloran. “La mayoría presenta infecciones de piel o sarna, probablemente por carencias higiénicas. Nosotros sólo les damos un tratamiento básico, mientras procuramos derivarlos a un hospital público, MSF o Médicos del Mundo”, explica Violeta, pediatra madrileña que trabaja como voluntaria en diferentes okupas.

Obligados a marchar de su tierra para salvar a sus hijos del horror o para no tener que matar o morir en una guerra impuesta, más de 60 mil personas cruzaron los peligros de las fronteras hasta llegar a la puerta de Europa, que se les cerró en las narices. Atrapados ahora dentro de un laberinto legal del cual nadie conoce la salida, tan sólo los resta la espera de que la burocracia griega por fin dé respuesta a su solicitud de asilo o de que un traficante los provea de un pasaporte falso y un pasaje para Alemania, Holanda o cualquier país noreuropeo, previo pago de 3, 4 o 5 mil euros. Annas, un refugiado sirio que huyó de Damasco a pie para llegar a Grecia, después de haber sido detenido en Turquía y haber vivido en un campo de Tesalónica- encontró otra manera de esperar. En vez de dejarse arrastrar por la desidia o la depresión, Annas- igual que muchos otros refugiados en Atenas- trabaja sin descanso para ayudar en las okupas, como maestro de inglés, como intérprete, como enfermero, como cocinero... como lo que haga falta. “Colaboré durante un año dentro de un hospital no oficial, abierto por la propia gente en un edificio vacío de Damasco, en las áreas sin control del gobierno. Pues ahora en Atenas estoy haciendo el mismo, porque todo lo que aprendí en medio de la guerra vale también aquí”, explica este joven triste pero esperanzado, a pesar de todo, gracias al descubrimiento en Grecia de una fuerte red solidaria que llega de todo el mundo para paliar las consecuencias de la inhumanidad que gobierna Europa.

Joan Reverté se encargó del espacio en Acharnon 22.