Teníamos más o menos la misma edad cuando nos conocimos y lo primero que recuerdo de ella fue el modo en el que fui llamado al orden, reconvenido en mi lenguaje y reprendido por haber dicho públicamente algo que no convenía. Era a mediados de los 90, todavía no existía la policía verbal. Era, en ese momento, que formábamos parte de diferentes grupos que reclamaban derechos. En su caso era un tema que tenía partes de materialismo, partes de nominalismo y sobre todo lo que ella reconocía como el núcleo donde se enraizó su lucha: el feminismo radical argentino, que no sólo la hizo formar parte de sus reivindicaciones sino que le dio también, tal como ella reconocía como deuda, los instrumentos conceptuales necesarios para encarar su propia lucha, una lucha que no es ni de varón ni de mujer, que no se somete a los binarismos de la ciencia ni es servil a los mandatos inopinados de la naturaleza o la cultura y sus debates. Lohana se sostenía fuera de esas luchas en su lugar propio: una travesti, trava o lo como se la quiera llamar; pero nítidamente recortada en el lugar de la otredad y, por eso, de la furia. 

LA TRAVA PROPIA

Porque ella había entendido, antes que cualquier académico que necesita valorar su quiosquito de idealismo nominalista, que no hay palabra que mediante el poder de la verdad no se pueda transformar en un instrumento a favor de las reivindicaciones propias. Todos sabemos que la palabra “trava” es un invento poético/insultante de vecinos de Palermo que antes de construir el espacio de la convivencia, prefirieron el cerco, la exclusión y la ignominia. Es decir, los vecinos de Palermo se organizaron en esos finales del siglo XX, porque  preferían para su barrio que el negocio se hiciera oscuramente y en silencio a favor de la esclavitud de niños en máquinas tejedoras (que debía ser protegido), antes que se hiciera el negocio “espúreo”, pero evidente,  de la prostitución (que debía ser condenado). 

En su lenguaje las travestis en Palermo ponían “travas” a sus ideales; palabra que Lohana y las travestis de Buenos Aires no demoraron ni un instante en apropiarse, reclamar como bandera y volver a poner en circulación. Ahora a su favor.  

Tampoco estaba en su cabeza la idea de defender la prostitución como única posibilidad laboral y experiencia vocacional represiva de una travesti. Lohana estaba dispuesta a combatir, o por lo menos a dar una discusión sobre esas categorías  liberales como “trabajadoras del sexo”, o “libertad soberana del cuerpo”. En los libros que ha publicado aparece el problema y las diversas posturas, sus consecuencias en la sociedad, los términos del debate, etc. No se trata en su pensamiento jamás de aceptar del destino mísero del uso del cuerpo como destino final, como condena y tragedia. Lejos de eso. Pensaba que no había límite para cuestionar los vínculos, siempre perversos, porque siempre están pensados en términos de uso o de satisfacción del que lo paga, entre el cuerpo y el deseo, el cuerpo y la política del deseo. Siempre tuvo claro, que la idea de que el cuerpo puede ser mercancía es un problema del sistema, no de quienes son arrojados al lugar acorralado de la mercancía. 

CAMPO DE BATALLA

Como sea, Lohana discutía sus problemas, sus conceptos en los medios, en los diarios y revistas que usaban su capacidad de shockear a la sociedad (y ella sabía que los medios también se alimentaban de manera promiscua, indolente y voraz, del mismo modo que lo hacía un cliente de prostitutas) y lo hacía con políticos y con periodistas. Lo hacía con estudiantes de tesis que no manejaban ni su lenguaje ni les importaba mucho porque tenían que responder a las demandas académicas que digitaba Estados Unidos, y ella termina escribiéndoles capítulos enteros acerca de cómo encarar su objeto, cuáles serían los métodos, los instrumentos, etc.

Pero también lo hacía con teóricos, catedráticos y pensadores de cualquier forma de los estudios de género. En el año 2002, o por ahí, Lohana nos invitó a una mesa de debate en el Museo Roca en la que se debatirían temas de distintas agendas. Había invitados de varios países y ella estaba entre las invitadas argentinas. La profesora norteamericana nos vino con el tema de la “disforia de género”, porque su fundamento (claramente behaviorista) era explicarnos una etiología, y no una política. Lohana tomó la palabra como una fiera toma a la presa que va a finalmente devorar, pero antes va a jugar con ella. Explicó a la señora, de manera encantadora por qué no se empieza a pensar un hecho desde ahí, luego nos explicó qué significa hacer una política de género. Nos dijo hasta qué punto la “disforia” era un problema de la sociedad (“… los demás tienen  disforia en su modo de mirar y de juzgar, yo no”), no del modo en el que la gente (travesti o no) pensaba su propia experiencia como seres con deseo (“la patologización de la mirada que en vez de dar amor, da diagnóstico, como única forma posible de la racionalización de la experiencia”), y finalmente nos  invitó a pensar las relaciones entre el deseo y la política en los lugares opresivos de la normalización (“los que dicen disforia, quieren normalizar”). Los académicos especialistas americanos en cuestiones de género quedaron estupefactos y diciendo: “sí, sí…” como dicen las personas que tienen miedo a la discusión. Los demás salimos de ver una clase de retórica política y de formación pública de posiciones. Es decir, cómo era posible pasar de ser sujetas del deseo a sujetas del derecho. 

Ella podía hacer lo que ningún político argentino puede: articular en sí misma y por su propia fuerza una práctica del cuerpo con una práctica política con un efecto real sobre las relaciones entre política y cuerpo literalmente como una maestra. Iba de lo conceptual a la calle sin solución de continuidad, con absoluta conciencia de las contradicciones que ello puede provocar y aun así generaba un efecto dialéctico como una imagen de Benjamin. La verdad en el sentido más sagrado de la palabra. Encontraba el lugar de la “contramarcha” en la marcha del orgullo, porque entendía perfectamente que esa vuelta “capitalista” de “feria” que tomaba el evento desviaba verdaderamente el objeto de las demandas. Pero no se abstenía de su presencia para, entonces sí, proponer el momento disruptivo de su propio cuerpo. 

En todos los reportajes y entrevistas que daba cuando le preguntaban cuál era su deseo más definitivo y cuál era el fin de su lucha siempre decía: “yo me planteo como lucha la posibilidad de llegar a vieja, de ver a mis sobrinos crecer”. E inmediatamente esa formulación que parecía tan personal tan íntima se convertía en otro de sus dardos políticos. Pasaba a nombrar las cifras de supervivencia de las travestis en el mundo más allá de los 35 años, el lugar vergonzoso en el que estaba la Argentina en esa estadística, su objetividad científica incontrastable, los datos duros y la verdad como una forma de la imputación a la responsabilidad de los otros: llegar a vieja, como todo evento en el cuerpo de Lohana era parte, no de un deseo personal egoísta, mezquino o privado, era otro gesto de militancia más. 

Todos sabemos que llegó. Porque su palabra resuena en ahora en el laberinto oscuro en el que están los estudios de género. Porque desde donde nos habla el discurso de Lohana, para los que tuvimos el privilegio de escucharla, es un lugar tan ínfimo del espacio social, tan pequeño y tan atroz, por lo marginal, que nos interpela, de manera vociferante, a todos.