Quienes hemos estado tanto en la investigación educativa como en la vida misma de la universidad pública a cargo de cátedras voluminosas y gran confraternidad docente estudiantil, sentimos una vez más que se vienen agresiones infundadas con el mandato del Fondo Monetario y la aceptación del pensamiento reaccionario investido ahora de un toque marketinero y modernoso. Este 2018 se cumplen cien años de la Reforma Universitaria y cincuenta del Mayo Francés de 1968. Ambas gestas tuvieron como protagonistas a estudiantes, a intelectuales, a gente surgida de las filas de la denostada universidad. Esa que, para muchos de los que fuimos los primeros universitarios de nuestras familias, constituye un orgullo y una obligación: defenderla, defender su gratuidad, su ingreso irrestricto, su calidad, su capacidad de investigación científica, su sentido de pertenencia y su entrañable compromiso con la sociedad contemporánea. Probablemente eso moleste: a quienes propician la ignorancia, a quienes apuestan a la magia educativa que consiste en creer que se puede aprender  de todo en minutos y con tutoriales, a quienes sólo ven algunas cifras elaboradas por los mismos organismos que luego se ofrecen como consultoras de mejora educativa, a quienes en definitiva se sienten molestos cuando el pueblo accede a más aulas. No es la primera vez que ocurre. En los años 90 se desguazó gran parte del Ministerio de Educación, se quiso avanzar contra la gratuidad universitaria, se imaginaron cupos, áreas, departamentos, todo para achicar la población, los trabajadores y los saberes de la educación superior, pero no pudieron. Tampoco podrán ahora, especialmente porque tenemos memoria reciente de beneficios y creación de universidades en áreas populosas como el conurbano bonaerense, entre otras. Y desde el ámbito interno ya sabemos que los cambios universitarios producidos en otros países siguiendo la famosa reforma de Bologna han sido un fracaso, que directamente no sirven. Claro que la vida universitaria probablemente necesite transformaciones: mayor democratización de las instancias de gobierno, más presupuesto para investigación y docencia, infraestructura adecuada, estrategias para sumar masividad con calidad y no verlos como ejes de oposición, contención a los miles de estudiantes que atraviesan las aulas en momentos de crisis y desocupación, y a su profesorado validado internacionalmente. Pero cuidado, que no nos confundan: la educación superior es un orgullo en la Argentina, es un nudo central de su soberanía, es ejemplo para el mundo. Hay que cuidarla.

* Docente e investigadora, Facultad de Ciencias Sociales (UBA).