Celebrada por Augusto Roa Bastos, por Juan José Saer, por Noé Jitrik, por Alain Robbe-Grillet, quien la leyó como a una precursora del Nouveau roman (la novela “objetivista” o “de la mirada”), la  obra de Antonio Di Benedetto, publicada en 1956, tuvo rápida difusión en Alemania y en Francia, y entre los círculos de intelectuales y escritores europeos gozaba de enorme prestigio, mientras en la Argentina apenas empezaba a ser reconocida. Cuando, en noviembre de 1978, recibió en Roma el Premio de la Bienal del Instituto Italo-latinoamericano (cuarto de la serie, que antes habían recibido José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti y Jorge Amado), el mayor especialista en América latina de Italia, Antonio Melis (conocido por sus trabajos sobre José Carlos Mariátegui, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, José María Arguedas, entre otros), escribió sobre Zama: “Es un texto difícilmente reconducible a una escuela o a un filón precisos. Es una novela histórica de tipo particular, en cuanto tiende a resolverse todo en una dimensión psicológica  /.../  En realidad toda la novela es puntuada por señales no siempre legibles con precisión, pero que tienden a sugerir una idea de degradación y de corrupción  /.../  un encanallamiento progresivo que parece reflejar el que se entrevé en el ambiente circundante. /.../ Se trata de una escritura refinada y, casi, destilada...”.

Leemos un texto apretado, homogéneo, complejo, de enorme tensión, en el que Don Diego de Zama, funcionario colonial español de origen americano en Asunción del Paraguay, expone, en un insistente monólogo interior, su vida, sus obsesiones, su degradación personal y política, la de sus normas y valores, al tiempo que acompaña (y exhibe) la declinación del Imperio. Una voz narrativa, permanente y persistente, del protagonista, cuenta su historia, su lenta caída. Cuando Zama dice yo, reflexiona y habla de sí. Pero de sí sólo habla, sin darnos la menor pauta objetiva de su identidad, aparte de lo que él mismo nos dice como enunciador. Habla de sí como sujeto y también como objeto de lo que está contando. Zama se propone resultados; dice trabajar para realizarlos: el encuentro con su mujer, Marta, y con sus hijos, mediante un traslado o la reunión en otro lugar. Y mientras tanto, detalla sus planes: “Marta, suplicaba yo con la pluma, sacrifiquémonos aún algo más. Es por mi carrera, que no puedo abandonar si quiero otro cargo más cerca de ti, de mayor lustre y efectivas entradas. Algo se juega también mi nombre, que es el de tus hijos”. Habría que añadir que Zama no solamente habla sobre sí; habla, igualmente, para sí: “Esos temas quedaban sólo para mí, excluidos de la conversación con el gobernador y con todos, por mi escasa o nula facilidad para hacer amigos íntimos con quienes explayarme. Debía llevar la espera –y el desabrimiento– en soliloquio sin comunicarlo”. Es, pues, una narración errante, que no se dirige a ningún sitio ni a ninguna persona; Zama abre y cierra el circuito de sus mensajes. 

Zama no existe más que a través de un discurso cuyo objeto es Zama. La salida del “soliloquio”, la salida social, diría, la deposita Di Benedetto en la escritura, en esa actividad separada por una franja importante del habla, y en la cual, sí, habría modos de comunicarse con otros seres humanos. Si el discurso del protagonista no tiene receptor ni destinatario, si se expone como ausencia de diálogo, como incomunicación, ese otro lenguaje, que no es un idioma de los hablados, sino una escritura, permite trazar los puentes que se niegan a la voz. Complicado y desdoblado accionar de la narración: ella habla para sí, escribe para los otros. Pero ¿qué hacer con este narrador que parece estar solamente hablando? ¿Quiere decir que todo sistema, que toda organización que no avanza, que se dedica sólo a sí misma, se convierte en mecánica, y luego se pierde, fracasa?  También como un hecho fatal, del que no se puede escapar, como una suerte de ocupación cerebral que coloniza la mente. ¿Es entonces de toda degradación que está hablando Zama? ¿Y, especialmente, de la del Imperio?

Tres metáforas básicas puntúan el libro, y una misteriosa lo recorre. Las primeras son, para cada una de las partes, la del agua y el mono, la del Dios creador, la del bandido Vicuña Porto y el río. Las tres, vinculadas con el agua, no sólo líquido generador sino también vinculador, comunicador: por agua tendrían  que llegar las cartas, por agua deberían venir su esposa y sus hijos, por agua se irá él, si es que alguna vez se va. En el agua está encerrado ese mono que abre la novela, en “sus remolinos sin salida”, y es el agua que lo lleva y lo retiene. Como ella, crece igual el fantasma de Vicuña Porto, a quien hay que cazar, y que será a la postre el que cave el destino de Zama: “Vicuña Porto era como el río, pues con las lluvias crecía”. Agua germinal, agua demoníaca; agua también especular. La figura que misteriosamente recorre el libro, la de un niño rubio, que nunca crece, es, en buena medida, la que refleja, como aquélla, su identidad. Ese niño aparece por primera vez en 1790; por segunda, en 1794; por tercera, en 1799. Siempre es el mismo niño, desarrapado, descalzo; siempre tiene doce años. Sobre el final, después de que el niño rubio le ha salvado la vida, Zama le dice “No has crecido...”, y él responde “Tú tampoco”. Nadie vive en la espera, ella solo engendra víctimas (a las que está dedicada la novela). Parece casi obligatorio recordar que apenas una década después comienza el levantamiento general que acabará con el poder español en América.

Ante lo circular, lo encerrado del discurso, es aquí la escritura que, por otros caminos, accede a la sociedad, a la historia. Algunas declaraciones de Di Benedetto apoyan esta hipótesis, cuando sostenía que le gustaba su oficio de narrador porque le permitía esclarecerse a sí mismo y le ayudaba a entender a los otros. O las contenidas en un diálogo con Günter Lorenz (1972), en las que, juntando finalmente las dos puntas del ovillo, afirmaba: “Escribo porque me gusta el oficio de escribir. Escribo porque me gobierna una voluntad intensa de construcción por medio de la palabra. Escribo para analizarme”. Y además: “Escribo para que mi subjetividad explore los paisajes abiertos y las cavernas sombrías de la gente que le propone el mundo objetivo. Escribo para que mi conciencia recorra más regiones de lo que le propone el mundo objetivo. Escribo para confesar y no ser absuelto”.

Extraña ironía que, como castigo de sus enemigos, el protagonista termine mutilado, y más aún que tal mutilación sea la de sus manos. Las interpretaciones de este gesto narrativo son, naturalmente, extensas, pero si hubiese que elegir alguna me quedaría con la menos audaz, la más simple y obvia, aquella que vincula, físicamente, tal pérdida con la de la escritura.

* Escritor y docente universitario.