Hay una duplicidad moral y política en la comedia musical El gran showman de Michael Gracey, que por momentos resulta interesante y por otras, al menos, irritante. Es adecuado porque la duplicidad es inherente al espíritu del personaje que se pretende recrear: P.T. Barnum (un encantador Hugh Jackman), considerado pionero del mundo del espectáculo, y con opiniones encontradas entre sus críticos contemporáneos: para algunos un genio creador casual entre otros géneros del circo y para otros un inescrupuloso que en su afán de pan, circo y dinero no dudaba en exponer enanos, mujeres barbudas, gigantes, cuerpos totalmente tatuados, obesos, jóvenes siameses, el hombre más alto o más fuerte del mundo y todo un ejército de raros o de monstruos. En este sentido Barnum sería en el siglo XIX lo que al siglo XX un híbrido entre Romay, Sofovich y Luis Cella. 

Por un lado se evoca a un Barnum “rosa” en las pegadizas canciones pop y deliciosos cuadros musicales, donde se destacan tres del comienzo: las poderosas “Woah”, “The Greatest Show” y la romántica hasta la cursilería “A Millions Dreams” entonada en la terraza, mientras la familia Barnum (la esposa interpretada por Michelle Williams) baila entre las sábanas colgadas y son iluminados por una luna enorme. 

En lo kitsch y lo naïve residen las principales fortalezas… pero también las debilidades de la película. Contada a la vieja usanza de los viejos musicales de Hollywood aunque con evidente influencia de obras más contemporáneas como Moulin Rouge y La la land (muchas y de las mejores canciones pertenecen a la misma dupla de ese film: Benj Pasek y Justin Paul), la historia del hijo del sastre que deviene en productor exitoso y adinerado no puede dejar de ser conservadora y contar una vez más la realización de la utopía meritocrática americana.

Sin embargo, el circo tuvo en sus comienzos un costado subversivo con esa familia queer de freaks y animales sin vivienda ni lugar fija, sin identidades prefijadas y que contaba con la figura del payaso, en principio un ser incivilizado, en el límite entre el humano y el monstruo y que como el loco del teatro clásico tenía la potestad de hacer lo que le diera la gana, de burlarse de lo establecido, de celebrar el mundo del bajo vientre e incluso de generar caos. Con el tiempo desaparecieron los animales y los seres humanos “raros”, sobrevivieron mayormente los circos “artísticos” integrados al circuito del capital y el payaso grotesco y burlón -llamado Augusto- tendió a ser suplantado por el payaso triste, blanco y estéticamente refinado.

Por otro lado, aparece el Mr. Hyde de Barnum: aquel que, ante la negativa de un enano a integrarse al circo porque dice que no le gusta que se burlen de él, le replica “Se van a reír igual. Y acá te vamos a pagar”. Y la frase aparece con una connotación positiva. La visibilidad a cualquier costo redimida por el dinero. La idea no es original. Desde la Edad Moderna al menos, la exhibición de mutilados, personas con discapacidad, siameses constituía la única fuente de supervivencia de personas “anómalas” e incluso servía para alimentar los ingresos de familias pobres. Eso dio lugar también al siniestro negocio de producir seres deformes: secuestro de niños a los que les rompían los brazos y las piernas y eran vendidos a pícaros u otras personas con fines de lucro. 

Los “monstruos” producían repulsión pero también fascinación: eran “anormales” pero también seres humanos, difuminaban los límites, colapsaban las identidades y creaban ambigüedad. Es aquí donde la película pierde una gran oportunidad. Porque lejos crear una estética de la fealdad que fuera al mismo tiempo celebración de lo monstruoso, los “raros” no son tales: casi se puede decir que solo se ve belleza a la manera del canon occidental sin mácula. Eso se ve particularmente en el romance interracial entre el bello joven de ojos azules (Zac Efron) y la acróbata negra (Zendaya) mientras cantan en las alturas “Rewrite” y “Star Crossed Love”. Entonces la marcha del orgullo de la diversidad de los freaks al son de la inspiradora e intensa This is me -ganadora del Globo de Oro y candidata casi cantada al Oscar- pierde parte de su fuerza y de su rebeldía. Quizás The Greatest Showman podría haber sido la versión subversiva de Freaks de Tod Browning. En cambio, resulta un himno a la alegría cinematográfica optimista que desentona con los vientos neoconservadores que arrasan al mundo contemporáneo. Frente a una aparente rebelión se queda en el neoconservadurismo de lo políticamente correcto.